lunes, 13 de agosto de 2012

Renacer


Habían pasado muchos años desde que Miguel abandonó su ciudad natal para ir a trabajar a Bélgica. Allí había pasado su madurez y ahora, después de haberse jubilado, volvía a sus orígenes o, al menos, eso es lo que pensaba. Metió la mano en el bolsillo y acarició el manojo de llaves que había tenido colgado de un cáncamo durante todo el tiempo que estuvo en tierra extraña. Su contacto le hizo revivir los recuerdos de su juventud y de su infancia y un remolino de sensaciones encontradas le turbó el ánimo de repente. ¿Y si ya no hay nadie conocido? ¿Y si todos los amigos se fueron o se han muerto? Al fin y al cabo ya tenía sesenta y seis años y la mayor parte de sus amigos de entonces eran mayores que él y de su familia ya no quedaba nadie pues los que no emigraron hacía tiempo que habían pasado a mejor vida.
El tren se detuvo, Miguel cogió su maleta y bajó al andén. La estación no parecía haber cambiado mucho desde aquél día en que subió al tren cuarenta años antes para convertirse en un emigrante. La sala de espera si estaba bastante cambiada, la atravesó y salió al exterior por la puerta que daba a la parada del autobús. Había un edificio a la derecha que ya estaba antes y en frente una nave y una especie de chalet habían sustituido a la casa de una huerta que sobrevivía en su recuerdo.
Al poco de llegar a Lieja se enamoriscó de una chica asturiana y, al final, se casó con ella. Fue su compañera durante más de veinte años pero no fue capaz de quererla como había querido a Matilde, su primera novia, a la que abandonó con la promesa de escribirle y de volver pero que nunca cumplió. No quiso crearle falsas expectativas cuando su vida en el extranjero no era nada que se pudiera ofrecer a alguien a quien se amaba. Pasó hambre porque no aguantaba en ningún trabajo, su carácter díscolo y rebelde le hacía chocar con todos los que estaban a su alrededor. Luego su mujer y el tiempo le hicieron apaciguar su comportamiento y había llegado a ser encargado de compras de la fábrica donde trabajó los últimos treinta años.
Cuando su mujer murió, como no habían tenido hijos, empezó a plantearse la vuelta a casa y al final, movido sobre todo por la curiosidad de ver su pueblo después de tantos años, vendió su casa, regaló su coche al hijo de su mejor amigo y emprendió el viaje que ahora estaba a punto de terminar.
El autobús tenía el motor en marcha y el conductor que estaba junto al vehículo apagó el cigarrillo que acababa de fumarse y le dijo:
- Si va a subir al autobús, nos vamos en seguida porque no hay más pasajeros.
Miró a su alrededor y comprobó que era cierto lo que el chofer acababa de decirle. Subió y ocupó uno de los asientos de la primera fila. Pagó al conductor el precio del billete y se hundió de nuevo en el mar de sus recuerdos.
El trayecto entre la estación del ferrocarril y la población se le pasó en un instante, tal era su ensimismamiento, y, cuando el primer semáforo cerrado hizo que el autobús se detuviera, volvió a la realidad y preguntó al conductor:
- ¿Dónde es la primera parada?
- La primera ya la hemos pasado pero le puedo dejar en la próxima que es la del Parque.
- Está bien, me bajaré en el Parque – contestó lacónicamente.
Aquella avenida no estaba allí antes. A la izquierda el colegio de los Salesianos y a la derecha un bloque de pisos que no le resultó conocido, sin embargo al frente divisó la torre de la iglesia de la Asunción y comenzó a sentirse en casa. El autobús se detuvo y abrió sus puertas, Miguel se levantó de su asiento, agarró su maleta y bajó a la acera después de despedirse del chofer con un escueto “Buenos días”.
Allí, frente a él, estaba el colegio donde estudió la primaria. Se quedó mirando cómo los niños y las niñas correteaban por el patio de recreo. Aquél morenillo le recordaba a su amigo Antonio. ¡No!, ¡no podía ser!, ¡era un espejismo! ¡Aquél era su amigo Antonio! Y… y aquel otro era su primo Manolito, y aquella de las coletas y los lazos verdes… ¡Aquella era Matilde! Pero ¿qué estaba pasando? ¿Acaso no habían pasado los años o es que había vuelto para reinventarse de nuevo y volver a vivir una vida en la que pudiese evitar los errores ya cometidos?
Y aquél niño canijo con las orejas de soplillo… ¡aquél era él mismo!
- ¡Eh, oiga! ¡Levántese!... ¡Que alguien llame al 112 que este hombre parece que está muerto!
- Yo le he visto bajarse del autobús de la Estación hace un momento.
- ¿Alguien le conoce?

4 comentarios:

  1. !! Que no estaba muerto !!, ni había venido en el autobus de la estación, vino andando y como a tantos otros del pueblo tropezo con un " bolardo" y ............ a igual que a J.F. SE ESCOÑO.

    saludos
    mi teniente

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  2. El final es un poco triste, pero recuerda a la película de "1 franco 14 pesetas"

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    1. No he visto la película pero el final no es triste, es una ventana abierta al futuro.

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