lunes, 28 de enero de 2013

El Club



─ Luego no me digas que no te avisé ─ dijo y, a continuación, colgó el teléfono.
Anduvo pensativo el resto del día, tanto que casi ni almorzó, el asunto le tenía francamente preocupado y no conseguía quitárselo de la cabeza por más que lo había intentado. ¿Por qué regla de tres había tenido que enterarse él de aquel asunto? ¿Por qué guardó tanto tiempo el secreto que él mismo se había impuesto? ¿Por qué se lo había contado a su amigo para avisarle? Y, sobre todo, ¿por qué había pronunciado la dichosa frasecita: “Luego no me digas que no te avisé”?, como quien le tira a otro un carbón ardiendo y, encima, pretende que lo coja al vuelo y con las manos desnudas.
No, decididamente no estaba bien lo que había hecho, y sabía que se iba a arrepentir con creces de su insensata acción. ¡Valiente amigo! Para ser amigo de esa manera, mejor hubiera sido ser enemigo y no estaría comiéndose el tarro de esta forma.
Eran las diez de la noche y, después de tomarse un huevo pasado por agua y un par de piezas de fruta, decidió salir y tratar de despejarse. Condujo sin rumbo fijo y, al final, se detuvo en un bar de copas que sólo estaba a tres calles de su casa, aparcó y se metió de cabeza en el local para ahogar en alcohol el problema que le corroía por dentro.
Al principio no les vio porque tardó un tiempo en adaptar sus ojos a la penumbra del pub, pero cuando se acercó a la barra se los encontró de manos en boca y lo peor de todo es que ya le habían visto y no podía dar media vuelta para volver por donde había venido sin que se dieran cuenta de su presencia. Como la barra era en forma de “U” y él se había acercado por uno de los lados, a ellos les tenía totalmente frente a sí. Observó cómo tanto ella como él le saludaban con una sonrisa de felicidad que no les cabía entre los labios. ¿Por qué había tenido que decirle que ella estaba loca por sus huesos? Ahora ya se había quedado solo en el maldito club de los solteros aburridos.

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