jueves, 31 de octubre de 2013

La mujer pantera



         Todavía me siento ciertamente preocupado por un hecho que me sucedió no ha mucho y que me tuvo intrigado durante un tiempo.
         Caminaba yo sin rumbo fijo por una ciudad de Andalucía cuando, al pasar por delante de una ventana enrejada, escuché un rugido sordo pero claramente audible que me hizo detener la marcha y atisbar el interior aunque no pude ver nada pues la ventana tenía también una celosía de esas que no permiten ver a quien tras ella se esconde.
         Por ver si salía alguien de la casa y, supuesto que yo no tenía prisa alguna, me aposté en la acera opuesta unas casas más abajo pero la espera fue inútil por lo que volví a mi hotel pensando continuar con mi vigilancia en cualquier otro momento.
         El asunto comenzó a obsesionarme de tal manera que a las tres de la madrugada, y visto que no me lo podía quitar de la cabeza, me vestí y salí a la calle en dirección a la ventana del rugido como la llamaba ya en mi fuero interno. Volví a pasar junto a la reja y el rugido se escuchó de forma más queda que en la mañana anterior pero, aunque volví a pasar, ya no se volvió a escuchar nada. Estuve vigilando la casa hasta las claras del día en que me fui a buscar un bar que estuviese abierto para desayunar y volver a continuación a mi observatorio.
          Durante los cuatro días siguientes apenas dormí un par de horas por noche y dediqué el resto del tiempo a vigilar mi ventana repitiéndose cada vez que pasaba junto a ella el peculiar rugido.
         El día que hacía cinco, mientras estaba comiendo un bocadillo sentado en el umbral de una de las casas de la calle en cuestión, se abrió la puerta que había junto a la reja de mis desvelos y salió un señor de unos ochenta años vestido de negro riguroso. Le seguí durante un rato hasta que de pronto se volvió y me dijo sonriendo:
Oiga, joven, ¿se puede saber por qué me viene siguiendo?
Yo que no me esperaba el giro que había tomado la cosa le conté de punta a rabo todo lo que había estado haciendo desde que escuché el primer rugido.
Él me miró con gesto grave y me dijo:
─ Mire Vd., le voy a contar un secreto pero debe prometerme que no se lo referirá a nadie.
Asentí invitándole a que continuara con su historia.
Los rugidos que cree haber escuchado al pasar junto a la ventana no son sino los ronquidos de mi mujer que duerme en esa habitación.
¿Y eso es todo? Pregunté escéptico ¿Y para eso tanta promesa de no contárselo a nadie?
El anciano se encogió de hombros por toda respuesta y se dio media vuelta para continuar su camino. Yo por mi parte volví sobre mis pasos y, cuando estaba a unos cincuenta metros de la puerta de la casa, ésta se abrió dando paso a una bella y escultural mujer vestida de negro que, con paso felino vino hacia mí mirándome fijamente con sus preciosos ojos verdes y una enigmática sonrisa adornando su boca perfecta. Se cruzó conmigo y justo al rebasarme volví a escuchar el quedo rugido. Me volví sobresaltado pero a mi espalda no había absolutamente nadie.

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