jueves, 29 de mayo de 2014

Fuegos fatuos



Sinceramente creo que él quería ser fiel a sus principios pero ya se sabe que no siempre se puede renunciar según a qué prebendas y ése era el caso de Federico.
         Le había llamado la secretaria del jefe y ahí estaba sentado, haciendo antesala, desde hacía más de hora y media. Durante ese tiempo había tenido tiempo de imaginar lo que se avecinaba cuando estuviese dentro del despacho de don Matías. Seguramente le había mandado llamar para que le contase interioridades de la oficina pues el “chivato oficial” se acababa de jubilar y estaba convencido que el puesto le estaba reservado desde que comenzó a intimar con el correveidile hacía algunos meses. Primero pensó que se negaría en redondo a hacer esa ingrata labor que, a veces, daba con el despido de algún que otro compañero de trabajo, pero, poco a poco, fue calando en su interior la idea de aceptar y convertirse en los ojos y los oídos del jefe.
         En esas disquisiciones andaba cuando se abrió la puerta del despacho y la secretaria le hizo un gesto para que entrara.
         Déjenos solos, Maruja, dijo el jefe a la secretaria.
         Lo que Vd. mande, don Matías.
         Siéntese, Federico, le dijo con voz suave.
         Federico tomó asiento en el filo del sillón que se encontraba frente a su adorado jefe y esperó mientras don Matías hacía una pausa que se le antojó interminable.
         Pues bien, Federico, sabrá Vd. que el señor Tudela se ha jubilado…
Sí señor, interrumpió nervioso Perdón, don Matías, siga Vd. por favor.
Don Matías puso cara de contrariedad y prosiguió:
Ya veo que el señor Tudela tenía razón, Vd. es demasiado nervioso y, sobre todo, demasiado poco prudente por no decir que es Vd. un idiota y lo mejor que puedo hacer por el bien de la empresa es ponerle de patitas en la calle.

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