Se tocó el bolsillo interior de la
chaqueta y comprobó que la billetera no estaba en el lugar acostumbrado. Volvió
sobre sus pasos hasta la parada del autobús donde se había bajado pero nada, no
se le había caído o, si ese era el caso, alguien la habría recogido antes de
que él volviera a buscarla.
Comenzó a repasar lo que recordaba de
su contenido: carnés de identidad y de conducir, tarjetas de crédito, dinero
(unos sesenta euros) y quizás algún resguardo. Bueno, lo primero era anular las
tarjetas. Llamó al número que tenía memorizado en su móvil y en un pispás la
cosa estuvo hecha. Ahora había que ir a la comisaría más próxima para hacer la
denuncia, pero qué denunciaría, una pérdida o un posible robo y, si era así,
¿dónde se la habían robado?
Comenzó a sudar por el nerviosismo de
sentirse atacado en su intimidad y sacó el pañuelo del bolsillo para secárselo.
Trató de recordar a toda la gente que había tenido cerca durante la mañana:
No había chocado con nadie en la calle
y tampoco había tenido a ninguna persona tan cerca en la parada del bus…
¡Claro! ¡Cómo no se había percatado de ello en su momento! ¡Qué pedazo de
idiota había sido! Aquella chica que se le pegó como una lapa en el autobús repleto
de gente y se apeó en la parada anterior a la suya después de regalarle una
sonrisa de despedida…
─ ¡Oiga, señor!, ¿es suya esta cartera?, se le acaba de
caer cuando sacó el pañuelo del bolsillo.
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