Yo nunca supe su
nombre porque siempre que en casa se referían a ella la llamaban simplemente
“la estraperlista”.
La casa de la estraperlista o, al
menos, la parte de la casa que enseñaba a los clientes estaba constituida por
una salita y un comedor.
En la
sala había una cómoda enorme de cuyos cajones sacaba las sábanas y los juegos
de toallas que tenía para vender así como medias de cristal, pañuelos para la
cabeza y mantones de Manila con coloridos bordados de flores y pavos reales.
En el
comedor no había sillas, una mesa rectangular en el centro y tres vitrinas de
diferentes estilos llenas de figuritas que hacían las delicias de chicos y
mayores: la pareja de viejos en varios tamaños, las familias de animales, las
figuras de pájaros, las muñecas rusas que se abrían varias veces para ir
mostrando en su interior una figura más pequeña, los relojes japoneses, los
collares de perlas cultivadas, el tabaco de contrabando y miles de cosas más.
En la mesa se presentaba un muestrario de vajillas, cristalerías y juegos de
café desde los diseños más sencillos a los más extravagantes.
Cuando
mi madre nos decía que iríamos a casa de la estraperlista, para nosotros era
una fiesta de lo más grande y es que íbamos a nuestro “Corte Inglés”
particular.
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