Cuando pienso cómo se inician en el
consumo de alcohol nuestros y nuestras jóvenes me viene a la cabeza la primera
vez que yo lo bebí y salí de noche.
Tenía
diecisiete años y mi padre me propuso “salir de Patios”. Yo a esa edad no tenía
ni la más mínima idea de qué era aquello de “salir de Patios” así que le dije
que sí para salir de mi ignorancia.
Fuimos
pues mi padre, su amigo Juan “Raya Ancha” y yo que, haciendo un símil taurino,
iba a “tomar la alternativa” en las lides de las juergas nocturnas.
Como
quiera que recorrimos tres o cuatro patios y en cada uno de ellos me tomé una
copa de vino, a eso de la media noche estaba ya un poquito mareado pero
entonces llegó el momento de ir a una taberna del barrio de San Basilio donde
solía haber gente que cantaba flamenco.
Allí,
entre cante y cante, nos beberíamos entre los tres (bueno yo bebía menos) dos medias
botellas de fino “la galga” (no se me olvida el nombre porque me puse bien a
tono) y alguna ración de jamón y queso para empapar el caldo porque según mi
padre no era bueno beber a palo seco.
A eso
de las tres de la madrugada llegamos a casa y, al bajarme del coche, perdí el
equilibrio y estuve a punto de tragarme un árbol de la calle. Mi padre y Juan
hicieron como que no lo habían visto y nos fuimos a dormir.
La
noche fue para olvidarla o, mejor dicho, para “no olvidarla” y al día
siguiente, que era sábado y mi padre no trabajaba, durante el desayuno me dijo
mi progenitor:
─ Anoche fue tu primera borrachera, ¿no?
Yo
asentí y no dije ni pío porque el resacón que tenía era de campeonato.
─ Pues ya has aprendido a beber, ─
dijo él ─ ahora tienes que aprender a orinar.