La
tarde languidecía lentamente cuando Joaquín escuchó el traqueteo de un
desvencijado carromato que no tardó en aparecer por el recodo del camino. Un
pequeño borriquillo tiraba con mil fatigas de una carga a todas luces excesiva
para él. Un individuo, subido sobre la carga, restallaba su látigo por encima
de las orejas del jumento que parecía iba a caer al suelo exhausto de un
momento a otro.
Joaquín
cubrió su rostro con el pañuelo y se colocó en medio del camino haciendo ademán
al otro para que se detuviera.
─ ¡Alto! ¿Quién va?
─ ¿Y quien lo pregunta? ─ Respondió el del
carro.
─ Alguien que a ti no te importa ─
masculló encañonándole con el trabuco. ─ Baja del
carro, suelta el burro y date prisa en perderte de mi vista antes de que me
arrepienta y te pegue un tiro.
El fulano no se hizo repetir la orden y en un
pispás soltó al burro y salió corriendo como alma que lleva el diablo.
El bandolero registró la carga y, viendo que no
había nada que pudiera interesarle, montó en el burro y se marchó en dirección
contraria.
─ No cabe duda, hermano ─ comentó dirigiéndose al
burro ─ que tú has salido ganando más que yo con este asalto porque ahora
llevas una carga más liviana.
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