Tenía el pelo blanco, los ojos azules y
un corazón como una casa donde podía albergar a quienes quería y aún le quedaba
espacio. La tata Isabel era una mujer que nunca se enfadaba y no por falta de
motivos. Toda una vida trabajando duro y, cuando mi padre le arregló los
papeles para que cobrase la vejez, se empeñó en venir a trabajar a nuestra casa
e incluso no quería cobrar aunque mi padre no estuvo dispuesto a consentírselo.
Desde que yo nací dormía en mi
habitación en la “cama de soltero” de mi padre y se encargaba de mi persona con
una solicitud y con un cariño que se diría que era mi tercera abuela.
Estuvo con nosotros hasta que nació mi
hermano Luis porque mi padre ya no quiso permitir que siguiese trabajando a sus
casi ochenta años pero, aún así, iba de vez en cuando a casa de mi abuela María
para ayudar tanto en la cocina como en las labores de la casa.
Yo seguí viéndola con frecuencia pues
iba a visitarla a casa de su hija donde vivía hasta que murió con casi cien
años.
yo que no conocí a mis abuelas de sangre, había en el barrio una señora que estaba siempre en casa, y que para mi fue como mi abuela, a la que podía acudir para coser una cremallera, planchar una camisa y en definitiva para todo... el día que murió la lloré tanto o más que a mi propia abuela
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