Muy a su pesar tuvo que reconocer que
no debía haber emprendido el camino tan tarde. Sus amigos le advirtieron que no
le daría tiempo de llegar antes de que se hiciese de noche pero su proverbial
cabezonería le hizo tomar la decisión equivocada. No era la primera vez que
hacía caso omiso a los consejos de los demás y, seguramente, no sería la
última, a menos que… no, seguramente no sería la última, pensó para sí tratando
de alejar malos augurios.
Decían que en aquél bosque moraban
espíritus malignos que devoraban a quien se aventurase en él durante la noche,
pero no,… todavía no era de noche y, además, ella no creía en los espíritus y
demás zarandajas que sólo existían en las mentes incultas de los habitantes de
aquella aldea donde había pasado las vacaciones de Navidad.
Quería llegar al apeadero del
ferrocarril que se encontraba al otro lado del bosque, a unos cinco kilómetros
de la aldea, para tomar el tren de las siete y dirigirse a su casa. Había
pasado una semana en casa de sus tíos y, la verdad sea dicha, le había venido
de perlas para descansar y despejar su cerebro que tenía medio embotado de
tanto estudiar para preparar las oposiciones.
El sol se iba poniendo lentamente y la
oscuridad iba ganando terreno a la luz del día que acababa. Debía de estar muy
cerca de la estación porque, aun llevando a cuestas su mochila, había caminado
todo lo deprisa que era posible.
Por fin, cuando el atardecer estaba a
punto de convertirse en noche, el bosque se aclaró y pudo divisar el edificio
de la estación a menos de cien metros. Miró su reloj, eran las siete menos
cinco minutos, y un suspiro de alivio se escapó de su boca: había llegado justo
a tiempo.
Entró en la pequeña sala de espera
apenas iluminada por la mortecina luz de una bombilla llena de mugre y
telarañas y buscó la ventanilla para comprar el billete. Estaba cerrada a cal y
canto y, aunque golpeó para que la atendiese alguien, no obtuvo respuesta. Miró
a su alrededor y entonces descubrió el cartel:
“Los viajeros para el tranvía de las siete
de la tarde tendrán que sacar sus billetes en el tren”.
Así rezaba el anuncio escrito con
letras mayúsculas medio borrosas.
Se dispuso a esperar y, de pronto, sonó
la campana del andén avisando de la llegada del convoy, pero (se sobresaltó)
¿quién hace sonar la campana?
están cn un reloj programable. ... ya haber mucho q dejé de creer en fantasmas
ResponderEliminarbesos