El
viento no había dejado de soplar con fuerza durante toda la noche. La lluvia
hizo acto de presencia al amanecer y sus gotas acompañaban a las rachas de
viento azotando las casas y las calles. El agua lavaba las aceras y el viento
barría las hojas que no cesaban de caer y que, en un círculo vicioso, llenaban
el suelo para que la siguiente ráfaga volviese a llevárselas dejándolo todo
limpio por un instante.
Angélica
tiró el paraguas destrozado y se envolvió lo mejor que pudo en su abrigo para
intentar protegerse de la mojadura que, si no lo remediaba nadie, iba a ponerla
como una sopa en menos tiempo del que necesitaba para llegar a la parada del
autobús donde podría cobijarse.
Un
relámpago iluminó la calle que comenzaba a aclararse con el alba y el horrísono
trueno que siguió pareció ser la señal de algún ser superior que hizo parar la
lluvia de inmediato al par que el viento se calmaba. Las nubes se disolvieron
dejando paso a un cielo azul que se iba iluminando más y más a medida que la
luz del sol iba expulsando a las tinieblas.
Angélica
no podía dar crédito a lo que sus ojos le mostraban. Aquello no podía ser
verdad, seguramente estaba soñando, pero no, el sonido del claxon de un automóvil
que casi la atropella, le hizo tomar conciencia de que aquél extraño fenómeno
meteorológico estaba sucediendo en realidad y en ese mismo instante.
La
parada del autobús estaba ya a menos de cincuenta metros. Fue llegar a ella y
el ómnibus se presentó de inmediato. Subió, pagó su billete al conductor y ocupó
uno de los asientos que estaban vacíos. Mientras se sacudía las gotas de su
abrigo miró a su alrededor y su sorpresa fue mayúscula: todos los viajeros
vestían ropas de verano.
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