jueves, 22 de diciembre de 2016

Ya no eran unos niños



Apenas se desperezaba la tarde cuando tomaron el camino que llevaba a los neveros. Su padre aún le consideraba demasiado pequeño para subir a la montaña y prefirió hacer un recorrido más corto.
La senda se empinaba y su padre se volvía de cuando en cuando para ver si le seguía. Miguelito, aunque muy joven, tenía una resistencia mayor de lo normal para un niño de su edad y seguía a su progenitor a dos o tres pasos de distancia, sin decir palabra pero sin perder el resuello.
De pronto su padre se detuvo y Miguelito se puso a su altura escudriñando el pequeño llano que se ofrecía a sus miradas.
Allá, Miguelito, mira junto al árbol reseco, allá esta el nevero dijo el padre con la voz teñida por la emoción.
Miguelito siguió con la vista el camino que su padre indicaba con el dedo y se quedó pasmado: aquello blanco que relucía con los rayos del sol del atardecer era la nieve.
Para el pequeño fue un descubrimiento casi tan grande como la admiración que sentía por su progenitor.
Los paseos con su padre, aquél hombretón de pelo rizado negro como la noche, eran la delicia de Miguelito que, cuando desapareció de su vida, fue como si se le apagase la luz y gracias a su amistad con Bertita, su vecina de al lado, consiguió recuperarse poco a poco hasta casi olvidarlos porque Bertita era ruidosa como un cascabel y tenía una vitalidad que la hacía una personilla de lo más encantador y le obligaba a no parar de hacer cosas de tal manera que Miguelito, sin darse cuenta, se hizo “Bertitadependiente” y ya no sabía vivir sin estar con ella a todas horas de tal manera que casi todos los días sólo iba a dormir a su casa.
Unos años después los padres de Bertita decidieron irse a vivir a otro lugar bastante lejano pues allí le había salido trabajo al cabeza de familia. Miguelito sintió como si la tierra se abriera bajo sus pies y cayó de nuevo en la melancolía.
El tiempo que todo lo cura le fue encalleciendo la herida producida por la falta de sus dos seres más queridos hasta que volvió a ser un adolescente cabreado como todos los demás.
Cuando Miguelito, ya convertido en Miguel, se marchó a estudiar a la universidad sucedió lo inesperado pero que en su fuero interno no había dejado de anidar: aquella chica preciosa que estaba hablando con unas compañeras era Bertita con toda seguridad y hacia ella dirigió sus pasos. En el momento que se cruzaron sus miradas, Miguel estuvo totalmente seguro:
¡Hola! ¿Eres Berta verdad?
¿Nos conocemos de algo? Fue la respuesta de ella.
Miguel enrojeció hasta la raíz del cabello, dio media vuelta y, cabizbajo, huyó a buen paso buscando algún lugar donde refugiarse para esconder su vergüenza.
Sintió que le tocaban en el hombro y se volvió con las lágrimas a punto de brotar en sus ojos y allí estaba ella con cara sonriente:
Que sí soy yo, idiota. Que sólo quería gastarte una broma.
Miguel no dijo nada sino que se fundieron en un abrazo que prometía muchas cosas más…

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