lunes, 10 de abril de 2017

Primera experiencia con la muerte



─ Tienes que ir a ver al tito Manolo ─ dijo mi madre y añadió ─ Te lo he dicho ya más de cien veces y no me haces caso porque no te da la gana. Cualquier día se muere y te quedas sin verle. ─ Apostilló.
La verdad es que a mi madre no le faltaba razón pero a mí no me apetecía, en aquellos años de adolescencia rebelde, ir a visitar a nadie y menos a una persona que se estaba muriendo a chorros aunque fuera mi tío y el hermano mayor de mi madre, pero al final me duché, me cambié de ropa y salí en dirección a la vivienda de mi tío Manolo.
Le habían diagnosticado una enfermedad renal que no parecía tener curación y los médicos le habían desahuciado. Según mis padres, era la misma afección que se había llevado al otro mundo a la famosa bailaora Carmen Amaya ese mismo año.
En menos de un cuarto de hora estaba ante la puerta del piso y pulsé el timbre con el deseo ferviente de que nadie lo oyera y así me volvería a mi casa sin pasar el mal trago que me esperaba. No fue así y al momento mi tía abrió la puerta con semblante triste y serio que me indicó que la cosa no iba mejor. Me miró, me dio dos besos y me hizo pasar sin hacerme ni el más mínimo reproche.
─ ¿Cómo está?
─ Igual, sigue igual… de mal ─ me informó y sus ojos brillaron aunque no asomó ni una lágrima. ─ Pasa si quieres verle.
No llegué a contestar pero ella me tomó del brazo y me llevó al dormitorio donde mi tío se debatía entre la vida y la muerte.
─ Dale un beso, ─ me dijo acercándome a la cama, y añadió dirigiéndose al enfermo ─ Manolo, que ha venido tu sobrino a verte, dale un beso ─ insistió casi silabeando y tirando de mí hacia la cama.
No recuerdo bien si le di el beso que ella solicitaba con tanto empeño o si sólo me incliné sobre mi tío y lo simulé. El enfermo sudaba copiosamente y se removió en el lecho aunque no estoy seguro de que notase mi presencia pues sus ojos permanecieron cerrados.
Me quedé como hipnotizado contemplándole mientras mi tía salía de la habitación cerrando la puerta. De momento me quedé ciego por la falta de luz pero poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. Una cama de matrimonio donde reposaba (es un decir) el enfermo, dos mesillas de noche, una a cada lado de la cama, un tocador con espejo y un armario de cuatro puertas; una descalzadora y unos cortinajes dobles que tapaban la única ventana. Los cortinajes eran los responsables de la oscuridad que reinaba en el dormitorio pero no me atreví a tocarlos, me senté en la descalzadora y, escuchando el fatigoso respirar de mi tío Manolo me quedé esperando que alguien entrase en el cuarto para poder salir pues no me atrevía a abandonar la habitación por si mi tía se enfadaba. Así estuve durante no sé cuánto tiempo hasta que oí cómo sonaba el timbre deseando que fuese una visita que me hiciese el relevo. A mis catorce años la situación se me antojaba angustiosa y cada minuto se me hizo un siglo hasta que la puerta se abrió dando paso a mi tía acompañada de un matrimonio que venía a hacer la visita. Aproveché el momento y con un adiós casi musitado salí a escape y no paré de correr hasta que llegué a la puerta de mi casa. Aquella traumática experiencia me tuvo impresionado con el hecho de la muerte durante muchos años.

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