sábado, 19 de agosto de 2017

El entierro de Doña Luisa



Doña Luisa, tal y como le habían pronosticado, falleció seis meses y dos días después de haber recibido el fatídico resultado de sus pruebas médicas. Al entierro sólo asistieron la criada que había tenido con ella desde siempre, el médico y dos mujeres jóvenes, una rubia,  delgadita y con una figura muy agradable, y otra morena y fortachona, a las que Adolfo no había visto en su vida y tampoco prestó demasiada atención durante el sepelio pues sólo tenía ojos para mirar el ataúd donde reposaban los restos mortales de su queridísima madre que ahora le dejaba desamparado y a merced de los vaivenes de la vida.
Hizo un pequeño descanso para tomar fuerzas y continuar el relato… Estaba bastante contento con la historia que estaba contando y cada vez se sentía más seguro de sí mismo.
La criada que se llamaba Pepa, le hizo una prolija descripción de todo lo ocurrido durante el funeral y el entierro pues viendo la cara de ensimismamiento de Adolfo se transparentaba que había estado ausente y no se había dado cuenta de nada. Así se enteró de que la chica rubia se llamaba María y la morena Lucía y ambas eran parientas lejanas del cura.
Don Matencio, el cura, había sido amigo de juventud del padre de Adolfo a quien conoció en Cádiz cuando ambos estaban en la mili, luego casó a Doña Luisa con Don Abelardo (el padre de Adolfo) y, cuando este murió, fue el sostén espiritual de Doña Luisa que estaba a la sazón embarazada. Fue don Matencio también quien buscó a Pepa para que entrase a trabajar en casa de la maestra que, como había percibido una cuantiosa herencia, pidió una excedencia para dedicarse en cuerpo y alma al cuidado y a la educación de su vástago.
El cansancio y el sueño le rindieron y se quedó dormido sobre el ordenador. Despertó a eso de las tres de la madrugada y, como un sonámbulo, se trasladó a la cama que le acogió como si de una madre se tratara.

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