sábado, 7 de julio de 2018

Ese oscuro objeto de deseo 1


La verdad es que, en aquél entonces, yo no lo había hecho nunca pero no por falta de ganas y es que no me hubiera importado, es más, lo había llegado a desear fervientemente sobre todo cuando la vecina de enfrente me taladraba con su penetrante mirada o cuando coincidíamos en el ascensor y me indicaba por señas que me cerrase la bragueta. La muy ignorante no sospechaba que yo me la dejaba abierta adrede para que ella me lo indicara, con el oculto deseo de que me la cerrase alguna vez y todo se fue al garete el día que se marchó del piso.
Se largó con el feísimo de su novio que era un tipo desgarbado y con barbas que no se quitaba las gafas de sol ni por una apuesta, bueno digo yo que para meterse en la cama sí se las quitaría.
Andando el tiempo, crecí y me olvidé de ella pero no del asunto que nos ocupa que seguía siendo un melón sin calar para mí aunque, la verdad sea dicha, no me obsesionaba en absoluto: yo sabía que, más tarde o más temprano, me iba a estrenar y así fue, o, mejor dicho, así estuvo a punto de ocurrir.
Hacía ya más de un año que había muerto mi madre cuando la chica de la panadería se presentó en mi casa y llamó al timbre. Lo cierto es que yo, cuando iba a comprar el pan por las mañanas, me quedaba mirándola con cara de idiota como si fuera la primera mujer que había visto en mi vida y, seguramente, la chica había supuesto que yo estaba por ella, así que debía venir dispuesta a todo (es un decir).
Abrí la puerta y le franqueé el paso pero ella no se movió del descansillo. Me observó como si fuera un bicho raro (así debía ser mi cara en ese momento crucial) y me alargó la mano que yo me dispuse a coger entre las mías pero ella se zafó y me dejó cincuenta céntimos en la palma de la mía.
“Te habías dejado el cambio encima del mostrador”, dijo y, antes de que yo fuese capaz de reaccionar, salió zumbando escaleras abajo y sin esperar para coger el ascensor.

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