La desaparición de Marta



1
Secuestro express

         El teléfono de Marta sonó cuando se disponía a salir para ir a trabajar:
─ Diga.
─ Soy yo, ─ escuchó la voz de su padre ─ tengo un trabajo para ti si es que sigues pendiente de viajar a Madrid en breve.
─ Pues quería ir pasado mañana para entrevistarme con los jefes del despacho. ─ Explicó ─ Pero dime ¿Qué tripa se te ha roto ahora?
─ Es un asunto de lo más prosaico y que no te supondrá demasiada pérdida de tiempo ─ comentó Marcos. ─ Sólo tienes que recoger un paquete en una dirección y traérmelo cuando vuelvas. A propósito, ¿cuándo piensas volver?
─ Pues si me voy el miércoles, volveré el viernes o, como mucho, el sábado, ¿te viene bien?
─ Perfecto, toma nota de la dirección.
Marta escribió la dirección en su agenda y colgó el teléfono para seguidamente salir y dirigirse a su oficina.
Por el camino iba pensando si debía contar con Eduardo pero al final decidió no decirle nada dado que últimamente le veía poco porque él había tomado esa actitud que le hacía perderse temporalmente de su vida y que a ella le molestaba tanto.
─ No me lo voy a comer ─ se dijo ─ ni que fuera yo una devoradora de hombres, pero, la verdad sea dicha, a este me lo comería si se dejase el muy idiota.
* * *

         El AVE llegó a las nueve menos cuarto aproximadamente a la estación de Atocha. Marta se dirigió a uno de los bares para desayunar pues era aún temprano para su cita de trabajo. Mientras desayunaba sopesó la idea de coger el Metro en lugar de un taxi pero, finalmente, se decidió por esto último. Salió fuera de la estación e hizo una seña a uno de los que estaban en la parada que acudió rápidamente. Entró en el vehículo y le dio la dirección del despacho de abogados:
─ Lléveme a la calle Hermosilla, por favor, casi en la esquina con Conde de Peñalver.
A las diez de la mañana el taxi estaba en la calle Hermosilla y siguió hasta el número 72. Marta pagó al taxista y, viendo que aún faltaba una media hora para su cita, decidió telefonear a Amelia Geltrú a quien conoció cuando el asunto del Cupido robado y con la que había mantenido desde entonces un contacto más o menos continuo a través del teléfono y de Internet para quedar a la hora de almorzar.
─ ¡Hola! ─ sonó la voz de Amelia ─ ¿Quién es?
─ Hola, Amelia, soy Marta Cifuentes. He venido a Madrid para una reunión de trabajo y podríamos quedar para comer a mediodía si te viene bien.
─ ¡Qué bien, Marta, me parece estupendo! ¿Dónde nos vemos?
─ Pues estoy en Hermosilla donde te conté que está el bufete para el que trabajo. Como la galería de arte está cerca de aquí, podríamos quedar en la esquina de Conde de Peñalver con Goya a las dos y media. ¿Te parece bien?
─ Perfecto ─ confirmó Amelia ─ Hasta luego pues.
La reunión de trabajo comenzó puntualmente a las diez y media de la mañana. Hicieron un breve descanso a las once y media para tomar café y continuaron hasta las dos de la tarde quedando en volver a reunirse a las cinco, es decir, Marta disponía de casi tres horas para almorzar con su amiga y charlar un buen rato.
Fue al tocador para retocarse un poco y cuando salió ya todos se habían marchado menos la secretaria de dirección que había decidido quedarse en el despacho y comer allí para preparar la sesión de la tarde. Se despidió de ella y salió a la calle. Consultó su reloj y vio que eran las dos y cuarto, debía darse prisa para llegar a su cita con Amelia.
Unas casas más adelante una batea de obra le obligó a bajar de la acera para rodearla. Allí estaba la furgoneta Ford color gris metalizado que tenía abierta la puerta corredera. En el momento en que Marta pasaba entre la batea y la furgoneta, un individuo con pinta de árabe salió a su espalda y le colocó un pañuelo con cloroformo tapándole la nariz y la boca de tal manera que ella cayó exánime en brazos del fulano que la introdujo en la furgoneta cerrando la puerta rápidamente mientras otro individuo que estaba al volante arrancó y salió despacio para no levantar sospechas. El que había narcotizado a Marta la ató de pies y manos, le vendó los ojos y le tapó la boca con cinta americana saltando acto seguido al asiento del copiloto.
─ Ya tenemos la paloma en la jaula, ─ dijo el árabe al conductor ─  Directos al secadero, Chalote, y rapidito antes de que nadie la eche de menos.
         Omar Pamuk era turco de madre albanesa. Sus fechorías a lo largo y ancho de Europa le habían hecho merecedor de estar en busca y captura de la Interpol. Desde hacía unos años estaba escondido en algún recóndito lugar de la costa española. Era capaz de torturar horas y horas sin sentir el más mínimo impulso de lástima.
         Anselmo Gonçalves alias “Chalote” era un sicario boliviano de ascendencia brasileña que conoció a Omar en una cárcel de Marruecos de donde les sacó un capo de la mafia balcánica. Era, por así decirlo, el encargado de “despachar” a los rehenes que capturaban para sus jefes cuando así se lo ordenaban. Era un individuo frío como una serpiente y sin escrúpulos de conciencia.
         Ambos tipos formaban el equipo que se encargaba de perpetrar una serie de secuestros con el fin de recaudar fondos que permitieran la existencia y el mantenimiento de los facinerosos que formaban una de las mafias que residían en la zona de Levante.
         Utilizaban un viejo secadero de tabaco que estaba situado lejos de los sitios habitados y allí escondían al rehén de turno hasta que pagaban su rescate y recibían la orden correspondiente que solía ser la de eliminar al rehén si éste les había visto la cara en algún momento, cosa que sucedía bastantes veces pero que a ellos sólo les suponía el esfuerzo de enterrarle en los alrededores., aunque en otras ocasiones, las menos, el asunto se resolvía dejando en libertad a la persona en cuestión en un lugar suficientemente alejado de donde había pasado su cautiverio.


2
Saltan las alarmas

         A las tres menos cuarto Amelia Geltrú estaba un tanto preocupada por la tardanza de Marta y trató de hablar por teléfono con ella pero nadie contestó su llamada.
El teléfono de Marta estaba puesto en silencio para que no la molestase nadie durante la reunión por lo que la pareja de facinerosos no pudo oír la llamada de Amelia que volvió a repetirse quince minutos más tarde.
A eso de las tres y cuarto Amelia estaba ya francamente alarmada por lo que decidió llamar al teléfono de Marta en Palma.
─ Dígame ─ la voz de Marcos le contestó ─ ¿Con quién hablo?
Amelia, sin darse a conocer explicó que había quedado con Marta  y que ésta no se había presentado y preguntó si allí sabían algo acerca de su paradero.
La cara de Marcos se transfiguró y un gesto de gran preocupación se adueño de su rostro, pero siguió indagando:
─ ¿Me puede decir quién es Vd., señorita?
─ Pues soy una amiga de Marta, mi nombre es Amelia, Amelia Geltrú.
─ ¿Amelia Geltrú? ─ la voz de Marcos iba de la incredulidad a la sorpresa.
─ Sí, Amelia Geltrú, ¿y Vd. quién es?
Marcos a punto estuvo de delatarse pero reaccionó a tiempo:
─ Soy… ─ se detuvo titubeante ─ Soy su secretario. Haga el favor de explicarme lo que ha pasado.
Amelia le hizo un rápido resumen de su conversación con Marta, de cómo y dónde habían  quedado para almorzar y de la injustificada tardanza así como del hecho de que no contestaba al teléfono.
Marcos escuchó toda la explicación mientras se iba haciendo una idea cada vez más pesimista de lo que podría haber sucedido.
─ Muchas gracias, señorita, ─ dijo después de dejarla terminar ─ Pero no se preocupe que seguramente todo tiene una explicación ─ terminó diciendo con una mal disimulada calma y colgó el auricular.
Para un hombre con la experiencia de Marcos el asunto estaba desgraciadamente muy claro: a su hija le había pasado algo muy grave para que no hubiese acudido a su cita ni hubiese dado señales de vida. Había que ponerse en movimiento y comunicárselo a Eduardo para actuar lo más rápidamente posible. Descolgó el teléfono y marcó el móvil de su hija para comprobar que, tal como le había dicho Amelia, se agotaba la llamada y no contestaba nadie. Llamó a Eduardo y le puso al corriente de lo sucedido y quedaron en verse en la nave al cabo de una media hora.
Mientras esperaba a su compañero marcó el teléfono del bufete de Madrid y habló con la secretaria que le informó de la hora a la que había salido Marta y de que volverían a reunirse a las cinco.
La cabeza de Marcos Cifuentes era un hervidero cuando Eduardo Sentinel llamó a la puerta del despacho secreto. En su cerebro se agolpaban los recuerdos, los miedos y las preocupaciones sin dejarle pensar con claridad para buscar una solución que no veía por ninguna parte.
─ ¡Vamos, Marcos! No te aturrulles que tu hija nos necesita lo más lúcidos que sea posible. Creo que esto tiene toda la pinta de un secuestro porque si hubiese sufrido un accidente ya nos habría llamado la policía así que veamos lo que podemos hacer para encontrar a Marta.
Lo decidido de la actitud de Eduardo hizo que Marcos se tranquilizase y comenzase a ver las cosas con más claridad.
─ Tenemos algo a favor ─ volvió a tomar la iniciativa Eduardo ─ su teléfono móvil está operativo y a través de su GPS podremos localizarla. Además he llamado a Baltasar Mogón que ya se ha puesto manos a la obra utilizando sus contactos en Madrid. Ha quedado en informarme en cuanto tenga alguna novedad. ¿Y quién te ha dado la noticia?
─ Pues no te lo vas a creer ─ respondió Marcos ─ ha sido alguien con quien tuve una relación en el pasado cuando estaba escondido en Brasil.
─ ¿Y ella te ha reconocido?
─ Pues no estoy seguro pero he estado a punto de decirle quien era yo.
─ Bueno, dejemos eso de momento y vámonos para el coche que hay que coger un Ave en Córdoba lo más pronto posible.


3
Piden un rescate

Tomaron el tren de alta velocidad a las siete y cinco de la tarde y a eso de las nueve menos cinco estaban en Madrid. Baltasar aún no había llamado por lo que Eduardo decidió utilizar su amistad con un inspector de policía para localizar, si era posible, la situación del móvil de Marta.
Pararon en un bar para llamar por teléfono al conocido de Eduardo ya que no tenía su número. Consultó la guía telefónica y buscó: Piferrer Valiente, Enrique y encontró sólo un número. Lo marcó rápidamente y esperó.
─ Sí, dígame. ─ Una voz de mujer sonó al otro lado de la línea.
─ El señor Piferrer, por favor.
─ No está en casa, debe estar en la comisaría ─ contestó la mujer.
─ Mire, soy un amigo de Córdoba y quisiera hablar con él, ─ dijo Eduardo ─ ¿le importaría darme el número de la comisaría o el de su móvil?
─ Bueno, le daré el de la comisaría, tome nota.
Eduardo anotó el número de teléfono de la comisaría de policía y lo marcó acto seguido.
─ Comisaría de Policía de Lavapiés, dígame lo que desea.
─ Quisiera hablar con el inspector Enrique Piferrer. ─ explicó Eduardo.
─ Un momento que le paso con él ─ dijo el telefonista.
Sonó la consabida musiquita hasta que alguien descolgó:
─ Al habla el inspector Piferrer, ¿quién es Vd.?
─ Hola, Enrique, soy Eduardo Sentinel.
─ ¡Eduardo! ¿Quién me iba a decir que iba a hablar contigo hoy?
─ Pues mira por donde yo necesito tu colaboración para encontrar a una persona que ha desaparecido hoy mismo.
─ ¿En qué parte de Madrid ha sido? ─ Indagó el policía.
─ Pues casi con toda seguridad ha sido en el barrio de Salamanca, entre las calles de Hermosilla y Goya. ─ Informó Eduardo y siguió ─ Es la hija de un gran amigo mío y te pediría que hicieses lo imposible por localizar su teléfono móvil que, aunque está operativo, nadie contesta a la llamada.
─ Dame el número del teléfono y trataré de decirte algo dentro de un rato. ─ Dijo Piferrer ─ Te llamaré a tu móvil, no te preocupes y no hagas nada sin consultármelo antes, recuerda que tú ya estás retirado.
─ De acuerdo, Enrique, espero tus noticias.
Los dos amigos decidieron esperar sentados en una mesa del bar y, para hacer tiempo, pidieron un aperitivo pero en ese momento el teléfono de Marcos sonó.
─ Dígame ─ la voz de Marcos sonó extraña hasta para él mismo. Solamente Eduardo y Marta tenían su número de móvil y Eduardo estaba a su lado.
Una voz con acento suramericano preguntó:
─ ¿Es Vd. Marcos?
─ Sí, soy yo ─ contestó al borde de un ataque de nervios.
─ Pues escuche atentamente y sin interrumpirme lo que le voy a decir porque de ello depende la vida de su preciosa hija. ─ Dijo el otro. ─ En primer lugar no avise a la policía y en segundo lugar vaya preparando un maletín con quinientos mil euros en billetes de diez, veinte y cincuenta y espere nuestras instrucciones. Si hace lo que le estoy diciendo no pasará nada pero en caso contrario no volverá a ver a su hija con vida. ¿Entendido?
─ Perfectamente ─ dijo Marcos con voz opaca y escuchó como el otro interrumpía la comunicación.
Eduardo vio el abatimiento de su amigo y sintió una punzada muy dentro de sí mismo, no sólo por el dolor que traslucía la cara de Marcos sino también porque Marta, aún sin él quererlo, se le había metido hasta el tuétano y sabía que tenía que salvarla para no perderla ya nunca jamás.
─ La tienen secuestrada como tú muy bien habías deducido ─ dijo al fin Marcos que seguía siendo presa del abatimiento. ─ Quieren medio millón de euros y que no avisemos a la policía so pena de matarla.
─ No te preocupes, amigo mío, que nos las hemos visto peores en otros tiempos.
─ Tú lo has dicho, Eduardo, eran otros tiempos y no se trataba de mi hija.
─ Voy a llamar a Enrique para que actúe con la máxima discreción y que quienes la tienen en su poder no sospechen que la policía está enterada. ─ Cogió el teléfono e informó al inspector Piferrer de las novedades que se habían presentado.


4
Buscando a Marta

         Eduardo y Marcos se alojaron en el Hotel Praga situado no demasiado lejos de la estación de Atocha y allí instalaron el que debía ser su cuartel general para coordinar la búsqueda de Marta.
A las diez estaban cenando en el comedor del hotel cuando sonó el teléfono de Eduardo.
─ Dígame.
─ ¿Eres Eduardo?
La voz de Baltasar al otro extremo del país le sonó a música celestial. Seguro que tenía algo importante porque, en caso contrario, no habría llamado por teléfono.
─ Sí, Baltasar, soy Eduardo Sentinel, ¿qué nuevas tienes, amigo?
─ Pues según coinciden todos mis informante se trata de una mafia de esas que andan por las costas de Valencia o Alicante. ─ Dijo Baltasar ─ Tienes que tener mucho ojo porque son gente peligrosa.
─ Ya me lo imagino, ─ contestó Eduardo ─ han pedido medio millón de euros como rescate. ¿Tienes algo más?
─ Pues sí.
─ Ya me lo esperaba, te conozco demasiado bien para saber que siempre te guardas algo en la recámara, viejo mamón.
─ Lo de mamón me lo tomaré como un cumplido, y, siguiendo con mi información, te diré que debes estar mañana a las once frente a la entrada de la Catedral Vieja de Plasencia.
─ ¿En Plasencia? ─ Se sorprendió Eduardo ─  ¿Y qué más?
─ Pues allí te esperará alguien que llevará un pañuelo rojo al cuello para darte toda la información que he conseguido para ti.
─ De acuerdo, amigo, allí estaré como un clavo y llámame si hay contraorden, ¿de acuerdo?
─ De acuerdo ─ dijo Baltasar y cortó la comunicación.
Cuando Eduardo le contó toda la conversación a Marcos, tuvo que esforzarse por convencerle para que no saliera pitando hacia Plasencia. Terminaron la cena y subieron a sus habitaciones y a eso de las once llamó Enrique Piferrer para decirle que la última llamada del teléfono de Marta se había realizado desde un lugar que aún no habían podido determinar en la provincia de Cáceres, lo que vino a corroborar los datos que Baltasar le había proporcionado. Llamó al recepcionista para pedirle un coche de alquiler para las seis de la mañana y se quedó como un tronco vestido encima de la cama tal era el agotamiento mental que en esos momentos tenía.
A las seis y media de la mañana ya estaban en la carretera de Extremadura a la altura de Móstoles. Pararon a desayunar en una zona de servicios y siguieron camino para llegar a Plasencia en torno a las nueve y media de la mañana con lo que tenían tiempo de sobra para que Marcos se ubicase en algún punto cercano al lugar de la cita y tener el asunto controlado.
Aparcaron dentro del recinto amurallado y se separaron para simular que eran turistas que estaban visitando la ciudad. A las once menos cuarto Marcos llegó a la plaza de la Catedral y se ubicó en la terraza de un bar desde donde podía ver la fachada de la Catedral Vieja. A las once menos cinco hizo su aparición Eduardo que venía bordeando el edificio de las dos catedrales hasta que se situó justo delante de la portada de la Vieja. Cinco minutos más tarde, es decir, a las once en punto llegó una joven con pinta de suramericana que llevaba un pañuelo rojo al cuello y comenzó a pasear por la plaza. Eduardo se acercó a ella.
─ ¿La envía Baltasar? ─ Dijo presa de una ansiedad que lograba disimular a duras penas.
─ Sí ─ fue la respuesta de la chica ─ pero vayamos a un sitio más discreto y le daré toda la información.
Eduardo que había visto dónde estaba Marcos, la condujo disimuladamente hacia el mismo bar y se sentaron en una mesa no lejos de la que ocupaba su amigo.
─ Y bien, ¿qué información me trae?
─ Pues verá, ─ empezó la joven ─ la mujer secuestrada se encuentra en un viejo secadero de tabaco custodiada por dos individuos armados y peligrosos ─ aquí hizo un paréntesis como si temiera que alguien la estuviese observando ─ la manera de llegar al lugar es la siguiente…


5
¡Liberada!

         Salieron por la carretera en dirección a Navalmoral y, a unos diez kilómetros, tomaron a la izquierda por un carril. Tal como les indicó la muchacha del pañuelo rojo, siguieron el camino durante unos tres kilómetros hasta que encontraron una bifurcación. Siguieron por el camino de la derecha que, según le habían dicho, iba paralelo al otro pero a un nivel más bajo con lo que no podrían verles desde el secadero. Avanzaron pues unos dos kilómetros más y detuvieron el coche.
Se internaron entre la maleza que crecía a la izquierda del camino hasta que divisaron a menos de doscientos metros el viejo secadero de tabaco que servía de cárcel a Marta.
En ese preciso momento el móvil de Marcos comenzó a vibrar en su bolsillo.
─ Al habla Marcos.
─ Mire, tiene que llevar el medio millón de euros a una cabina de teléfonos que hay junto a la Parroquia de la Concepción en la calle Goya. Dentro de tres horas. Deje el maletín y lárguese, después le llamaré para decirle el sitio donde podrá encontrar a su hija. Si aparece la policía ya sabe que no volverá a verla viva. ¿Entendido?
─ Perfectamente ─ fue lo único que pudo articular Marcos, y el sicario colgó.
─ Tengo tres horas para llevar el dinero y aún no lo hemos reunido siquiera. ─ Dijo lleno de preocupación.
─ No creo que haga falta el dinero. ─ Contestó Eduardo ─ Ahora es cuando tenemos que poner los cinco sentidos. Espera a que alguno salga para recoger la pasta y pondremos en práctica un plan que he ido madurando desde que la chica me dio la información.
A los pocos minutos el boliviano salió del secadero, subió a la furgoneta y se alejó rápidamente.
Eduardo le explicó en pocas palabras lo que quería que hiciese Marcos para distraer al otro individuo. Marcos cogió el coche y volvió hasta la encrucijada donde se habían desviado y tomó el camino que llevaba directamente al secadero. Cuando estaba a unos veinte o veinticinco metros caló el vehículo, salió con aire de fastidio y abrió el capó simulando que tenía una avería. El turco le estaba observando desde dentro por una de las rendijas de ventilación. Marcos dio una patada a una rueda del auto en un gesto de cabreo que convenció al secuestrador de que, en efecto, se trataba de alguien que se había perdido y tenía una avería en el coche, y, por otra parte, aquél vejestorio calvo y barrigudo no tenía pinta de policía ni muchísimo menos
Mientras tanto, Eduardo se había acercado a la pared del secadero por la parte opuesta y por un hueco de la misma podía observar perfectamente al turco que en ese momento decidió salir de su escondrijo y dirigirse a Marcos.
─ ¿Es que se ha perdido? ─ Preguntó el facineroso.
─ Pues parece que sí, he debido de equivocarme de camino en la intersección. ─ Explicó Marcos procurando poner un tono de desolación que fuese creíble.
─ Tal vez pueda ayudarle a arrancar el coche si le empujo ─ dijo el otro deseando quitarse de encima a aquel testigo incómodo.
─ De acuerdo, podemos aprovechar que hay un poco de cuesta abajo aquí ─ dijo Marcos y subió al coche mientras el turco se disponía a empujar.
A los pocos metros, el vehículo arrancó y Omar le vio dar la vuelta para , después de pasar a su lado, alejarse mientras pensaba que aquél idiota del coche podría haber tenido teléfono móvil y así no hubiera sido necesario que él se hiciera visible aunque el pobre pardillo no parecía en absoluto peligroso.
Con estos pensamientos volvía hacia la puerta del secadero y, cuando se dispuso a entrar, ¡Plaf!, el estacazo que Eduardo le propinó con un madero que había encontrado tirado en el suelo le pilló en toda la cara y le dejó fuera de combate.
Eduardo le ató de pies y manos y se dispuso a llamar a Marcos mientras buscaba a Marta que debía estar detrás de una pared que dividía el espacio interior de la construcción.
─ Vuelve, colega, que éste ya está soñando con los angelitos. ─ Informó cuando su amigo descolgó.
En la pared había una puerta que estaba cerrada con un cerrojo. Abrió y se encontró con la mirada atónita de Marta que le obsevaba incrédula y aliviada a la vez.
La liberó de sus ligaduras y de la cinta que le tapaba la boca y ambos se fundieron en un beso apasionado que fue la escena que se encontró Marcos cuando llegó jadeante.
─ ¡Vaya! ─ Exclamó ─ ¡Ya sabía yo que no debía dejaros solos!


6
El pasado siempre vuelve

Eduardo telefoneó al inspector Piferrer y le informó del lugar y la hora en que se debía pagar el dinero así como del paradero del turco que seguía en brazos de Morfeo. Le pidió el favor de que dijese que había sido un chivatazo anónimo y le dio las gracias por su inestimable ayuda.
Mientras tanto, padre e hija se abrazaron felices de que todo hubiera quedado en una mala pasada pero sin consecuencias graves para ella.
Sin más dilaciones volvieron a Madrid y, después de devolver el coche, fueron a la estación de Atocha para tomar el AVE que les devolviese a Córdoba.
En la estación, mientras Marcos conseguía los billetes, Marta telefoneó  a Amelia Geltrú para contarle todo lo que había pasado desde el día anterior y Eduardo contactó con Baltasar para agradecerle su magnífica colaboración mediante la que dieron al traste con el secuestro y la policía pudo detener a un par de tipos de lo más peligroso.

* * *
Marta y Eduardo, una vez que sus sentimientos mutuos se hicieron públicos y patentes, decidieron vivir juntos como pareja con el beneplácito expreso de Marcos que no cabía en sí de gozo al ver a su querida hija enamorada de su muy querido discípulo y amigo que le correspondía con un amor visible a todas luces.
Un día desayunando con Marta en el bar Uceda, Eduardo recordó algo que había pasado por alto con la emoción de la liberación de su ahora pareja:
─ Acabo de acordarme, ─ comentó ─ que tu padre me dijo que había conocido a tu amiga hace tiempo.
─ ¿A mi amiga? ¿A qué amiga te refieres?
─ Pues a la de Madrid, a la de la casa de subastas con la que habías quedado para comer el día aquel de marras. ─ Explicó Eduardo.
─ ¡A Amelia! ─ Se sorprendió Marta.
─ Sí, a ella me refiero ─ corroboró él.
─ Pues va a venir a verme uno de estos días.
─ Le preguntaré discretamente a tu padre por si quiere volver a verla. ─ Decidió Eduardo.

Unos días después Marcos quedó con Eduardo en el despacho de la nave:
─ A propósito, Marcos, ─ dijo Eduardo como de pasada  me dijiste que habías conocido a la amiga de Marta en otros tiempos, ¿verdad?
─ Pues sí, ─ contestó con gesto de culpabilidad ─ Tuvimos una corta relación en Brasil hace unos años. En uno de los periodos en que yo desaparecía. Por supuesto fue después de la muerte de mi mujer por si estás pensando que he sido un bígamo…
─ No te preocupes que, aunque así hubiera sido, yo nunca te juzgaría. Ya sabes que no soy así.
─ Pues sí, amigo mío, es una mujer maravillosa a la que dejé plantada porque, como tú, yo no estaba dispuesto a atarme a nadie después de haber enviudado. ─ Confesó Marcos.
─ Pues parece ser que va a venir mañana para vernos a Marta y a mí ─ Dejó caer Eduardo como si tal cosa.
Marcos se quedó pensativo como si estuviese en otro lugar por unos instantes hasta que recobró la palabra y dijo:
─ No sé si sería bueno intentar retomar aquella relación, si ella está dispuesta, ahora que no tengo que preocuparme de cuidar a mi hija.
─ Pues, tú mismo ─ dijo Eduardo e hizo ademán de levantarse para marcharse.
─ Lo consultaré con la almohada y mañana te digo algo. ─ Decidió Marcos.

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