Capítulo
1.- Fray Ciriaco
Amanecía y el frío se adueñaba del
paisaje después de aquella magnífica tormenta acaparadora de la noche con sus
truenos que parecían rodar montaña abajo como si de enormes rocas se tratase. Amanecía
y fray Ciriaco contemplaba desde la angosta ventana de su celda cómo el prado
de los campos que se extendían por la suave ladera que bajaba desde el monasterio
hasta el río se iba coloreando a la vez que el sol asomaba por Levante.
El invierno se resistía a abandonar el
valle donde se erigía el Monasterio de Nuestra Señora de Montes Claros y fray
Ciriaco echaba a volar sus recuerdos de cuando, cada primavera, levantaba el vuelo
como las aves migratorias y se incorporaba a su “otro trabajo”. Un trabajo
mucho más prosaico que el de fraile Dominico, pero no por ello menos importante
y, sobre todo, interesante: el trabajo de camionero, que fray Ciriaco desempeñaba
desde la primavera hasta el fin del otoño para retornar de nuevo al
recogimiento del cenobio, donde pasaba el invierno lejos del mundo y dedicado a
la meditación y a la oración. Le había costado Dios y ayuda convencer al Sr.
Obispo de su diócesis para que le permitiera esta licencia temporal; pero al
final, fue tanta su persistencia, que el Obispo no tuvo más remedio que acceder
a ello.
Fray Ciriaco, Ciriaco Salvatierra Gámiz,
en la vida anterior a su profesión como religioso de la Orden de Predicadores,
era un hombre de unos cuarenta años, pelo y barba castaño oscuro y un rostro
agradable y simpático. Buena estatura, delgado y fibroso como un mimbre y de
carácter extrovertido, con un punto de ironía en sus acciones que le hacía un
ser divertido y de trato agradable.
Nadie hubiera identificado como clérigo
al hombre que bajaba del camión tráiler en aquella área de servicio de la
autopista. Vestía un mono color negro, aunque en su interior llevaba el alba
con la cruz de los dominicos en el pecho, era fray Ciriaco.
Mientras se dirigía hacia el restaurante,
su teléfono móvil comenzó a sonar con aquella original melodía formada por los
trinos de multitud de pájaros cantando en los bosques de robles que rodean el
monasterio.
─ ¡Hola! ¿Quién es?
─ ¡Maldita sea, Siri! ¿Quién va a serr? ─
Escuchó una voz con fuerte acento centroeuropeo.
─ Perdona, Andrey, es que nunca miro el
teléfono antes de descolgar.
─ ¿Se puede saberr dónde estás?
─ Acabo de aparcar en el área de servicio
del kilómetro 68 y voy a comer algo.
─ Sí, tú siempre comerr ─ habló el otro
con voz de cabreo. ─ Pues come deprisa que ya vas tarde.
─ No te preocupes, que sólo será un
bocadillo y una cervecita.
─ Que sea sin alcohol, no vayan a detenerrte
los de la Guardia Civil…
─ Ya, ya, por supuesto, adiós. ─ Y cerró
la comunicación mientras esbozaba una sonrisa burlona.
Eran las cinco menos cuarto cuando fray
Ciriaco (ahora Siri) estacionaba su camión con la trasera abierta y arrimado al
muelle número dos de aquella nave pintada de verde situada en medio del
polígono industrial. Permaneció dentro de la cabina con aire pensativo mientras
alguien se aproximó al vehículo…
─ ¡Hola, Siri! El jefe ya estaba nerrvioso
pensando que no ibas a llegarr a tiempo.
─ Pues mira por donde me ha sobrado un
cuarto de hora.
─ Voy a avisarr para que empiecen a
cargarr la merrcancía, no vaya a ser que aparezcan los vigilantes y la liemos…
─ Sí, date prisa que el ruso tiene muy
mala leche. ─ Comentó jocosamente el fraile.
Casi al instante comenzó a sentir cómo la
carretilla iba depositando los palets con la mercancía dentro de la caja del
camión y en menos de treinta minutos sintió cerrarse la compuerta del muelle
con lo que supo que había terminado la carga. Lentamente separó el tráiler del
muelle, y bajó para cerrar la caja no sin antes echar una mirada a la mercancía
que había de transportar.
─ Otra vez muebles de jardín. ─ Se dijo ─
¿para qué querrán estos rusos tantos muebles de jardín?
En estas andaba cuando la voz de Andrey
le sobresaltó:
─ ¿En qué piensa mi mongue favorrito?
─ Se dice monje y ya no soy monje, soy el
conductor, ¿está claro? y, además, a ti qué te importa si pienso o no pienso. ─
Respondió simulando que estaba malhumorado.
─ Perdone el Monsignore ─ cambió de tono
el ruso ─ y no se cabree.
─ Bueno, ¿adónde llevo la carga?
─ Sal por la nacional cuatro y ya
mandarré un mensaje al móvil.
─ Mandarré, mandarré, se dice mandaré, cretino
─ rezongó el fraile por lo bajo.
Volvió a la cabina y maniobró para
alejarse de la nave.
No habría recorrido ni doscientos metros
cuando el coche de los vigilantes apareció por una esquina.
Y éstos dirán ─ pensó ─ ¿adónde irá este
camión un domingo por la tarde?
Con objeto de no despertar demasiadas
sospechas avivó la marcha para estar lo más pronto posible en la ruta indicada
por el jefe y así comenzó un viaje a ninguna parte a través de la llanura
manchega…
Capítulo
2.- En la carretera
A las nueve y media de la tarde-noche no
había recibido aún el dichoso mensajito y se apartó de la autovía para cenar
algo mientras esperaba que le llegasen instrucciones.
No cabía duda que el ruso (como a él le
gustaba llamarle, porque sabía que le molestaba) era un tío inteligente. Tenía
una docena de naves de similares características y todas pintadas del mismo
color verde repartidas por los polígonos industriales de diferentes ciudades
europeas. En las naves sólo se cargaba o descargaba en domingo para tratar de
que el asunto pasara lo más inadvertido posible. Lo curioso del caso es que ya
había cargado en cinco ciudades diferentes y siempre eran muebles de jardín,
aspecto por el que se sentía intrigado sobremanera y en las largas sesiones de
autopista no dejaba de darle vueltas al tema.
─ Dos huevos fritos con patatas y jamón ─
dijo cuando la camarera se le acercó con su libreta en la mano para tomarle
nota.
─ ¿Y…?
─ ¿Y, qué?
─ ¿Bebida?
─ Ah, sí, cerveza, por favor… sin alcohol
por supuesto y de postre un café cortado con la leche fría y sacarina.
La camarera se alejó despacio en
dirección a la barra y Siri se quedó mirando cómo movía sus caderas
acompasadamente. La verdad sea dicha, las largas temporadas fuera del claustro estaban
empezando a afectar a su celibato aunque él se decía que tenía vocación de
soltero y virgen sin que nadie le obligase y es que con su madre y sus seis
hermanas mayores ya había tenido suficientes mujeres en su vida para que le
dijeran lo que tenía que hacer o no.
Mientras esperaba que la camarera le
trajese la comanda siguió dándole vueltas al asunto de los muebles de jardín.
Lo raro era que nunca había llevado la carga a Rusia y, después de descargar,
le mandaban a un sitio diferente donde le volvían a cargar el camión con muebles
de jardín. Desde que empezó a trabajar para el ruso a principios de la
primavera siempre había cargado y descargado en domingo por la tarde y la
dirección de la carga o descarga le había llegado con el tiempo justo para
llegar a su destino y siempre a través de mensajes de SMS.
La camarera se presentó con los huevos y
un tercio de cerveza sin alcohol.
─ Que le aproveche ─
dijo cortésmente ella.
─ ¡Gracias, guapa! ─
contestó lacónicamente.
Mientras daba cuenta del plato de huevos
fritos sintió una vibración en el bolsillo donde llevaba el teléfono.
Interrumpió su comida y sacó el móvil para leer el mensaje:
“Ve hasta Palma del Río, que está en la
provincia de Córdoba, y deja el tráiler en el aparcamiento de camiones hasta
nueva orden”, rezaba textualmente.
Eran las doce y diez de la noche cuando
Siri entraba con su camión en el aparcamiento de vehículos pesados de Palma del
Río y, una vez rellenada la ficha de entrada en la garita del vigilante, se
dirigió al Hostal Zamora que le había recomendado José Ramón, que así se
llamaba el vigilante nocturno del aparcamiento. Se registró en el hostal y se
fue a dormir, porque estaba francamente cansado después de haber conducido durante
bastantes horas.
El lunes y el martes los dedicó a visitar
la ciudad que, aunque pequeña, tenía una zona monumental muy limpia y cuidada
donde destacaba la Iglesia de la Asunción, el Convento de Santa Clara con su
claustro mudéjar y el Monasterio de San Francisco que, aunque convertido en
hotel, le recordó su lugar de recogimiento invernal. El miércoles y el jueves
los pasó deambulando por la ciudad y conversando con los parroquianos de
algunos bares disfrutando del gracejo andaluz y la riqueza de vocabulario local
de estas gentes del sur, tan diferentes a sus conciudadanos de Cantabria. El
viernes paseó por el polígono industrial, donde estaban situados tanto el
hostal como el aparcamiento de camiones y el sábado, mientras daba cuenta de su
almuerzo, llegó el esperado mensaje del ruso.
“Manana a las cinco de la tarde en la
nave del polígono industrial de Faro en Portugal”
─ Manana, manana, este tío seguro que no tiene la eñe
en su teléfono el muy… ruso ─ se dijo casi en voz alta, que
hizo al camarero volverse hacia él para preguntarle si necesitaba algo.
Capítulo
3.- Nueva ruta
El
domingo por la mañana estuvo revisando el camión para evitar tener
contratiempos en el viaje. Lo lavó y llenó el tanque de gasoil en el surtidor
del propio aparcamiento.
Almorzó
temprano y se despidió del hostal a eso de la una y cuarto del mediodía y en
pocos minutos tomaba la carretera de Écija para llegar a la autovía en
dirección a Sevilla. A las cinco menos cinco estacionaba el tráiler en el
muelle número dos (como de costumbre) de la nave pintada de verde del polígono
industrial de Faro.
─ ¿Tú serr Siri? ─ Preguntó
un individuo con acento del este.
─ Yo serr Siri ─ Contestó
divertido en tono de chanza.
El
otro no entendió la ironía y se fue para avisar que el camión estaba en
posición y listo para la descarga.
De
nuevo comenzaron los ruidos de la carretilla descargando los palets con las
cajas de muebles de jardín y de nuevo el sonido de la persiana del muelle al
cerrarse le corroboró que la descarga había terminado.
El
mismo sujeto que le había recibido volvió a acercársele cuando estaba cerrando
la caja del camión.
─ Tú ir a Bailén y allí llamarr Andrey ─ dijo y se dio media vuelta para volver al interior
de la nave.
─ Éste habla poco y mal ─ se
dijo ─ y, además no sabe ni saludar cuando llegas ni decir
adiós cuando te vas. ¡Valiente gente ésta con la que estoy trabajando este año!
Había encontrado el trabajo de conductor a
través de un anuncio del periódico y, desde el principio, tanto la catadura del
jefe, como la de la mayor parte de sus satélites le habían tenido intrigado.
Por precaución les había dicho que, aunque en sus papeles decía que era un
eclesiástico, ya no era monje y había estado en un país africano trabajando
como cooperante durante el último año.
Volvió pues sobre sus pasos hasta la
sevillana ciudad de Écija y, desde allí, continuó en dirección a Córdoba
parando para cenar y pernoctar en Cerro Perea que es una pedanía situada a unos
seis o siete kilómetros de la “Ciudad de las Torres”.
Se levantó temprano y a las diez de la
mañana ya estaba en Bailén. Aparcó y, sin bajarse siquiera, llamó al teléfono del
ruso:
─ Privet ─ habló una
voz que en seguida identificó como la de Andrei.
─ Ruso, soy yo, Siri. Ya estoy en Bailén.
─ No me llames “ruso”, mío nombre es Andrey, Andrey
Antonov.
─ Bueno venga, perdona ruso, quiero decir, perdona,
Andrey. ¿Qué tengo que hacer ahora?
─ Ahora tú llevarr camión a Guarromán y allí aparcarr
en área de servicio. En bar hay una llave de coche para volverr a Madrid.
─ De acuerdo, jefe, quiero decir, Andrey Antonov. ─ Se despidió con ironía.
Reanudó la marcha para arribar a
Guarromán a la hora de comer, pero antes de recoger las llaves del coche en el
bar revisó la caja del camión por si había que limpiar algo.
─ ¡Vaya! Ya han derramado algo en el fondo. Mira que
son chapuzas los carretilleros.─ Pensó mientras subía a la caja con la escoba
y el recogedor. ─ Pero este polvillo no es de los
muebles a no ser que tengan carcoma… Esto debe ser azúcar o algo parecido. ¿No
será cocaína? ─ Se preguntó en voz alta. ─ Voy a tomar una muestra por si acaso, no vaya a ser
que me conviertan en el “fraile narcotraficante” estos rusos del demonio.
En un pañuelo de papel envolvió una
pequeña cantidad del polvo que había encontrado y el resto lo barrió hasta
dejar la caja del camión como los chorros del oro.
Cerró el camión y cogió su bolsa de viaje
para dirigirse al bar a intercambiar las llaves y comer algo antes de viajar a
Madrid.
El camarero le recogió las llaves del
camión y le dio una de un Peugeot indicándole el lugar donde estaba aparcado.
Almorzó sin poderse quitar del
pensamiento lo que había encontrado en el camión y, en el caso de que fuera una
droga, los problemas que podría acarrearle. Pagó la comida y salió para subir al coche y volver a casa de su
hermana la mayor que vivía en Madrid.
Capítulo
4.- ¡Cocaína!
El
coche era bastante nuevo y en menos de tres horas estaba aparcando en el garaje
de la casa de su hermana Aurelia. Subió en el ascensor hasta la sexta planta y
llamó al timbre.
─ ¡No me lo puedo creer! ─
Exclamó su hermana a la vez que abría la puerta ─
¡Si es Fray Ciriaco en cuerpo y alma! ¡Dichosos los ojos que cada día te vendes
más caro, hermanito!
─ Ea ─ contestó
mientras la abrazaba ─ ahora me vas a ver al menos
durante unos días porque vengo a gorronear un tiempo.
─ Ya sabes que mi casa es tu casa y te puedes quedar
el tiempo que quieras.
─ Con permiso de tu marido, ¿no? Por cierto, ¿sigue Miguel
trabajando en ese laboratorio de farmacia?
─ Por suerte sigue trabajando, pero ¿quién te ha
abierto?
─ Pues la llave del garaje que me diste la última vez
que estuve aquí.
─ Vaya por Dios y yo todavía la estoy buscando y
echándole la culpa al bendito de mi marido…
Los dos hermanos siguieron conversando y
contándose mutuamente cosas que habían sucedido desde que se vieron por última
vez. La puerta del piso se abrió dando paso a Miguel, el marido de Aurelia, que
abrazó efusivamente a su cuñado en cuanto le vio.
La cena transcurrió en medio de una
animada conversación sobre la familia, a la que Siri no veía desde hacía más o
menos un año, pues aunque no vivían lejos del monasterio, como él solo estaba
durante el invierno y se pasaba el tiempo incomunicado por la nieve, le era
materialmente imposible ir a verles.
Al acabar la cena en un aparte con su
cuñado, le habló de su preocupación por el polvillo blanco que había encontrado
dentro de la caja del camión. Miguel se quedó con la muestra para hacer un
análisis al día siguiente en el laboratorio donde trabajaba.
La mañana del lunes se le hizo eterna
esperando que su cuñado volviese del trabajo. Miguel llegó a la casa antes que
su mujer y le dijo:
─ Esto debe saberlo también tu hermana porque el polvo
en cuestión es cocaína de gran pureza.
El fraile estuvo de acuerdo y así, cuando
ella llegó, la pusieron en antecedentes. La mujer se asustó al principio, pero
reaccionó inmediatamente:
─ Tengo una compañera de trabajo que es muy discreta y
está casada con un inspector de policía y, si quieres, le puedo decir que le
hable de reunirte con su marido para consultarle profesionalmente sobre un
asunto complicado.
En eso quedaron y siguieron hablando de
cómo se podría denunciar a los rusos sin que levantaran el vuelo antes que les
detuvieran con el consiguiente peligro para la integridad física del fraile.
El martes, al volver Aurelia del trabajo,
Miguel y Ciriaco la estaban esperando como quien espera el maná.
─ Mi compañera hablará con su marido y esta tarde me
llamará por teléfono para concretar la cita ─
dijo del tirón, como si se lo hubiera aprendido de memoria.
El almuerzo transcurrió conversando sobre
la manera de presentarle el caso al policía y decidieron que lo mejor era
contarle las cosas tal cual sin adornarlas de ninguna manera.
Aurelia era una mujer de unos cincuenta
años. Morena de pelo y blanca de piel, como muchas mujeres del norte. Medía metro
setenta y, aunque no eran de una espectacular belleza, podría decirse que era
guapa con un tipo más que bien formado.
Miguel, su marido, era unos siete u ocho
años mayor que ella. Calvo y con gafas que ocultaban a medias unos ojos vivaces
que denotaban una inteligencia más que notable. Metro setenta y cinco de
estatura, complexión atlética, aunque mostraba una barriga que denotaba la
falta de ejercicio físico.
Fray Ciriaco por su parte se parecía
mucho a su hermana, aunque era notablemente más alto. A sus cuarenta años se
mantenía en una forma física envidiable, seguramente por el depurativo que
suponía pasar los inviernos en el monasterio.
A eso de las cinco de la tarde sonó el
teléfono y lo cogió Aurelia. Conversó rápidamente con quien la llamaba y colgó.
─ Ciriaco, el marido de mi compañera te espera en la
comisaría del barrio a las doce de la mañana. Pregunta por el inspector Enrique
Piferrer. ─ Relató como de pasada y aparentando no estar
preocupada para luego continuar viendo la televisión.
Capítulo
5.- Al habla con la policía
─ ¡Buenos días! Vengo a ver al inspector Piferrer, Enrique
Piferrer ─ dijo en el mostrador de “información” a la
funcionaria que lo atendía.
─ Dígame su nombre, por favor.
─ Ciriaco Salvatierra.
─ Sí, ─ dijo ella
después de mirar una lista que tenía encima de la mesa ─ le espera en su despacho. Siga el pasillo de
enfrente y la segunda puerta a la derecha.
Ciriaco
siguió las instrucciones que le había dado la mujer y llamó a la puerta del
despacho:
─ ¡Adelante! ─ Sonó una voz
bien timbrada desde dentro.
Entró
y se encontró en un pequeño despacho en el que un hombre de unos cincuenta años
se afanaba por dejar espacio en una mesa que parecía pequeña para albergar tal
cantidad de papeles.
─ Perdone el desorden, pero no me da tiempo de
archivarlo todo. ─ Se disculpó y, levantándose, le
tendió la mano mostrando una afable sonrisa ─
Soy Enrique Piferrer y Vd. debe ser el hermano de Aurelia, ¿no?
─ Efectivamente, mi nombre es Ciriaco Salvatierra.
Ciriaco
expuso rápidamente y con precisión el asunto que allí le traía contándole todo
lo sucedido desde que leyó el anuncio del periódico hasta el momento en que
encontró la cocaína en el camión.
El
policía escuchó atentamente lo que fray Ciriaco le contó y, cuando terminó la
narración de los hechos, se quedó un rato callado como rumiando una respuesta
ante la ansiosa mirada del monje.
─ Creo que lo mejor que podemos hacer ─ comenzó diciendo ─ es
esperar a que le hagan un nuevo encargo y tomar medidas entonces, no obstante
consultaré el caso con el Comisario jefe y me pondré en contacto con Vd. a
través de su hermana Aurelia.
Ciriaco
salió de la comisaría como si le hubieran quitado un peso de encima.
─ ¿Por qué no podía conformarse con ser un fraile como
todos los demás y no estaría metido en un asunto tan turbio y peligroso? Bueno,
Dios aprieta, pero no ahoga y seguro que saldría con bien del trance, sobre
todo con la ayuda de la policía. ─ Pensaba
mientras se dirigía a casa de su hermana.
Antes de llegar a la vivienda, se paró en
un bar donde había ido a desayunar los días que llevaba en Madrid. Se sentó en
la barra, pidió un vermut y unas aceitunas y se puso a mirar el periódico.
Cuando llegó a las noticias
internacionales, se quedó sin habla contemplando una fotografía que aparecía en
gran formato.
─ ¡No podía ser! El ruso estaba en un segundo plano
acompañando al personaje que, según el pie de foto, era un magnate del petróleo
que llegaba al aeropuerto Adolfo Suárez de Barajas para entrevistarse con
empresarios españoles. ─ Su cabeza se convirtió en un
hervidero de ideas contradictorias que amenazaban con partirle el cráneo.
Poco a poco se fue serenando y se
convenció de que el ruso tendría como él mismo una doble vida y, además de
narcotraficante, era ocasionalmente guardaespaldas de aquel fulano.
Apuró el vermut, pagó la cuenta y retomó
el camino hacia la casa de su hermana.
En el kiosco de prensa más cercano compró
un ejemplar del mismo periódico para informar a su hermana y a su cuñado de lo
que había descubierto.
Una vez compartida la información y, a
través de la compañera de su hermana, se comunicó telefónicamente con el
inspector Piferrer a quien dio debida cuenta de quién era el ruso. Quedaron en
volver a verse si surgía alguna novedad y así se quedó más tranquilo, aunque
por la noche le fue imposible conciliar el sueño, dando vueltas y más vueltas a
todo lo sucedido durante el día.
Al día siguiente recibió a través de su
hermana una información de la policía que le venía a confirmar que el trabajo
de guardaespaldas era sólo una tapadera de Andrey y que no tenía nada que ver
con el magnate a quien acompañaba.
Capítulo
6.- El principio de la solución
Llevaba
ya diez días en casa de su hermana cuando sonó su teléfono móvil. La voz de
Andrey le volvió de golpe a la realidad que había conseguido adormecer durante
los últimos días:
─ ¿Cómo estarr mi mongue favorrito?
─ Muy bien, Andrey, ¿qué hay de nuevo? ─ No tenía ganas de corregirle la pronunciación y su
tono de voz era menos afable que de costumbre.
─ Mañana miérrcoles cambia coche por camión en nave
polígono Leganés, ¿entendido?
─ Entendido ─ fue la
escueta respuesta
─ ¿Te pasa algo? ─ Inquirió
el otro.
─ No, nada, ¿Por qué?
─ Como no me has llamado “ruso”…
─ Es que no he dormido bien ─ mintió.
─ Bien, hasta mañana.─ y
cortó la comunicación.
Esperó impaciente y nervioso a que
llegaran su hermana y su cuñado para comunicarles que volvía al trabajo y para,
a través de la amiga de Aurelia, ponerlo en conocimiento del Inspector
Piferrer.
El inspector le comunicó que la Guardia
Civil le pararía cuando saliese con el camión, pero que no se mostrase nervioso
por si le vigilaban los rusos. Sólo era para, simulando que le pedían los
papeles de camión, colocarle un dispositivo para poder rastrearle después.
El miércoles a las once de la mañana
llegaba a la nave y allí cambió la llave del coche por las del tráiler y salió
para buscar la M-40 y dirigirse a Vigo que era el destino donde debería estar
el domingo a las cinco de la tarde según le indicó uno de los rusos.
A menos de trescientos metros de la nave
le dio el alto la pareja de motoristas de la Guardia Civil con quienes departió
de cosas intrascendentes mientras les mostraba los papeles, el disco del
tacógrafo y les abría la caja donde no había nada de nada pues el camión iba de
vacío.
Por más que intentó estar tranquilo no lo
consiguió durante las tres primeras horas de conducción y a eso de las dos y
media se apartó de la autovía para almorzar cumpliendo el tiempo de descanso
como mandan los cánones.
Comió y se acostó en la cabina para
tratar de dormir una corta siesta pero le fue totalmente imposible dado el
índice de excitación y nerviosismo que le atenazaba. Trató de tranquilizarse
acordándose de que el policía le dijo que no tenía nada que temer, que le
detendrían con todos los demás pero luego a ellos les dirían que le habían
mandado a otra cárcel.
Hizo noche en Astorga y allí decidió
quedarse hasta la mañana del domingo. Como siempre que pasaba varios días en un
lugar, se organizó una visita turística para ver la Catedral, el Palacio
Episcopal con el Museo de los Caminos, la Casa Granell y los restos romanos.
Después hizo “el paseo de los bares”,
como él solía llamarlo, para conversar con las gentes del lugar que, aunque del
norte, eran bastante diferentes de los de su tierra cántabra.
Tal vez por las caminatas que se dio o
por la falta de sueño, la noche del sábado consiguió dormir al menos seis horas
que le sirvieron para levantarse el domingo en buena forma tanto física como
mental.
Cavilando en lo que se le venía encima,
pasó el tiempo que tardó hasta las cercanías de Vigo, donde paró para comer
aunque el miedo que tenía en el cuerpo no le dejó casi probar bocado, con la
consiguiente desazón del camarero que pensaba que no le había gustado el menú.
Por fin, a las cinco menos diez aculaba
el camión en el muelle número dos de la nave del ruso y permaneció en la cabina
esperando que alguien saliera.
Fue el mismísimo Andrey quien se acercó
por la puerta contraria al conductor y la abrió de pronto dándole un susto de
muerte.
─ ¡Privet! ─ Dijo
mirándole con curiosidad ─ No soy el diablo para que mi
mongue favorrito se quede blanco como pared.
Siri se recuperó como pudo y rezongó:
─ Te he dicho que ya no soy monje y tú podías llegar
como todo el mundo y no de esa manera tan brusca.
─ Te veo un poco nerrvioso, Siri, no me estarrás
engañando en algo, ¿verrdad?
─ No me estarrás engañando tú a mí, ¿verrdad? ─ Le remedó tratando de mostrarse como en él era
habitual.
─ Vamos a la oficina tengo que pagarrte. ─ Terminó el ruso y sin volver la cara atrás se
dirigió a la nave.
El fraile salió de la cabina y le siguió
a pocos metros. Con la intensidad de lo vivido en los últimos días no se había
dado cuenta de que ya había cumplido otro mes de trabajo, el quinto con aquella
gente, puesto que estaban a primeros de Septiembre.
Al llegar a la oficina se sorprendió de
que hubiera tanta gente allí, pero en principio no se preocupó demasiado habida
cuenta que era día de cobro.
─ Firma la nómina del mes y Vitaly te darrá tu sobre.
El tal Vitaly era el compañero
inseparable de Andrey y siempre tenía cara de pocos amigos, pero aquella tarde
le pareció que se acrecentaba su aspecto de patibulario.
Firmó y recibió su sobre. Cuando estaba
comprobando el contenido, Andrey le comentó como de pasada:
─ En este viaje llevarr de acompañante a Bogdan para
no tenerr que parar.
A Siri le pareció extraño que le pusieran
un compañero y más al ver la cara de sorpresa del tal Bogdan cuando oyó lo que
decía su jefe. Decididamente el ruso ya no confiaba en él después de observar
cómo se sobresaltó al verle en el muelle de carga y por eso le había puesto una
“niñera” para vigilarle. Lo malo era que no podía avisar a la policía del
cambio que había sufrido la operación. De todas formas la cosa no tenía
solución y tendría que seguir adelante.
─ Mi mongue mucho pensativo ─ dijo Andrey.
─ Es que no me has dicho todavía adónde voy,… mejor
dicho, adónde vamos.
─ No preocupes, ya sabes, mandarré mensaje a móvil.
─ Pero ¿qué carretera tengo que tomar?
─ Voy a hablar con Bogdan y te digo.
Los dos rusos desaparecieron de su vista
entrando en el cuarto de herramientas y cuando salió Bogdam le dijo:
─ Volverr Madrid y seguir por carretera nacional dos
para Barcelona.─ Y salió en dirección al camión.
Al cabo de un par de horas el teléfono
vibró. Miró el mensaje que decía “Amsterdam” y así se lo comunicó a Bogdam que
no hizo ni un gesto y siguió conduciendo. Como iban turnándose en la tarea,
hicieron noche en un área de servicio a la altura de Lleida.
Capítulo
7.- El desenlace
Le
dijo a Bogdam que llenase el depósito de carburante, mientras él pagaba las
habitaciones del hostal y llamó por teléfono a su hermana.
─ Aurelia, dile al inspector Piferrer que estoy en
Lleida camino de Amsterdam con el camión cargado, pero me han puesto un
acompañante. Creo que el ruso no se fía de mí porque me encontró muy nervioso
cuando llegué a Vigo.
─ ¡Dios mío, Ciriaco! ¡Ten mucho cuidado! Y no te
preocupes que le llamaré ahora mismo.
Salió
del hostal procurando disimular la excitación que le hacía temblar por dentro y
se dirigió a la gasolinera para subir a la cabina por la puerta del
acompañante.
─ Hoy empieza tú y luego yo te relevaré ─ le dijo a Bogdan.
Salieron
del área de servicio y enfilaron la dirección de Barcelona con objeto de pasar
frontera antes de la hora de almorzar. Su cabeza no paraba de hacer conjeturas
acerca de lo que estaría haciendo la policía y dónde les detendrían para
registrar el camión.
Después
tomaron por la C-25 para ir a La Jonquera, sin pasar por la Ciudad Condal y así
hacer el camino en unas tres horas y media sin necesidad de cambiar de
conductor.
Pasaron
Manresa, Vich y Girona y, cuando estaban a punto de entrar en la aduana, se
encontraron con el dispositivo que había dispuesto la Guardia Civil, que tenía
parados ya a tres vehículos pesados. Les hicieron señas de que se detuviesen y
observó cómo la cara de su acompañante se ponía cenicienta y su cuerpo comenzó
a temblar.
─ Bajen de la cabina y abran la puerta de la caja. ─ Dijo amablemente el sargento de la Guardia Civil que
se acercó a la ventanilla del conductor
Ambos bajaron y se dirigieron a la parte
trasera seguidos por el sargento y dos guardias más que no dejaban de
encañonarles. Siri no sabía si las piernas le iban a sostener porque temblaba
de pies a cabeza. El otro estaba tres cuartas de lo mismo; así que, cuando
llegaron a la puerta trasera, no conseguía meter la llave en la cerradura. Al
fin y con miles de fatigas consiguió abrir y mostrar la carga que iba
perfectamente paletizada y amarrada para que no se moviera.
─ Que traigan el perro ─
solicitó el sargento y uno de los guardias fue a buscar el animal que estaba
entrenado para detectar la droga.
En
unos minutos, que a Siri se le hicieron eternos, volvió con un perro pastor
alemán que, a una seña de su conductor, subió ágilmente a la plataforma de la
caja y comenzó a olfatear la carga. Al principio no pasó nada pero al poco
tiempo el animal comenzó a mostrarse excitado y el sargento dio una orden:
─ ¡Apoyen las manos sobre el camión y separen las
piernas!
Entonces
fue cuando Bogdam cometió la imprudencia de tratar de salir corriendo. Uno de
los guardias le dio el alto dos veces y, como no obedecía, una corta ráfaga de
su arma reglamentaria dejó al ruso en el suelo retorciéndose de dolor y
agarrándose una pierna que sangraba abundantemente.
El
fraile estaba como petrificado y se dejó poner las esposas para a continuación
ser conducido al interior del coche de atestados.
Allí
permaneció por un tiempo medio atontado y con el corazón en un puño, escuchando
cómo llegaba la ambulancia para trasladar al herido.
En la Comisaría de Girona, fray Ciriaco
esperaba taciturno sentado en una silla
de la sala de interrogatorios. Le habían llevado un bocadillo y una lata de
coca cola para que comiese algo, pues les había dicho que aún no había
almorzado.
A eso de las cuatro de la tarde la puerta
se abrió dando paso al inspector Piferrer acompañado de otra persona.
─ Siento mucho que haya habido que tratarle como a un
delincuente, pero era fundamental que su compañero de viaje no sospechara de
Vd. ─ Se disculpó el policía, y continuó. ─ Este señor es el Comisario jefe de los Mossos de
Escuadra de Girona, que desea hacerle algunas preguntas para elaborar su propio
informe. ¡Ah! Y por el ruso y sus matones no tiene que preocuparse que ya están
todos entre rejas.
Epílogo
Las
vacas se desperdigaban pastando en el prado que, por la suave ladera, descendía
desde el Monasterio de Nuestra Señora de Montes Claros hasta el río que,
mansamente, discurría por el fondo del valle mientras una ligera llovizna
mojaba la dorada luz del atardecer otoñal.
Fray
Ciriaco desde la angosta ventana de su celda las miraba sin verlas pues su
pensamiento recorría, como si de un camino se tratase, el periplo completo de
su último año como camionero. Había vuelto al convento antes que en otras
ocasiones para pensar sobre lo acaecido y sobre las decisiones que debía tomar
en el futuro. Su familia le había aconsejado que dejase ya esa doble vida que
había estado a punto de acarrearle la muerte; pero, como le conocían, no tenían
muchas esperanzas de que hiciera caso. Decidió pues ponerlo en manos del Supremo
Hacedor y esperando una señal suya se refugió en el monasterio para rezar y
meditar como había hecho durante los últimos quince años.
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