Capítulo 1.- Maldito sueño
Llevaba ya dos días siguiéndole la
pista y no había podido descansar. Los párpados le pesaban como si fuesen de
plomo y, en un momento dado, no pudo resistirse más y se quedó dormido como un
tronco sobre el velador de aquel bar de mala muerte donde había picado su
puesto de vigilancia.
Un ruido de arrastre le despertó de su
sopor. El camarero había colocado las sillas sobre las mesas y estaba barriendo
lo que los parroquianos habían tirado al suelo. Al ver que levantaba la cabeza
y abría los ojos, se dirigió a él y le dijo:
─ El vecino de enfrente ha venido y me
ha pagado su cuenta,… dice que ya se la cobrará a Vd.
─ ¿El vecino de enfrente? ─ preguntó
incrédulo.
─ Sí, un sujeto bastante mal encarado
que vive en aquel piso ─ indicó el camarero señalando una ventana de la primera
planta del bloque de la otra acera.
Tomás despertó a la realidad y sacudió
la cabeza como si así pudiera alejar de sí los restos del sueño en que había
estado sumido. Dio las gracias al barman por el mensaje y salió como un tiro en
dirección al bloque de enfrente. Subió los escalones de dos en dos y aporreó la
puerta número tres. Nadie contestó a su llamada, por lo que decidió entrar
forzando la cerradura.
Una vez dentro, comprobó que sólo había
una cama con las sábanas revueltas, una mesa y dos sillas. Abrió una de las dos
puertas del fondo y pudo comprobar que una era un armario totalmente vacío y la
otra daba al baño: el pájaro había volado.
Cuando estaba abriendo la puerta para
salir, observó un trozo de papel que había quedado adherido bajo la madera, lo
cogió y pudo ver que era un billete de autobús, concretamente de la línea número
dos y correspondía al día anterior, pero el día anterior el individuo no había
salido de su casa porque le tuvo vigilado día y noche. Trató de recordar las
personas que habían entrado o salido del bloque y llegó a la conclusión de que
sólo una rubia, embutida en un abrigo de cuero negro, era la persona que había
entrado y salido a eso de las ocho de la tarde. No le vio bien la cara, pero
era su única pista para volver a localizar a su presa.
Capítulo 2.- El Barón
Todo comenzó cuando el Barón de Nalgazurda,
don Eufrasio Pérez de la Puerta y López de Palma, entró en su pequeño despacho
y le encargó la vigilancia de su esposa, (la tercera y mucho más joven que él
y, sobre todo, más guapa, pues el Barón era calvo, ojos saltones y nariz aguileña,
buena estatura pero bastante encorvado, por lo que su atractivo residía sin
duda en su fortuna). Sacó un sobre con las instrucciones, y una foto de
la esposa y un fajo con cien billetes de doscientos euros para los primero
gastos, diciéndole que le tenía reservado otro con el doble de dinero, si
conseguía pruebas de que su mujer le engañaba.
Ante tal despliegue de dinero, Tomás no
lo pensó ni un instante y aceptó el encargo considerando que los cuarenta mil
euros restantes estaban ya en su más que miserable cuenta corriente.
Lo que no podía saber nuestro detective
(estatura mediana, porte atlético venido a menos, cabello poblado de canas,
ojos azules de mirada franca e inquisitiva a la vez y un rostro agradable, pero
con barba de varios días), era lo escurridiza que podía ser la esposa del Barón
que, sistemáticamente, se le escapaba cada día cuando pretendía seguirla.
Al cabo de una semana (su cerebro
estaba un tanto oxidado por la falta de uso) descubrió cómo conseguía ella
darle esquinazo: la señora entraba cada día en una tienda diferente y no volvía
a salir. Primero pensó en una salida trasera, pero como no había tal, llegó a
la conclusión de que ella se disfrazaba y volvía a salir por la puerta sin que
él la reconociera.
Una vez descubierta la estratagema de
la señora Baronesa, se puso manos a la obra para solucionar el problema. Inició
el seguimiento acompañado de su amiga Matilde, que penetró en la tienda detrás
de ella y se apostó disimulando frente al probador que la Baronesa utilizaba
para cambiarse. Cuando la vio salir completamente transformada hizo un llamada
a Tomás indicándole cuál era el nuevo aspecto de la disfrazada.
Él que había cambiado también su cara
con un bigote y gafas oscuras amén de una peluca sin canas, salió en pos de la
Baronesa y así pudo seguirla hasta un pequeño hotel donde ella penetró
resueltamente.
Tomás esperó un tiempo prudencial y
entró para dirigirse al mostrador de recepción donde le aguardaba un empleado
con una sonrisa de oreja a oreja (el hotel no debía tener demasiados clientes).
Capítulo 3.- Primeras informaciones
─ Perdone señor, ¿necesita una
habitación?_ preguntó el empleado amablemente.
─ No, pero sí necesito cierta
información_ dijo poniendo un billete de
cincuenta euros encima del mostrador.
El recepcionista aumentó si cabe la
amplitud de su sonrisa al par que se apoderaba del dinero.
─ Vd. me dirá, soy todo suyo.
─ Pues quisiera saber varias cosas…
─ Dispare.
─ ¿Quién es la dama que acaba de
entrar?_ preguntó Tomás retóricamente.
─ Ah, la pelirroja. Es una prostituta
que ha pedido discretamente el cliente de la habitación ciento diez.
─ ¿Y puedo saber quién es ese cliente?
El recepcionista volvió a sonreír.
─ Eso le costará otros cincuenta pavos.
─ Ya sabía yo que Vd. no era amante del
dinero ─ ironizó Tomás poniendo encima del mostrador otro billete.
─ Pues el cliente en cuestión se llama
Alberto Díaz de Rábano, pero se aloja con el nombre de Antonio Pérez.
A Tomás no le dijo nada el nombre, pero
disimuló y siguió insistiendo.
─ ¿Y cada cuánto tiempo se suelen ver
aquí?
─ Eso se lo voy a decir gratis: él se
aloja todos los miércoles y ella viene si yo la llamo de su parte.
─ ¿Y
eso?
─ Pues que, a veces, pide otra que es
rubia o bien pide la morena…
─ ¿Hay tres?
─ Sí señor, hay tres y, si tiene más
preguntas, tendrá que volver a pagar.
Tomás negó con la cabeza, se dio media
vuelta y salió a la calle para llamar a un taxi y volver a su apartamento.
Entró en su casa cuando el teléfono empezó a vibrar en su bolsillo. Era Matilde.
─ ¿Cómo ha ido la cosa?
─ Pues
acabo de llegar al piso, me doy una ducha y nos vemos en el Chaplin para tomar
una copa mientras te lo cuento.
─ De acuerdo, nos vemos en una hora,
¿no?
─ En una hora ─ confirmó Tomás y se
quedó pensando en Matilde. (Morena con el pelo cortado a media melena, ojos
verdes enormes, nariz respingona y boca generosa en la que siempre bailaba una
sonrisa, menuda, pero con un cuerpo muy bien formado).
Tomás llegó primero y se instaló en una
mesa que estaba un tanto apartada del resto para evitar, en lo posible, que
nadie pudiera escuchar la conversación que iba a tener con Matilde.
Pasados unos quince minutos llegó ella
que inmediatamente se dirigió a la mesa que él ocupaba.
─ ¡Vaya, este es el rincón más apartado
del bar! ─ dijo a modo de salutación.
─ Es que no quiero testigos a la hora
de tirarte los tejos ─ bromeó Tomás.
Matilde se puso colorada hasta la raíz
del cabello. No esperaba que Tomás le dijera tal cosa y se delató por completo,
aunque él no pareció darse cuenta de nada.
─ Este tío es tonto de remate ─ pensó Matilde para sus adentros.
─ Bueno, siéntate y pediremos algo
antes de que te cuente lo sucedido.
El camarero, a una seña de Tomás, se
acercó a la mesa. Pidieron unas copas y
le contó de pe a pa todo lo que había pasado desde que comenzó a seguir a la
Baronesa a la salida de la tienda de ropa.
─ De manera que hay una morena y una
rubia que también se las traen con ese tal Alberto ─ comentó Matilde, después
de escuchar atentamente toda la narración.
─ Efectivamente, y tú me vas a ayudar a
buscar información sobre ese tipo.
─ ¿Y tú qué me darás a cambio? ─ preguntó
ella tirándose al vacío.
─ Pues, en primer lugar te voy a
invitar a cenar y luego podemos ir a cualquier lugar que te guste.
Matilde estuvo a punto de decir: “A tu
apartamento”, pero se detuvo a tiempo y sólo comentó.
─ De acuerdo, pero ese sitio me lo iré
pensando mientras cenamos, ¿te parece bien?
Tomás pagó la cuenta y juntos
abandonaron el local. Ya en un taxi se dirigieron a un coqueto restaurante del
barrio residencial, donde la cena era ambientada con música en vivo e incluso
se podía bailar.
Capítulo 4.- En su propia trampa
Cenaron bajo la tenue luz del
restaurante acompañados por música romántica. Tomás había estado media tarde
maquinando la forma de conseguir que Matilde estuviera dispuesta a pasar la
noche con él, (¡pobre inocente!).
Tras los postres bailaron pegaditos del
todo y sintiendo cada cual los temblores de deseo del otro.
Al salir tomaron otro taxi y Tomás le
dio la dirección de su apartamento. Matilde no dijo nada y sólo apoyó su cabeza
en el hombro de él.
Cogieron el
ascensor y, antes de llegar a la quinta planta, ya se habían arrancado la mayor
parte de la ropa mientras se besaban apasionadamente. (Es curiosa la habilidad
que se suele tener para desvestir a la otra persona en esos momentos de lujuria
extrema).
Salieron del ascensor recogiendo la
ropa para taparse con ella y llegar al apartamento sin mostrar sus cuerpos
desnudos a posibles miradas curiosas.
No voy a hacer aquí una prolija
descripción de la apasionada y tumultuosa noche que pasaron, pero el ardor fue
tal que terminaron exhaustos y abrazados durmiendo hasta mediada la mañana.
Matilde abrió lentamente sus ojos
pensando que todo había sido un sueño y cuando terminase de despertar se
mostraría la cruda realidad, pero no, aquel dormitorio no era el suyo y el
cuerpo que dormía desmadejado junto a ella era el de Tomás, como tantas veces
había deseado. La verdad es que no tenía demasiado claro lo que había sucedido
a partir de que se pusieran a bailar, pero estaba segura de que había merecido
la pena. Se levantó de la cama procurando no despertarle y buscó el baño para darse una ducha.
Tomás sintió que ella se levantaba y
simuló que seguía dormido y por eso, cuando Matilde volvió de la ducha liada en
una toalla, se dio la vuelta y, cogiéndola desprevenida la echó sobre la cama
para repetir lo que tanto habían disfrutado durante la noche.
Capítulo 5.- El personaje
El resultado que arrojó la
investigación de Matilde fue el siguiente:
Alberto Díaz de Rábano era un gigoló de
tomo y lomo que, según sus informadores, se dedicaba a “consolar” a las señoras
de alto copete que requerían sus servicios.
Cuando Matilde compartió lo investigado
con Tomás, llegaron a la conclusión de que la señora Baronesa se hacía pasar
por prostituta para disimular ante el personal del hotel cuando iba a ponerle
la cornamenta a su señor esposo, y la rubia y la morena hacían otro tanto con
sus respectivos.
El asunto estaba en pillarles “in
fraganti” para recabar alguna prueba fotográfica y cobrar la recompensa
ofrecida por el Barón.
Dicho y hecho, Tomás salió a la calle y
se dirigió directamente al hotel donde sucedían los encuentros amorosos y, sin
dilación, se acercó a la recepción.
─ Buenas tardes.
El recepcionista de la sonrisa
abundante estaba distraído y no le vio llegar por lo que dio un respingo cuando
escuchó el saludo de Tomás.
─ No se asuste que aún no he sacado la
pistola ─ bromeó el detective Vengo a
darle un poco de “sobresueldo”─ y colocó un billete de cincuenta sobre el
mostrador.
El recepcionista recuperó la compostura
y rearmó su sonrisa dentífrica.
─ Vd. me dirá ─ dijo a la vez que hacía
desaparecer el dinero con la velocidad del rayo.
─ Quisiera ver la habitación del
lenocinio.
─ ¿Cómo dice?
─ Que quiero ver la habitación donde
don Alberto recibe a las meretrices.
─ Ah, ya, pues tenga la bondad de
seguirme ─ y se dirigió a la escalera para subir a la primera planta y
detenerse ante la habitación ciento diez para franquearle la entrada a Tomás.
─ Es toda suya… bueno, es un decir,
durante un tiempo prudencial ─ soltó el recepcionista y se marchó.
Tomás se asomó por la ventana y
localizó en el edificio de enfrente un lugar desde el que se pudiera ver el
interior de la habitación. Una vez que tuvo claro el sitio para situar su
observatorio, bajó las escaleras y preguntó en recepción si la siguiente cita
sería el próximo miércoles.
─ Sí señor, el próximo miércoles por la
tarde, a eso de las seis.
Capítulo 6.- El paparazzi
Tomás alquiló el apartamento cuya
ventana había escogido desde la habitación del hotel, aunque tuvo que
“alimentar” económicamente al casero, porque éste decía que el piso ya estaba
apalabrado con otra persona, y comenzó a preparar su observatorio: trípode,
cámara con teleobjetivo, una mesita y un sillón cómodo para la espera.
Durante el lunes y el martes hizo
varias pruebas que, en líneas generales, fueron satisfactorias.
Aunque las noches
con Matilde solían ser “moviditas”, la mañana del miércoles se levantó temprano
y salió sin hacer ruido para dirigirse al puesto de vigilancia. Comió en un
burger cercano y a las tres y media de la tarde estaba sentado con un termo de
café bien cargado y una taza donde lo iba vaciando poco a poco.
A las cuatro observó movimiento en la
habitación del hotel, pero era la limpiadora que estaba dando un repaso, sabido
que esa tarde iba a estar ocupada.
Tomó algunas fotos para probar si la
identificación sería correcta, como así fue: la cara de la limpiadora era
perfectamente reconocible.
A las cuatro y media sonó su teléfono,
era Matilde.
─ Hola, cobarde, saliste huyendo esta
mañana, ¿eh?
─ Por supuesto, no quería que me
devorases y, en ese caso, me perdería esta “fiesta” en la que estoy inmerso ─ bromeó Tomás.
─ ¿Ha empezado ya la fiesta?
─ No, todavía no. Creo que será a eso
de las seis, tal como dijo el recepcionista.
─ ¿Ha llegado alguien?
─ No, sólo la limpiadora.
─ Bueno, te dejo concentrado que ya te
pillaré a la noche ─ amenazó alegremente Matilde y colgó.
La hora y media se pasó en un abrir y
cerrar de ojos, o eso le pareció a Tomás, cuando observó que un individuo
entraba en la habitación: (Más de un metro ochenta, cuerpo bien formado,
cabello rubio cortado a cepillo y un rostro atractivo). Debía de ser sin duda
el tal Alberto Díaz de Rábano, así que la pelirroja no tardaría en llegar. El
fulano se desnudó y se metió en el cuarto de baño después de dejar su ropa en
el armario. Al poco, salió embutido en un albornoz blanco (seguramente del
hotel) que contrastaba con su piel bronceada a base de sesiones de rayos UVA.
A las seis y media en punto, el sujeto
se dirigió a la puerta para abrirle a la pelirroja, que se echó en sus brazos
para besarle como una loca. Tomás se vio sorprendido y comenzó a disparar la
cámara fotográfica para inmortalizar el encuentro. Después, fueron de la mano
hasta la cama, donde él se tumbó mientras ella comenzaba un strip tease del que
tomó buena nota la cámara que Tomás disparaba sin parar. El reportaje continuó
hasta que, después de desprenderse de la peluca (que fue lo último de lo que se
despojó la Baronesa), se lanzó sobre su amante como si de una tigresa se
tratara.
Tomás, contento con el trabajo
realizado, comprobó las fotos en el visor de la cámara y, visto que la calidad
era la correcta, recogió sus artilugios, se tomó la última taza de café y salió
triunfante para dirigirse al encuentro de Matilde.
Capítulo 7.- Entrevistas varias
De camino a casa, telefoneó al Barón
para decirle que al día siguiente tendría disponibles las pruebas de la
infidelidad de su mujer. Quedaron en verse en el despacho de Tomás a las diez y
media de la mañana.
Cuando llegó al apartamento, Matilde
estaba allí esperándole y juntos se pusieron manos a la obra para pasar las
fotos al ordenador y, tras hacer una selección, imprimirlas.
A la mañana siguiente, el señor Barón
de Nalgazurda se presentó puntualmente a la hora convenida en el despacho del
detective.
Tomás le indicó que tomase asiento y le
alargó un sobre con las fotos tomadas el día anterior.
El Barón miró las fotografías sin
alterarse lo más mínimo. Sólo dijo: “Ha hecho Vd. un trabajo magnífico” y sacó
un sobre con el dinero prometido, que entregó a Tomás. Se levantó del asiento,
dio media vuelta y salió sin decir ni adiós.
Dos días más tarde y, mientras hojeaba
folletos de lugares paradisíacos en compañía de Matilde, la televisión les sacó
de su actividad.
“Ha sido encontrado muerto en su propio
apartamento el famoso gigoló Alberto Díaz de Rábano. La señora de la limpieza
le había encontrado en medio de un charco de sangre en el salón…”
─ ¡Vaya con el Barón! Y eso que no
pareció inmutarse cuando le mostré las fotos.
─ ¿Tú crees que ha sido el Barón?
─ Bueno, él en persona no lo creo pero
tiene dinero de sobra para alquilar un sicario.
Tomás fue a su despacho por la tarde
para recoger una documentación que debía enviar a un cliente antes de irse de
vacaciones gracias a la “generosidad” del señor Barón.
Al salir del ascensor, la sorpresa fue
mayúscula, tanto que, momentáneamente, se quedó sin habla: ante la puerta de su
cubil estaba la mismísima señora Baronesa sin disfraz de ninguna clase (cabello
castaño y corto, ojos grises de mirada profunda y una mueca en los labios que le daba un aire entre divertido y
peligroso, curvas mareantes y sabía moverlas…).
─ Supongo que Vd. sabe quién soy ─ dijo
antes de que Tomás consiguiera cerrar la boca.
─ Pues,… pues creo que sí… ─ consiguió
articular a duras penas.
─ ¡Déjese de disimulos y pasemos a su despacho!
El rellano no es el lugar más adecuado para hablar de negocios.
Pasaron al despacho y, antes de que
Tomás le pidiese que tomara asiento, ella comentó como quien no quiere la cosa:
─ Quiero que localice al sicario que
contrató mi marido para que matase a Alberto.
─ ¿Cómo? ─ Tomás no salía de su
asombro.
─ No se preocupe que no le estoy
encargando que lo liquide sino sólo que le localice y me informe de su
paradero. Hay un premio de cien mil euros. ¿Qué me dice?
Capítulo 8.- Por fin de vacaciones
A Tomás le faltó tiempo para llegar a
su apartamento y decirle a Matilde que, en principio, las vacaciones quedaban
aplazadas amén del motivo de ello; así que se pondría a investigar a través de
un par de soplones, cuyos servicios solía utilizar de vez en cuando, acerca del
paradero de un sicario que debía haber estado cerca de los lugares que
frecuentaba el asesinado Alberto Díaz de Rábano.
A los pocos días recibió una llamada de
uno de sus informadores que le comunicó algo sobre el asunto. Se citó con él y,
después de aflojar cien eurazos, consiguió saber que un sujeto muy mal encarado
y con pinta de peligroso había estado haciendo averiguaciones la semana
anterior acerca de los hábitos y lugares que frecuentaba el finado. El
individuo en cuestión tenía alquilado un pequeño apartamento frente al bar San
Patricio, un tugurio de mala muerte situado en un barrio periférico de la
ciudad.
En el bar, que no cerraba en toda la
noche, estableció su puesto de observación y, por culpa del sueño, el fulano
voló no sin antes tirarse la fruslería de pagar su consumición, como ya
contamos al principio de esta historia.
Ahora, siguiendo la pista de la rubia
del abrigo negro, consiguió volver a localizarle precisamente en el hotel donde
el gigoló recibía a sus amantes. Antes de citarse con la Baronesa para darle la
información, comprobó que el individuo estaba efectivamente alojado allí a
través del recepcionista “sonriente”.
La puerta del despacho de Tomás se
abrió y Matilde asomó la cabeza:
─ La Baronesa de Nalgazurda quiere
verte. ¿La hago pasar?
Matilde, para ayudar en lo posible, se
había constituido en secretaria particular; sobre todo, para tenerle más cerca
y practicar algún que otro escarceo amoroso de cuando en cuando.
─ Sí, sí, por supuesto, que haga el
favor de pasar.
─ Buenas tardes
─ Buenas tardes, señora Baronesa, su
encargo está cumplido ─ dijo Tomás haciendo una pausa, mientras ella sacaba el
dinero prometido, que le entregó dentro de un sobre de color violeta.
─ No hace falta que lo cuente, porque
le he añadido también una cantidad por los gastos.
─ Muy agradecido. No todos mis clientes
actúan de la misma manera.
─ Bien, al grano, ¿dónde está el
sicario?
─ Pues no se lo va Vd. a creer, pero se
aloja en el mismo hotel… ya sabe…en el mismo…
─ Ah, ya, en el hotel donde yo me
citaba con Alberto, ¿verdad?
─ Exacto, allí mismo pero en la
doscientos dieciséis.
─ Pues ya sabe, a mi marido ni una
palabra. Lo mejor que puede hacer es irse de vacaciones con la pasta que ha
ganado.
─ En ello ando desde que me pagó su
señor marido, así que le deseo suerte con lo que vaya a hacer con la
información y me despido.
Epílogo
Playa de Cancún, Caribe mexicano.
Matilde y Tomás se disponían a tomar el aperitivo en una cama balinesa. La
cortina se abrió y apareció un camarero con un teléfono en la mano.
─ ¿Es Vd. el señor Ibáñes? ¿Don Tomás
Ibáñes?
─ Sí soy Tomás Ibáñez ─ dijo recalcando
la zeta ─ ¿Qué se le ofrece?
─ Pues que tengo una llamada para Vd. ─
contestó el camarero tendiéndole el teléfono.
Tomás se acercó el auricular al oído e
hizo una seña al camarero para despedirle.
─ Sí, dígame. Soy Tomás Ibáñez. ¿Con
quién estoy al habla?
─ Soy la Baronesa de Nalgazurda…
─ ¿Y qué quiere de mí? Si puede
saberse.
─ Pues quiero comunicarle varias cosas.
En primer lugar, creo que le debo una explicación y es que cuando Vd. me
informó del paradero de Daniel, quiero decir del sicario, yo ya sabía dónde
estaba puesto que le estuve siguiendo a Vd., pero me pareció de mal gusto
quitarle el placer de darme la información. Yo era la rubia del abrigo negro y
la que visitaba a Alberto y también la morena… ─ hizo una pausa y continuó ─
Además me he liado con Daniel, es decir, con el sicario que resultó ser en la
cama mucho mejor que el fallecido Alberto…
─ Y a mí qué me importan sus amoríos,
señora Baronesa ─ interrumpió Tomás.
─ Es para decirle que no se le ocurra
volver a tomarme fotos, porque le mandaría al cementerio directamente, ¿me ha
entendido?
─ Alto y claro, mi querida señora, no
se preocupe, porque no creo que vuelva por la ciudad antes de jubilarme.
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