Era
medianoche y, a medida que se desgranaban las campanadas del reloj de la torre
de la iglesia, la ansiedad se disparaba en la mente de Julio y le empujaba
hacia un torbellino de ideas confusas y abigarradas que le martilleaban la cabeza.
Hacía
sólo una semana desde el momento en que encontró aquel diario sin nombre pero
había sido, tal vez, la semana más intensa de su vida en lo que a actividad
lectora se refiere.
Estaba
leyendo el periódico mientras tomaba café en una terraza de las que hay junto
al río cuando ella llegó. Era una mujer morena y bien parecida alta y con un
cuerpo que podría envidiar la más preciosa de las modelos. Vestía rigurosamente
de negro y de ese mismo color eran los cristales de las gafas que llevaba para
proteger sus ojos del sol de aquella tarde de verano recién nacido. Se sentó de
espaldas a él y encendió un cigarrillo que sostuvo en su mano derecha. Llamó al camarero y pidió
un refresco de limón que pagó en el momento que la sirvieron. Ella ocupaba la
mesa contigua a la suya por lo que, disimuladamente, podía mirarla a
hurtadillas.
En un
momento dado, la mujer volvió la cabeza hacia él y le sorprendió mirándola. Una
media sonrisa afloró a sus labios como si se hubiera sentido halagada por la
situación pero volvió a perder su mirada en las aguas del río que corrían
lentamente como era normal en el periodo de estiaje. Al cabo de un buen rato se
levantó y cogiendo su bolso dio media vuelta y se marchó no sin antes volver a
medias la cabeza y dirigir hacia Julio una enigmática sonrisa.
Pudo
observar a sus anchas el bamboleo mareante de sus caderas y la esbeltez de su
figura que se alejaba con paso elástico y felino hacia el hotel que estaba a su
derecha.
-
¡Oiga, señor! ¿es suya esta bolsa? – era el camarero y le señalaba una bolsa de
plástico que se encontraba en una silla de la mesa anteriormente ocupada por la
mujer.
- No, -
contestó Julio – pero creo que sé donde se aloja su propietaria. Yo se la
llevaré a su hotel, no se preocupe.
Terminó
de hojear el periódico, apuró su taza de café y dejó dinero encima de la mesa
para pagar la consumición. Cogió la bolsa y se dirigió al hotel donde la había
visto entrar hacía unos quince minutos. Penetró en el hall y se acercó al
mostrador de recepción.
- Por
favor, podría entregarle esta bolsa a la señora que ha entrado hace un cuarto
de hora aproximadamente. – le dijo al recepcionista.
-
Perdone, señor, pero hace más de una hora que no ha entrado ni salido nadie del
hotel – respondió amablemente el conserje.
- ¡No
puede ser! Yo mismo la he visto entrar cuando estaba sentado en la terraza del
bar de al lado – corrigió él. – Era una mujer morena, muy hermosa, vestida de
negro y con gafas de sol muy oscuras. Tiene que haberla visto pasar sin más
remedio.
- Pues
siento decirle que está Vd. equivocado, porque no hay ninguna mujer alojada en
el hotel. Con la crisis sólo hay un par de viajantes de comercio. – sentenció
el empleado.
Julio
no tuvo más remedio que volver sobre sus pasos y salió a la calle con la cabeza
dándole vueltas y sin comprender lo que estaba pasando. No había sido un
espejismo ni una alucinación, estaba totalmente seguro de haberla visto como
entraba en el hotel que era el único que había en toda la calle y, además, como
prueba de su existencia estaba la bolsa que le había entregado el camarero.
Miró la publicidad de la bolsa y vio que era de una boutique que se encontraba
cerca de allí y en esa dirección encaminó sus pasos.
Pero le
aguardaba una sorpresa: en lugar de la boutique, había un bar de copas que, a
esas horas de la tarde, estaba aún cerrado por lo que decidió irse a casa y
volver más tarde para indagar acerca de la tienda desaparecida.
Llegó a
su apartamento dándole vueltas al asunto de la misteriosa desaparición de la no
menos misteriosa dama. Se dio una ducha para relajarse y cenó frugalmente para
después salir y tomar la dirección del bar de copas.
En el
bar sólo había tres personas en una mesa y el camarero que secaba vasos en la
barra. Se acercó al barman y le preguntó a bocajarro:
- ¿Podría
decirme dónde está ahora la boutique que había antes aquí?
El
camarero lo miró inexpresivamente y le soltó:
- ¿Está
Vd. de broma? Hace más de ocho años que quitaron esa tienda porque la dueña desapareció
y no tenía herederos que continuasen con el negocio. Creo que al final el banco
se quedó con el local y se lo vendió a mi jefe. – Y añadió - ¿Desea tomar
alguna cosa?
- No,
gracias, - farfulló – sólo venía a preguntar.
Volvió
a su casa si cabe más confundido aún que antes y se preguntó qué contendría la
dichosa bolsa.
Para no
seguir obsesionado con el asunto se acostó pero no podía apartar de su
pensamiento todo lo ocurrido durante la tarde. Como no podía dormir, se levantó
de la cama y cogió la bolsa para mirar su contenido.
En el
interior de la bolsa había un paquete pequeño envuelto en papel de regalo. Sin
más preámbulos abrió el envoltorio y vio que contenía un libro de pastas negras
que tenía una nota pegada con adhesivo transparente. Tomó la nota en sus manos
y leyó:
“A quien me encuentre:
No intente buscar a la persona dueña de
este diario porque será imposible encontrarla. Léalo si quiere pero no crea
nada de lo que en él hay escrito. Mejor sería que lo deje el viernes día 29 de
Junio a las doce de la noche al pie de la torre de la iglesia.”
- El
día 29 es el viernes de la semana próxima – pensó – Me daría tiempo para leerlo
y entregarlo en la fecha prevista.
Y sin
pensarlo dos veces se lanzó a la lectura del diario como un kamikaze.
El
diario estaba escrito con una letra muy femenina, pequeña y elegante que denotaba
la educación de su propietaria y era
bastante extenso. Comenzaba en las postrimerías del mes de diciembre de hacía
veinte años y decía en la primera línea:
“Mi nombre es Bagira y empiezo a escribir
este diario cuando acabo de sufrir una radical transformación que no sé cuanto
tiempo me durará…”
La
lectura se prolongó hasta que los primeros rayos del sol comenzaron a entrar
por el balcón. Durante una noche completa sólo había avanzado un año
aproximadamente dado lo prolijo en descripciones que era el diario. Se duchó a
la carrera y se fue a la oficina con el librito en el bolsillo. Cuando llegó
encontró una nota de su socio en la que le comunicaba que no volvería hasta el
próximo jueves. Disponía pues de cinco días para dedicarse en cuerpo y alma a
la lectura del diario. Su propietaria escribía a diario y contaba con pelos y
señales todo lo que sucedía en torno a ella pero no había ninguna referencia a
tener enfermedad alguna que le hubiese producido la transformación a la que
hacía mención al principio del diario. Hablaba casi exclusivamente de sí misma,
de sus aficiones y de sus amores y amoríos con personajes de los que, por
discreción seguramente, sólo escribía las iniciales. Contaba las fiestas a las
que era invitada y los avatares de sus negocios no siempre del todo lícitos.
Había sido durante un tiempo prostituta de lujo aunque ella lo describía como
“acompañante profesional para caballeros”. Los secretos que muchos de sus
acompañantes le habían contado estaban allí contados con todo lujo de detalles
excepto los nombres de los que sólo transcribía las iniciales como ya se ha
dicho.
El
jueves por la mañana lo dedicó a poner al día la correspondencia y a mirar el
correo electrónico para que su socio no notase demasiado su falta de trabajo y
la tarde le sirvió para terminar su obsesiva tarea y casi acabó la lectura del
diario.
El
viernes fue un día de nerviosismo y discusiones con su socio que estuvo a punto
de mandarle a paseo y romper la sociedad pero, afortunadamente, el agua no
llegó al río y lo arreglaron tomando un par de cervezas juntos.
Por la
tarde liquidó el libro y se dispuso a preparase para el momento de dejarlo al
pie de la torre como se pedía en la nota.
El
contenido de la parte final del diario era una sucesión de disparates que, a su
entender, eran fruto de una mente enferma o irracional y optó por no hacer ni
caso tal como se pedía también en la nota.
Después
de tomar un poco de fruta y un café bien cargado salió a la calle a eso de las
once y media de la noche y se dirigió directamente a la iglesia. Mientras
avanzaba por las calles no hacía más que observar a todas las mujeres con las
que se cruzaba tratando de descubrir en ellas a la misteriosa dama del no menos
misterioso diario. Pensó volverse a su casa y guardar el cuaderno como recuerdo
o por si acaso volvía a encontrarse con su propietaria pero al final desechó la
idea y continuó su camino. Cuando llegó a la plaza de la iglesia todo estaba
solitario y en silencio, tanto que podía oír los latidos de su propio corazón
que se había ido acelerando a medida que se acercaba al lugar. Miró su reloj.
Eran las doce menos diez. En su fuero interno se resistía a perder el objeto
que había sido el centro de su vida durante las dos últimas semanas y de nuevo
le asaltó la idea de volverse a casa. Al final, y después de otear los
edificios de la plaza, decidió hacer lo que se pedía en la nota, colocó el
libro al pie de la torre y se escondió para ver si pasaba algo a las doce.
El
reloj de la torre comenzó a dar las campanadas cuando unos ojos felinos le
observaban desde el tejado de una de las casas colindantes…
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