Una comida caníbal



La carta me llegó en el correo de la mañana. Era un sobre de lo más normal que, en principio, no me llamó excesivamente la atención, aunque cuando lo abrí me resultó de lo más chocante.
Rezaba así: “La Cofradía de la Mesa de Comedor tiene el honor de invitarle al evento que tendrá lugar el próximo lunes 13 de febrero a las 14 horas en los locales del Centro Cívico”…
Me pareció que no conocía a nadie que pudiera pertenecer a la susodicha Cofradía pero, como siempre estoy dispuesto a participar en todo lo que huela a comida, me apresté a terminar de leer la misiva para empaparme del todo de su contenido… “Deberá asistir vestido correctamente, es decir, traje, preferentemente oscuro, camisa blanca y corbata o pajarita a su elección”.
Tomé nota en mi agenda del móvil y me olvidé del asunto hasta que mi teléfono y mi ordenador me avisaron de que había llegado la fecha allí reseñada.
 Como tenía suficiente tiempo para prepararme, me duché tranquilamente y me afeité con cuidado de no cortarme porque la cuchilla era nueva, por último me vestí tal como el protocolo exigía: Camisa blanca impoluta, traje gris marengo y pajarita negra, con lo que, después de mirar mi aspecto en el espejo, decidí completarlo con un tres cuartos negro y una mascota del mismo color. De esta guisa vestido salí a la calle y me dispuse a coger mi coche y dirigirme al lugar de la cita.
La suerte estaba de mi parte porque conseguí aparcar a menos de cincuenta metros del Centro Cívico. Cuando eché una mirada al reloj comprendí que no era cosa de buena suerte sino que aún faltaba más de una hora para el comienzo del evento y, seguramente, no había llegado ninguno de los convocados.
Pensé dar un paseo mientras hacía tiempo pero mis pasos se dirigieron directamente a la entrada del lugar, la curiosidad que siempre ha sido mi compañera me había jugado una mala pasada y, cuando acordé, estaba ya en la puerta del salón donde se anunciaba: “Almuerzo C****** de la Cofradía de la Mesa de Comedor”.
Me quedé mirando el cartel como un idiota hasta que, sin siquiera pensarlo y como si una fuerza exterior me movilizase, giré el pomo y empujé la puerta que se abrió ante mí sin ofrecer resistencia y sin hacer ni el más mínimo ruido.
Lo que vieron mis ojos no podía ser más prosaico, un salón con cinco mesas redondas cada una preparada para ocho comensales. Manteles blancos combinando con enagüillas en  color vino tinto, sillas tapizadas en terciopelo rojo y, al fondo, unos cortinajes, en el mismo tono de las enagüillas, impedían la vista de lo que debía ser el office reservado a los camareros y cocineros. A mi derecha un trípode sostenía un cartel donde pude ver mi nombre como integrante de una de las mesas junto con otras siete personas, cuatro mujeres y tres hombres, cuyos nombres eran totalmente desconocidos para mí. Busqué entre los demás comensales por si encontraba a alguien conocido pero, todo fue inútil, nadie pertenecía al círculo de mis amistades.
Un tanto extrañado de la situación que se me presentaba me acerqué a una de las mesas y observé, no sin extrañeza, que todos los cubiertos eran especiales para carne, estamos de suerte, pensé, mejor que no haya pescado porque no me hace mucha gracia. En ese instante, algo que había pasado por alto en un primer momento, llamó mi atención: los apliques de la pared simulaban velas sostenidas por brazos de hombres y mujeres tan bien imitados que cualquiera pudiese pensar que eran auténticos si no fuera por el color dorado que tenían. Repasando de nuevo la lista de comensales reparé en que, al otro lado de la puerta, había otro trípode con otro cartel. Me acerqué por si allí estaba alguno de mis amigos o amigas pero no, el título que presidía en cartel era bien explícito: Menú.
Decidido a informarme de todo comencé a leer el detallado menú que se ofrecía ante mis ojos:
Entrantes:
         Canapés de foie de adolescente rubia.
         Jamón de mozo ibérico de reserva.
         Queso de leche de nodriza chilena.

Primer plato:
         Escalopines de obeso al Marsala.

Segundo plato:
Timbal de solomillo de cantante juvenil con boletus y piñones.
        
         Postre:
                   Gelatina de maduro a la menta fresca.

         A medida que iba avanzando en la lectura del menú mis piernas iban entrando en un temblor que amenazaba con enviarme al suelo de un momento a otro. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos y mi corazón parecía un caballo desbocado y a punto de salírseme por la boca.
         ─ ¡Oiga, caballero, si se sigue comiendo las uñas, no le va a quedar apetito para el almuerzo!

2 comentarios:

  1. Escribes muy bien, tanto en el fondo como en la forma. Da gusto leerte

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