Tan lejos y tan cerca a la vez


No había probado bocado desde el almuerzo del día anterior. Un par de bocadillos y una lata de refresco. Después se quedó dormido bajo un árbol y, cuando despertó, le habían robado la mochila con todas sus cosas de valor dentro: el móvil, la tablet, su ropa de viaje y, por supuesto, su cartera con la documentación y el dinero. Ahora se encontraba en un país extraño y, a todos los efectos, se le podría considerar un inmigrante ilegal, un “sin papeles”. Para colmo de desventuras, tampoco se manejaba en el idioma que hablaban allí y los habitantes de aquél pequeño pueblo no eran ni mucho menos lo suficientemente cultos como para conocer el inglés o el francés. ¿Quién sería el idiota que le dijo: “Hablando español, inglés y francés no tendrás problemas en ningún país del mundo”? Pues ahora podría venir a ayudarle a entenderse con la policía para denunciar el robo de que había sido objeto.
En esta febril actividad mental se encontraba cuando ella apareció y se acercó preguntándole algo en su idioma que él no pudo entender en absoluto. Era una mujer de veintitantos años, de cabello negro y lacio, cara redondita en la que destacaban unos ojos negros y vivarachos, nariz recta y boca pequeña. Un vestido suelto de hilo no conseguía esconder sus formas de mujer bien proporcionada.
- No comprendo lo que me está diciendo, señorita – se explicó desalentado – no hablo su idioma.
La chica siguió tratando de explicarle algo pero Juan debía poner una cara de idiota tal que ella de pronto le cogió de una mano y tiró de él para obligarle a que la acompañara.
Siguió a la muchacha a través de una serie de calles hasta que ella se detuvo ante la puerta de una casa. Le hizo señas para que la siguiera al interior y penetró resueltamente gritando algo que no pudo comprender.
Alguien contestó desde alguna habitación y al poco un anciano de blanca barba y calvo como una bola de billar asomó por una puerta. Su edad sería difícil de precisar porque en una cara surcada de arrugas destacaban unos ojos grises llenos de vida y sus movimientos proclamaban una elasticidad impropia de una persona de edad avanzada. Era de estatura mediana y tenía una figura delgada que le daba un cierto aire de fragilidad. Vestía una camisa de lino blanca, un pantalón vaquero bastante gastado y calzaba unas zapatillas deportivas de color negro. Entabló una corta conversación con la chica y, a continuación se dirigió a Juan en un español con acento andaluz:
- Parece ser que se encuentra en un apuro y mi nieta le ha “capturado” para traerle aquí, ¿no?
A Juan aquella frase le sonó a música celestial y hasta se le saltaron las lágrimas.
- Pues lleva Vd. toda la razón, estoy en un apuro y bastante grande. – Dijo en un suspiro.
- Dígame cuál es su problema y le diré si puedo ayudarle. –Convino el anciano sonriendo francamente.
Juan le contó sucintamente lo que le había sucedido el día anterior y su imposibilidad de comunicarse con la policía para denunciar el robo.
- Creo que lo de ir a la policía directamente no es una buena idea, - comentó el anciano – ha de tener Vd. en cuenta que este país no es como el nuestro, aquí las cosas se hacen de otro modo. En principio – continuó – Vd. se quedará aquí en mi casa mientras yo hago unas gestiones para tratar de resolver su situación. ¡Ah!, y te agradecería que empecemos a tutearnos porque me estoy empezando a sentir viejo y eso no me gusta nada – bromeó – Me llamo Matías Padrón y soy de Lanjarón que aunque suene a copla es la pura verdad.
- Pues yo soy Juan Tarradas y nací en Barcelona pero desde muy niño vivo en Palma del Río que está en la provincia de Córdoba.
- Ya sé que está en Córdoba, no en vano he sido maestro durante muchos años – afirmó el anciano y continuó – Siéntete como en tu casa que yo voy a solucionar la papeleta de tu situación. Mi nieta entiende el español, si tienes hambre ella te pondrá de comer.
- De acuerdo, don Matías,… quiero decir… Matías, espero su vuelta… tu vuelta ansioso por saber lo que has solucionado. – Le despidió Juan haciendo un denodado esfuerzo por tutearle.
Matías salió a la calle no sin antes advertir a su nieta que preparase algo de comer para su invitado que debía tener un hambre canina ya que llevaba horas sin llevarse nada a la boca.
- ¿Te apetece un poco de pollo asado con ensalada que ha sobrado del almuerzo de hoy? – preguntó la muchacha a Juan en un español de lo más correcto.
- Gracias, me comería un caballo también – contestó él bromeando y sorprendido – pero con una condición.
- ¿Cuál? – inquirió inocentemente ella.
- Que me digas cómo te llamas – repuso Juan riendo.
- ¡Ah! – comentó la chica – si sólo es eso… me llamo Larisa, igual que mi madre.
- ¿Igual que tu madre? – continuó preguntando el chico.
- Sí, mi madre se llamaba también Larisa – respondió
- ¿Se llamaba…? – siguió Juan.
- Mi madre murió hace ya diez años en un accidente de tren. Iba de viaje con mi padre. Los dos murieron. Sucedió en España, mi padre era español como tú – explicó Larisa – por eso vivo con mi abuelo que se vino conmigo desde entonces y hace cuatro años nos trasladamos aquí donde mis abuelos maternos tenían esta casa.
- ¿Y por qué no me hablaste antes en mi idioma? Inquirió el joven.
- Pues porque no lo hablo bien y me da vergüenza – afirmó ella.
- Pues yo diría que lo hablas perfectamente… - atajó él y matizó después - con un poco de acento centroeuropeo pero muy bien.
         - Estudié en España y terminé el bachillerato allí. Ahora estudio medicina,… bueno, ahora estoy de vacaciones – se explayó ella mientras calentaba el pollo y preparaba una ensalada de col y zanahorias. – Bueno, esto ya está listo para que comas.
Juan no se hizo de rogar y devoró rápidamente la comida que Larisa le había preparado.
- ¿Te apetece algo de postre? – preguntó Larisa sorprendida por el hambre que el chico demostraba.
- Si no es mucha molestia, - contestó él – me comería algo de fruta… si es posible.
- Por supuesto que es posible – afirmó la joven, y bromeó – que prefieres, un melón o una sandía.
- Me conformo con una manzana de las que hay en el frutero de la mesa.
Cuando terminó de comer, ella le ofreció un sillón para que pudiese descansar. Él aceptó encantado y no tardó en quedarse profundamente dormido.
Despertó varias horas después y escuchó las voces de Larisa y su abuelo que conversaban en español:
- Menos mal que no ha ido a la policía él solo porque a estas horas estaría detenido – decía la joven.
- Sí, menos mal – corroboró Matías – sin embargo yo he conseguido recuperar casi todas sus pertenencias después de hablar con algún que otro personaje del hampa local. Lo que no he podido recuperar es el dinero y ese aparato que llaman tableta o algo parecido.
- Tablet, abuelo, tablet, es como un pequeño ordenador muy manejable. – Explicó Larisa - Si pudieras hacer algo por recuperarlo sería muy importante para Juan porque ahí debe tener un montón de documentos importantes para él.
- Intentaré presionar a mi informador pero no garantizo nada – zanjó Matías.
Juan hizo ruido para que supieran que había despertado y se dirigió al lugar donde ellos conversaban. Era un patio bastante amplio cuya superficie, en su mayoría terriza, estaba ocupada por un pequeño huerto y un gallinero. En la parte enlosada había una mesa y cuatro sillas de madera rústicas y todo cubierto por un emparrado del que colgaban muchos racimos de uvas a punto de madurar.
- Este lugar me recuerda mucho a los corrales de algunas casas en Andalucía – dijo el joven a modo de saludo.
- La parra la trajimos desde Málaga – intervino Matías – imagínate uvas moscatel a diez mil kilómetros de distancia.
- Ya veo que has recuperado mi equipaje – comentó Juan señalando la mochila que estaba encima de la mesa.
- Sí, pero faltan un par de cosas – refirió el abuelo – la tablet y el dinero, pero el aparato ese voy a tratar de recuperarlo mañana.
- Te estaría eternamente agradecido porque en su tarjeta de memoria tengo todos los datos del curso que he realizado este verano, un montón de fotografías que he hecho con el móvil y mucha información que es muy importante para mi doctorado.
- Bueno, - intervino Larisa – voy a preparar algo para la cena que yo estoy hambrienta con tantas novedades como he tenido hoy.
- Es verdad – señaló Matías bromeando – la actividad mental siempre le ha producido un apetito insaciable.
Al cabo de un rato cenaron los tres juntos charlando animadamente sobre lugares que conocían y anécdotas ocurridas en ellos. Matías le enseñó la habitación en la que iba a dormir y cada uno se fue a descansar a su dormitorio.
El sol de la mañana le despertó porque no había cerrado las persianas y se levantó en seguida. Recorrió la pequeña casa pero no había rastro de nadie, tanto Larisa como su abuelo habían salido ya a la calle. Encontró una nota de Matías que decía: “Tienes la cafetera cargada y en el frigorífico hay leche y mantequilla”
Se preparó un café con leche y se hizo unas tostadas con el pan que estaba encima de la mesa de la cocina. Aquella gente había sido tan acogedora con él que se empezaba a sentir como si estuviera en su propia casa.
Larisa volvió pronto cargada con la compra del día y a eso de las once de la mañana apareció Matías con una sonrisa de oreja a oreja.
- He conseguido lo más importante de tu aparato – dijo dirigiéndose a Juan – la tarjeta de memoria porque la dichosa tableta no hay quien la encuentre, seguramente el que la tiene querrá venderla en el mercado negro por un buen precio.
- No sabes como te agradezco lo que has hecho por mí, Matías. – Comentó el joven emocionado – Lo que hay aquí dentro (señaló la tarjeta) es el trabajo de los tres últimos años de mi vida además de fotos y documentos que serían irrecuperables.
- Pues sí que tienes una forma de agradecérmelo, - explicó Matías – ayudándome con los sacos de pienso y quitando las hierbas del huerto.
- Eso lo hago yo en un periquete – dijo alegremente Juan - ¿Dónde están los sacos y la legona?
Juan pasó el resto de la mañana apilando los sacos de pienso para las gallinas y dejando el huerto limpio de malas hierbas. Cuando terminó con el trabajo escuchó la voz de Larisa que le llamaba para almorzar.
- Me lavo un poco y estoy en la mesa en un santiamén. – Contestó desde el patio.
Almorzaron entre risas mientras Matías contaba todo el periplo que había vivido para dar con las pertenencias de Juan y, cuando acabaron el ágape, Juan se ofreció a recoger la cocina, propuesta que encantó a Larisa sobre todo.
Por la tarde se dedicó a revisar el contenido de su mochila y comprobó que, tal como había dicho Matías, sólo faltaba el dinero y la tablet. Buscaría algún trabajo para ganar lo suficiente y pagarse el viaje de vuelta a casa y así se lo hizo saber a Matías para que le ayudase a buscar un lugar donde hiciera falta alguien para hacer labores que no exigieran el conocimiento del idioma.
- Preguntaré por ahí pero no te creo que encuentre nada, - explicó el abuelo - aquí somos todos autosuficientes y, además, la gente no suele confiar demasiado en los desconocidos, ya sabes, es un pueblo pequeño… - y continuó – será mejor que te busque transporte para ir a la capital y allí podrían tus padres mandarte dinero a la oficina de correos. Puedes llamarles por teléfono y así cuando llegues al correo tu dinero estará allí. ¿Qué te parece?
- Pues que quieres que te diga, - respondió el chico aliviado – que me parece una idea genial, aunque el problema es que no tengo dinero para ir en autobús a la capital.
- ¿Quién dijo en autobús? – Atajó Matías – Te buscaré a alguien que vaya en esa dirección y te lleve con él sin costarte nada.
- En ese caso estoy doblemente agradecido – dijo Juan entusiasmado – pero antes de irme quisiera anotar vuestro teléfono y esta dirección para no perder el contacto.
- Bueno, te buscaré una tarjeta de visita que debo tener en algún sitio de cuando era una persona socialmente activa – Comentó en tono festivo el anciano.
Juan marchó a la capital en una furgoneta que conducía Valerio, un buen amigo de Matías que no hablaba una palabra de español pero que sonreía de vez en cuando al joven como para tranquilizarle. Le dejó justo delante de la oficina principal de correos y se despidió de él con un fuerte apretón de manos.
Nunca consiguió que nadie respondiera al teléfono cuando intentó llamar a Matías y todas las cartas que escribió se las devolvieron porque no existía el destinatario y poco a poco se fue olvidando de aquella aventura y de las personas que fueron su salvación cuando lo estaba pasando francamente mal.
Seis años después Juan se había convertido en un alto ejecutivo de una empresa de energías alternativas y vivía con sus padres porque permanecía soltero. Más de una noche había soñado con Larisa y tenía en cartera volver a aquel pueblo para buscarla pero, por unas cosas o por otras, el viaje se iba postergando.
- Juan – dijo su madre – ¿me puedes prestar el ordenador para ver estas fotos que me ha mandado la tía Cecilia? Son fotos de la familia que ella se ha entretenido escaneándolas.
- Cógelo tú misma – respondió él – está en el armario de mi habitación.
Al cabo de un rato su madre volvió a llamarle:
- ¿Puedes venir un momento para ayudarme a enviar unas fotos a la tía Delfina?
- En un momento estoy contigo – contestó amablemente – estoy terminando de leer un memorándum.
Antes de cinco minutos estaba en el estudio donde su madre “peleaba” con el correo electrónico.
- Veamos, ¿cuáles son las fotos? – dijo según entraba.
Son estas tres – explicó la madre.
Juan miró las imágenes y, de pronto, se le puso una cara de sorpresa mayúscula.
- ¡Hijo!, - exclamó su madre – parece que hayas visto un fantasma.
- ¿Ésta quién es? – preguntó con un hilo de voz señalando una de las fotografías.
- Esa es mi bisabuela Larisa, era rusa por parte de madre y ejerció la medicina en Kiev y, cuando se casó con mi bisabuelo, continuó de médico en Granada, - explicó ella ante el estupor de Juan que no podía dar crédito a lo que estaba escuchando de labios de su madre.
- Entonces… - tartamudeó – entonces ella fue mi… ¿cómo se dice…?
- Tu tatarabuela – completó la madre.



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