Un asunto poco habitual

A medida que arreciaba la tormenta las farolas de la calle se iban apagando una por una. Parecía cosa de magia o como si un dedo caprichoso fuese extinguiendo su luz al compás de truenos y relámpagos. La oscuridad era ya casi completa cuando lo vi llegar. Era un coche oscuro y grande o al menos así me lo pareció aunque aún estaba demasiado lejos para poder establecer sus características.

         Cuando se acercó más al lugar donde me protegía de la lluvia y del viento pude observar que en su interior viajaban dos personas. La que iba en el asiento del conductor debía ser el chófer porque llevaba una gorra de plato y en la parte de atrás se adivinaba otra silueta.

         El automóvil se detuvo justo a mi lado y el chófer, a una indicación de la otra persona, salió del vehículo abriendo un gran paraguas negro y se plantó delante de mí diciendo con voz neutra:

- Mi señora desea que la acompañe si no tiene Vd. inconveniente.

         Me quedé petrificado. ¿Cómo sabían que yo estaba allí? Con la oscuridad que reinaba era prácticamente imposible que me hubieran visto. La voz del chófer me sacó de mis cavilaciones.

                   - Haga el favor de pasar al coche – dijo a la vez que abría la puerta de la parte trasera de la limusina.

         Me levanté como un autómata y, pasando junto a él, me introduje en el habitáculo intentando distinguir las facciones de la pasajera.

- ¿Puedo saber quién es Vd. y qué quiere de mí? – dije a quemarropa casi antes de acomodarme en el asiento de enfrente al que ocupaba la dama en cuestión.

         Llevaba un sombrero negro del que caía un tul del mismo color que impedía que yo pudiera reconocer sus facciones en aquella semioscuridad. Con un leve movimiento de cabeza indicó al conductor que reanudara la marcha. El coche se puso en movimiento lenta y silenciosamente alejándose del lugar donde yo había estado guarecido de las inclemencias del tiempo.

         La pausa me pareció interminable pero al cabo de unos momentos ella se dirigió a mí:

- Le quiero a Vd. en cuerpo y alma,… pero no me interprete mal, le necesito para un trabajo al que tendrá que dedicar todo su tiempo. Tiene que seguir a una persona e informarme puntualmente de todos y cada uno de sus movimientos. Es de vital importancia que no la pierda de vista y debe tomar nota del más mínimo detalle de su actividad.

         Me arrellané en el sillón y medité unos segundos mi respuesta. No tenía otra opción que aceptar el encargo porque mi economía estaba bajo mínimos y mi casero ya no me fiaba ni un día más, pero traté de no dar a entender la necesidad que tenía de trabajar y respondí tratando de no demostrar demasiado interés por el asunto:

- Ya, ¿y se ha tomado la molestia de buscarme en una noche como esta para un asunto de tan poca importancia? – comenté pausadamente.

         En la oscuridad vislumbré un gesto de contrariedad en su rostro pero en seguida se quitó el sombrero y, en la penumbra del coche pude apreciar la belleza de su rostro. Era una mujer madura pero serenamente hermosa que me miraba como si de mí dependiese su vida.

- La persona que me habló de Vd. ya me previno sobre su forma de actuar y me indicó, que si alguien era capaz de realizar este trabajo, ése era Vd.

- En ese caso – respondí tranquilo – Déme detalles del asunto antes de que me arrepienta de haber aceptado.

- Pues bien – comenzó diciendo mi interlocutora – dado que, al parecer, ha aceptado Vd. mi encargo, le diré que no ha de reparar en gastos y aquí tiene – me alargó un sobre color crema – un anticipo para empezar.

- Bien – repuse – pues si me dice a quien hay que seguir, comenzaré el trabajo mañana mismo.

- Espero que Vd. estará acostumbrado a los trabajos más extraños, ¿no es así? – me dirigió una mirada inquisitiva mientras hablaba.

Mi gesto de aprobación la animó a proseguir con su parlamento, así que sin esperar mi respuesta aventuró:

- Vd. lleva ya en el oficio suficiente tiempo para que no le parezca raro lo que voy a pedirle – dijo mirando hacia la calle de modo que pude apreciar perfectamente su bonito perfil.

- Si no le importa – comenté – desearía que fuese al grano sin perder más tiempo.

- Al parecer he conseguido interesarle -  manifestó – pues bien, si me promete que me dejará contárselo todo sin interrumpirme se lo explicaré sin ambages.

- Soy todo oídos -  declaré y me apresté a escucharla hasta el final. Tenía unas ganas enormes de enterarme de pe a pa de aquel misterio.

Mi bella clienta comenzó diciendo:

- La persona a la que debe seguir suele salir  durante las noches de luna llena y tengo necesidad de saber a dónde va, con quién o quiénes se reúne y qué cosas hace durante esas salidas.

- Creo que no será difícil seguirla discretamente y, puesto que es un trabajo que solo abarca al periodo de plenilunio, podré informarla puntualmente de todo eso que Vd. tiene tanto interés en saber – observé.

- Tal vez cuando le diga la identidad de la persona no se sienta Vd. tan seguro de poder cumplir con su cometido, pero no me interrumpa, por favor. – me espetó.

Volví a mi postura de esfinge hierática y me prometí a mí mismo no interrumpir su discurso por más que me muriese de ganas de hacerlo.

Miró de nuevo a través de la ventanilla del coche y pareció que, por un momento, se quedaba ensimismada en sus pensamientos. Se volvió hacia mí y su mirada me penetró hasta los huesos. Suspiró y pareció renunciar a decirme nada más.

No pude evitar removerme inquieto en el sillón, aquella mujer tenía la virtud de hacerme perder la calma.

Ella bajó la mirada y me liberó por un momento del efecto hipnótico que estaba ejerciendo sobre mí. Volvió a suspirar y, en un susurro, dijo:

- La persona a la que debe seguir… - se interrumpió un momento pero continuó con un hilo de voz - … la persona a la que debe seguir y vigilar soy yo misma.

Si me hubieran dado con un mazo en la cabeza el efecto no habría sido mayor que lo que sentí al escuchar sus últimas palabras. ¿Dónde me estaba metiendo? Pero, en un arranque de inconsciencia estúpida, decidí seguir con el asunto.

- Bien – dije tratando de que no me temblase la voz – esta noche no es plenilunio y tengo tiempo de hacer mis planes.

- Su problema es que no los puede compartir conmigo – avisó – como puede comprender yo no puedo estar enterada de cómo va a manejar el tema. Sólo puedo saber los resultados de la investigación.

- No se hable más – sentencié – dígame cuál es su domicilio para tener claro el punto de partida.

- Dentro del sobre que le he dado tiene Vd. mi dirección así como el punto donde deberemos encontrarnos para que me pueda comunicar sus averiguaciones. – me informó – Y dígame, ¿dónde quiere que le deje?

- Por favor, déjeme en el primer bar que encontremos abierto, tengo que digerir el asunto como se merece.

Volvió a colocarse el sombrero y su rostro se difuminó de nuevo tras el velo.

Y aquí estoy yo con un cubata de ron delante de las narices y sin atreverme a abrir el sobre como si al no abrirlo pudiera escapar del lío en que acababa de meterme de cabeza.

No sé cuanto tiempo habría transcurrido desde que entré en el bar pero el carraspeo del camarero me indicó que el colega quería cerrar el garito e irse a planchar la oreja y yo era un estorbo para sus intenciones, así que rasgué el sobre y saqué un billete para pagar mi consumición y largarme con viento fresco camino de mi casa para reflexionar con calma sobre todo lo que acababa de acontecerme.

Afortunadamente había dejado de llover y el viento se había transformado en una suave brisa que traía olor a tierra mojada. Me encaminé hacia la parada del autobús y llegué a mi casa en poco más de media hora. El quinto escalón del segundo tramo de escalera crujió bajo mis pies y, como por ensalmo, la cara de mi casero asomó por la puerta de su apartamento que era contiguo al que yo ocupaba:

- ¡Eh, oiga! Si no me paga, mañana tendrá que dejar el apartamento libre. – graznó.

Sin mirarle la cara le puse en la mano tres billetes de cincuenta euros y se dio media vuelta metiéndose en su guarida.

- Seguro que el escalón está manipulado para saber cuando entro o salgo de mi apartamento – pensé.

Me dejé caer sobre la cama y fijé la mirada en las manchas del techo para tratar de concentrarme en la aventura que se avecinaba. Cuando me sentí con fuerzas, abrí el sobre que, además de dieciséis billetes de cincuenta euros, contenía una hoja de papel del mismo color del sobre en la que estaban mecanografiados tanto la dirección de mi clienta como el lugar de las citas. No había ni rastro de nombre ni de apellido con lo que seguí ignorando la identidad de la hermosa mujer.

Me levanté de la cama y encendí el ordenador. Consulté Internet  para averiguar cuándo era el próximo plenilunio. Tenía aún tres días para planificar mi tarea, me volví a meter en la cama y me dormí como un bendito.

A la mañana siguiente, y después de meterme entre pecho y espalda un desayuno como Dios manda, fui dando un paseo hasta la dirección que debería vigilar y busqué el mejor sitio para acechar a mi objetivo sin ser visto. Por si acaso ella se desplazaba en coche, alquilé uno pequeño y de color gris para que no llamase mucho la atención. Por la tarde inspeccioné el lugar destinado a las citas que era un mirador desde el que se dominaba toda la ciudad. Ni que decir tiene que mi almuerzo y mi cena fueron muy diferentes de las de las últimas semanas que habían estado presididas por la penuria económica.

El día siguiente y, por tanto, el anterior al inicio de mi persecución lo pasé lo más relajado posible para tener los nervios bien templados y la cabeza lo más clara posible.

Y, por fin, llegó el día de autos. Cargué el móvil y mi pistola de defensa eléctrica que luego revisé concienzudamente para comprobar su funcionamiento. El gato del casero me lo confirmó. Comí temprano y dormí una buena siesta, cené frugalmente, me eché al coleto una taza de café bien cargado para no dormirme y me llevé conmigo un termo lleno del mismo brebaje. A eso de las nueve estaba empezando a anochecer y yo me encontraba dentro del coche en un lugar de la calle en el que podía vigilar a la vez la puerta principal del edificio y la escalera de incendios que daba a un callejón lateral.

Como en la canción de Sabina “me dieron las diez y las once y las doce y la una y las dos y las tres” y medio termo de café caliente dentro de las tripas, pero ni a las cuatro ni a las cinco ni a las seis ni, mucho menos, a las siete. Mi bella dama no asomó la nariz (es un decir) en toda la noche y a las ocho me fui a desayunar al bar de la esquina. Seguramente me había equivocado y, tal vez, la noche de plenilunio fuese la siguiente.

Volví a casa con el sueño a cuestas y, cosa curiosa, el dichoso escalón no crujió cuando subí la escalera. Me acosté y desperté a eso de las cinco de la tarde. Ducha caliente, cena ligera, café y con el termo a pasar otra noche en blanco.

Repetí la vigilia durante cinco noches consecutivas y el resultado siempre fue el mismo, es decir, fracaso estrepitoso. Fui al lugar de las citas y tampoco allí apareció nadie. Volví a mi apartamento más liado que el turbante de un faquir y, cuando estaba a punto de abrir la puerta, mi casero que me llama y me entrega un sobre color crema igualito que el otro. Y yo que le pregunto por quién lo ha traído y él que me dice que un chófer con gorra de plato y todo, y yo que me quedo con cara de tonto y él que se da media vuelta y se mete en su casa.

Después de esto se podrá comprender fácilmente que abrí el sobre pretendiendo encontrar la clave del misterio pero allí había otros veinte billetes y otra hoja de papel en la que podía leerse: “Las cosas evidentes no se ven a simple vista”.

Aquello era un nuevo reto para mi pobre y deteriorada inteligencia pero decidí aceptar el envite y preparé cuidadosamente lo que debía de hacer durante el próximo plenilunio.

Aquel ciclo lunar se me hizo eterno ansiando fervorosamente que llegase el día señalado. Y llegó y yo velé las armas cual caballero andante y me instalé en mi observatorio como en la otra ocasión pero procurando estar atento a todo lo que se moviera en las cercanías del edificio en cuestión. Y entonces fue cuando mis ojos descubrieron una figura familiar, sí, era el chófer, aunque no llevaba su gorra de plato, sino que paseaba a un enorme perro a lo largo de la fachada y… no era un perro,… era una perra,… mejor dicho era una loba, una mujer loba preciosa.

Como si hubiera adivinado que lo estaba mirando, el chófer se agachó y soltó la cadena que le unía al collar de la fiera. El animal, al sentirse liberado, inició un trote alrededor del hombre y, al poco, se apartó de él y se dirigió hacia el extremo de la calle opuesto a mi posición. Yo desperté del embeleso provocado por mi descubrimiento y puse en marcha el vehículo para comenzar a seguir al objeto de mi trabajo.

La loba continuó hasta el final de la calle y, luego de cruzarla, torció a la izquierda. Siguió así un trecho de unos ochocientos metros hasta que se detuvo delante de un edificio de dos plantas.
Era un edificio de finales del diecinueve con ciertos toques modernistas en su decoración. Sobre la puerta principal se abría un balcón corrido que ocupaba casi la mitad del ancho de la fachada. A ambos lados de la puerta, sendos ventanales y, debajo de ellos, dos ventanas de poca altura mostraban la existencia de un sótano en el que debía haber una luz encendida cuya claridad se filtraba al exterior a través de las rendijas de una persiana.

El aullido de la loba me hizo volver a la realidad y pude observar cómo la puerta se entreabría para que el animal pasase al interior de la mansión. Aparqué junto a la acera frente a la casa y, en ese momento, las luces de la calle se apagaron dejándolo todo iluminado solamente por la lechosa luz de la luna.

Apagué el motor, revisé mi defensa eléctrica y salí fuera del coche con la intención de acercarme a la casa. Fue en ese preciso instante cuando la luna se escondió tras una nube y la oscuridad se apoderó del escenario. La tenue luz que se filtraba por la pequeña ventana del sótano me atraía como un poderoso imán y, como un sonámbulo, crucé la calle hasta llegar al ventanuco. Me agaché y atisbé a través de la persiana. El sótano estaba iluminado por una lámpara de doce brazos con una llama en cada extremo. En el centro de la estancia había un dibujo en forma de luna llena y a su alrededor y sentados en alfombras había doce personas vestidas de negro entre las que reconocí a la misteriosa dama.

No podía entender lo que hablaban pero la conversación debía ser interesante para los asistentes dado que intervenían animadamente hasta que el que parecía de mayor edad tomó la palabra y los demás quedaron en silencio.

- Esta noche de Plenilunio es verdaderamente especial para nosotros – comenzó diciendo – Habréis observado que todo está en tinieblas excepto esta habitación que nos acoge.

         Los demás asintieron en silencio y se aprestaron a escuchar atentamente lo que el líder había comenzado a manifestar.

- Entre nosotros los licántropos es de sobra conocido que la consanguinidad ha hecho que cada vez seamos criaturas más débiles y enfermizas y que nos encontremos al borde de la extinción si no ponemos remedio rápidamente – prosiguió diciendo el anciano.

Todos los asistente hicieron ostensibles gestos de conformidad con lo que el hombre estaba planteando y un murmullo recorrió la sala.

- ¡Silencio, por favor, hermanos! – expresó con tono firme el orador – He pensado una solución que creo nos dará los resultados apetecidos, es decir, nos renovará como especie y nos devolverá la fuerza que hoy estamos perdiendo a pasos agigantados.

Ninguno de los asistentes osó romper el silencio que siguió a esta manifestación.

- Entre nosotros aún queda alguien que conserva suficiente vigor y limpieza de sangre para ser la salvadora de nuestro género – hizo una pausa como para tomar aliento – Si ella está dispuesta a sacrificarse por nosotros, nuestra gratitud será eterna como corresponde a tamaño gesto de altruismo.

Los once oyentes se miraron como queriendo adivinar quién era el blanco de las afirmaciones del anciano.

- Su nombre es…  – y aquí se interrumpió como si se le quebrase la voz – su nombre es – repitió de nuevo – Selena, mi amada hija.

Todas las miradas se volvieron hacia mi hermosa clienta que inclinó la cabeza en actitud de aceptación y yo sentí como si un nudo me apretase la garganta y un latigazo de miedo recorrió mi cuerpo. Estaba siendo testigo de un acontecimiento trascendental en la vida de aquellas criaturas.

- Selena, hija mía, ¿estás dispuesta a unirte a un mortal para salvar a nuestra gente? – preguntó el anciano con voz solemne.

- Estoy dispuesta, padre – respondió resueltamente.

- Habrás de tener en cuenta que el elegido ha de estar suficientemente dotado de inteligencia, fuerza y astucia para que vuestra descendencia sea la mejor de las posibles – sentenció el líder.

- Ya tengo elegida a la persona y espero que no me fallará – medió ella y dirigió una mirada hacia mi observatorio – Mañana mismo estoy citada con él en el mirador.

No hay comentarios:

Publicar un comentario