El sol
estaba en su cénit y el asfalto parecía derretirse con el intenso calor de
aquél mediodía de principios de verano. Germán no había estado nunca tan al sur
del país y desconocía por completo el peligro que corría exponiéndose al sol
sin protección de ninguna clase. Tomó el polvoriento camino que salía a su
izquierda y que estaba señalizado con el letrero de “Excavación arqueológica a 15 Km.” El paisaje era casi
desértico y sólo de cuando en cuando se encontraba algún que otro matorral
espinoso que, a duras penas, sobrevivía con aquél calor infernal, debía estar
soportando lo menos cuarenta grados de temperatura y la cosa iría a más en las
próximas horas. Se detuvo y, con gesto preocupado, rebuscó en su mochila
buscando la botella de agua; bebió un trago y observó que el pequeño recipiente
estaba casi a la mitad. A eso de las tres de la tarde, y bajo un sol de
justicia, terminó con el contenido de la botella, la guardó vacía y continuó su
cansino caminar por la senda polvorienta surcada por rodadas de los vehículos
que la habían recorrido con anterioridad.
No
dejaba de darle vueltas a la cabeza pensando en la tontería que había hecho
cuando decidió hacer solo y a pie el camino que debía conducirle al lugar donde
iba a trabajar durante los próximos dos meses colaborando en una excavación
arqueológica. Si hubiese sabido que el clima podría ser un enemigo más fuerte
de lo que él pensaba, seguramente habría viajado en el camión de los víveres
pero ya era tarde para lamentaciones. Si su familia supiera lo mal que lo
estaba pasando en esos momentos le habrían prohibido taxativamente que
participase en el campo de trabajo dado que aún era menor de edad aunque fuera
sólo por veinte días. En estas cavilaciones estaba cuando le pareció vislumbrar
algo que se movía a lo lejos. Se preparó para hacerle señales pidiendo ayuda
pero, en ese mismo instante, perdió el conocimiento y cayó al suelo como un
fardo.
Lo
primero que vio cuando despertó fueron unos ojos de color miel que le
observaban con curiosidad. Tuvo que volver a cerrar los ojos porque la luz que
entraba por la ventana de la habitación le molestaba sobremanera.
-
¿Dónde estoy? – consiguió articular sin despegar aún los párpados.
- Estás
en mi casa, - le respondió una voz joven de mujer – bueno, mejor dicho, en la
casa de mi familia.
A duras
penas consiguió entreabrir los párpados y contempló vagamente a la chica con la
que hablaba. Pelo castaño claro, boca de labios gordezuelos y una naricita
respingona enmarcaban aquel par de ojazos que fueron su primera visión.
- No sé
lo que me ha podido pasar, - dijo – iba al campamento de la excavación y he
debido marearme con el calor.
- Pues
hace ya dos días que te mareaste y estabas casi completamente deshidratado, -
contestó la chica – menos mal que mi madre es enfermera y te puso el suero para
tratar de recuperarte, ya llevas cuatro litros.
Germán
abrió los ojos totalmente y observó como su muñeca izquierda estaba conectada a
un frasco de suero que colgaba de un perchero.
-
¡Gracias!, me llamo Germán Nogales y soy estudiante de bachillerato. – Se
presentó. – ¿Y dices que llevo dos días sin despertar?
- Dos
días cabales, porque te encontramos el lunes a las cinco y media de la tarde y
ahora son las seis del miércoles. – repuso ella.
Germán
hizo el ademán de levantarse pero ella le detuvo con un gesto:
- No,
no te levantes todavía, - le pidió – espera hasta que vuelva mi madre para que
te quite el suero, ha ido al supermercado para comprar comida. Estará a punto
de llegar.
Como si
hubiese sido una premonición se escuchó el ruido de la puerta al cerrarse y un
taconeo de mujer que precedió a la aparición de la madre de la joven.
- Ah,
vaya, al parecer ya se ha despertado el bello durmiente, ¿no? – dijo
alegremente entrando en la habitación cargada con un par de bolsas del súper –
supongo que ya sabrás su nombre y lo que hacía tirado en medio del camino.
- Sí,
se llama Germán y se dirigía al campamento de la excavación arqueológica. –
comentó la joven.
- Muy
bien, querido Germán, yo me llamo Andrea y ésta es mi hija Marta – explicó la
madre – Te encontramos sin conocimiento en el camino que viene de la ciudad y
te trajimos a casa para cuidarte porque habías sufrido un golpe de calor.
- Ya le
he dado las gracias a su hija porque sin Vds. seguramente habría muerto –
argumentó Germán – pero me gustaría poder levantarme o al menos intentarlo pero
este gotero…
-
Espera un momento que voy a poner la comida en el frigorífico y te libero del
suero, vuelvo en seguida. – Dijo Andrea saliendo de la habitación.
Marta
salió detrás de su madre y, cuando el joven se quedó solo, observó
detenidamente el lugar en que se encontraba.
Era un
cuarto rectangular de unos diez o doce metros cuadrados, había una puerta y una
ventana con rejas en paredes opuestas, la cama, una mesita de noche, un pequeño
armario y el perchero constituían el exiguo mobiliario.
En
menos de cinco minutos madre e hija volvieron a entrar en el dormitorio. La
madre, con mano diestra le quitó la vía que le unía al frasco de suero mientras
la hija sacaba del armario la ropa que él había llevado pero limpia y
planchada. Germán se dio cuenta de que estaba desnudo y se ruborizó al pensar
en quiénes le habrían quitado la ropa.
-
Marta, vamos a la cocina que Germán querrá vestirse sin espectadoras, ¿no es
así? – inquirió Andrea.
Germán
se puso rojo como un fresón y sólo supo hacer un gesto de asentimiento con la
cabeza porque no acertaba a pronunciar palabra alguna.
El
primer intento de levantarse de la cama resultó fallido porque toda la
habitación empezó a darle vueltas. En su segunda tentativa logró sentarse en la
cama y, poco a poco, consiguió vestirse y ponerse en pie aunque continuaba
ligeramente mareado. Por fin comenzó a andar con paso vacilante al principio
pero al cabo su estabilidad volvió y su caminar se hizo prácticamente normal.
Se orientó por el sonido de la conversación que mantenían madre e hija y así
llegó hasta la cocina.
Marta era
una muchacha delgaducha que mediría metro sesenta aproximadamente y su madre
tenía más o menos la misma estatura. Coincidían ambas en el color del cabello y
de los ojos pero Andrea que tendría unos cuarenta años era una mujer que hacía
volverse para mirarla a cualquiera que se cruzase con ella pues conservaba una
figura esbelta que tenía cada cosa en su sitio.
Germán
las estaba observando descaradamente dado que se encontraban de espaldas a él
cuando Andrea dijo volviéndose con una encantadora sonrisa en los labios:
- ¿Has
terminado ya tu observación, o prefieres ver ahora el “otro lado de la luna”? –
comentó posando cómicamente y sin perder el buen humor. – No, no vayas a
sonrojarte de nuevo que no te vamos a comer – continuó mientras Marta también
se volvía hacia él.
Los
tres rieron francamente por lo cómico de la situación y para Germán fue la
válvula de escape a su nuevo azoramiento.
- Voy a
salir afuera para ver el jardín –dijo el joven.
- No, -
replicó la madre secamente. Y luego suavizando el tono continuó – No estás
todavía repuesto del todo y hace un calor infernal esta tarde, tendrás que
dejarlo para más adelante porque, aunque tú creas que estás bien, lo cierto es
que aún estás muy débil y no sería bueno que tuvieras una recaída que podría
ser fatal.
- Bien,
supongo que tiene Vd. razón, - repuso Germán - en ese caso voy a llamar a mis
padres que estarán preocupados sin tener noticias mías desde hace dos días.
- No
tenemos teléfono – comentó Marta rápidamente.
- No
importa – respondió el chico – tengo mi móvil en la mochila. ¿Dónde está mi
mochila?
-
¿Mochila?, Marta, ¿recogiste tú alguna mochila? – interrogó la madre.
- No, mamá,
allí no había ninguna mochila – contestó la hija.
-
Seguramente alguien llegó antes que nosotras y se llevó tus cosas – zanjó
Andrea.
- ¿Y
cómo les digo a mis padres que estoy bien? – preguntó el muchacho - Además tengo que comunicar al jefe de la excavación
que he tenido un percance y llegaré con unos días de retraso.
-
Puedes darme los números de teléfono de tus padres y de la excavación y yo
llamaré desde el hospital cuando vaya a trabajar esta noche. – Dijo Andrea
solucionando el problema.
- Muchas
gracias – dijo Germán aliviado – Se los apuntaré si me da Vd. papel y algo para
escribir.
- Ahora
mismo te lo doy – respondió Andrea – y haz el favor de tutearme que no soy tan
mayor.
- De
acuerdo – repuso el chico mientras cogía de la mano de la mujer el papel y el
bolígrafo que había solicitado.
Escribió
unos números en la hojita de papel y se lo alargó a Andrea que lo guardó en su
bolso.
- No te
preocupes que antes de empezar mi guardia llamaré a tus padres y a la
excavación – dijo ella.
Germán
pasó el resto de la tarde intentando ver una película en la televisión pero, la
verdad sea dicha, su mente no estaba para seguir el hilo de la trama policiaca
del film y, en un momento dado, sucumbió al sueño.
Le
despertó la voz de Marta que le llamaba desde la cocina.
- ¡Vamos,
dormilón, levántate y ven a ayudarme a hacer la cena o te quedas sin probar
bocado! – gritó la chica.
- Voy
al baño a lavarme las manos y estoy contigo – contestó medio dormido – A
propósito, ¿dónde está el baño?
- Justo
al lado de la habitación en la que estabas antes – contestó ella.
Se lavó
las manos y acudió a la cocina para ayudar a Marta pero su ayuda ya era
innecesaria porque la cena ya estaba lista y puesta sobre la mesa. Ella le
indicó cual era su sitio y se sentaron para dar cuenta de lo que había
preparado: una ensalada de verduras frescas y una carne mechada aderezada con
una salsa agridulce. Comieron y charlaron animadamente sobre el hambre que
tenía después de dos días sin nada que llevarse a la boca. La carne estaba
deliciosa y repitió bajo la sorprendida mirada de su joven acompañante. Un
yogur de postre fue el complemento ideal para facilitar la digestión de la
opípara cena.
- ¿De
verdad que te ha gustado o sólo lo dices como un cumplido? – inquirió Marta.
- Te
aseguro que hacía mucho tiempo que no comía con tanto apetito, ya sabes, los
exámenes y eso me hacen perder las ganas de comer – comentó y añadió con
entusiasmo – Pero es que tanto la ensalada como esa carne en salsa estaban
riquísimas.
- ¿En
serio que te ha gustado la carne? – continuó ella con sus preguntas.
- Ya te
lo he dicho, - atajó él – estaba deliciosa.
- Pues
la salsa es un invento mío – presumió la joven – y no te puedo decir la receta,
es un secreto familiar.
- Oye,
Marta, ¿y tú no tienes padre? – preguntó de sopetón.
- Pues
no, nos abandonó hace más o menos un año – contestó ella un tano tensa.
- ¿Se
fue y os dejó solas? – siguió preguntando.
- No,
murió – contestó la chica con sequedad.
- Y,
hablando de otra cosa, ¿tú qué estudias? – preguntó Germán cambiando el tema de
conversación ya que le pareció que ella no quería hablar de su padre.
- Este
año he terminado la obligatoria y me he matriculado en un ciclo formativo de
hostelería – contestó ella mucho más relajada con el cambio del rumbo de la
conversación.
- ¿Vas
a seguir en el mismo Instituto? – continuó el chico.
- No,
voy a estudiar en un centro privado – repuso Marta – en mi Instituto no hay la
especialidad que yo quiero.
- ¿Qué
prefieres, cocina o comedor? – siguió Germán con su interrogatorio.
- Cocina
por supuesto – respondió rápidamente la muchacha.
-
¿Quieres que te ayude a recoger la mesa y a fregar los platos? – aventuró él.
- Me
parece una idea genial – se animó ella – y después podemos ver una serie de
televisión muy interesante.
Ambos
se pusieron a la tarea y en un abrir y cerrar de ojos estaba todo recogido y la
cocina limpia como un jaspe.
Cuando
llegaron al salón se sentaron juntos en el sofá y Marta, mientras encendía el
televisor, le lanzó:
- ¿Y tú
es que quieres ser arqueólogo? – dijo.
- Pues
sí, me encantaría serlo y poder investigar en países como Egipto o la zona de
la antigua Mesopotamia. – Respondió resueltamente Germán.
- ¿Por
eso vas a ir a la excavación? – preguntó Marta – No creo que aquí encuentres
muchas momias.
- No,
aquí aprenderé cómo se debe excavar sin destrozar lo que está enterrado –
explicó – También se aprende a restaurar las vasijas y otros enseres que se van
encontrando. Es como montar un puzzle. ¿No te gustan los puzzles?
- No me
muero yo por hacer un puzzle – respondió ella – siempre que lo he intentado he
acabado con dolor de cabeza.
-
Claro, por eso se llaman “rompecabezas” – terminó Germán.
-
¿Vemos la serie?, seguro que te gusta.- Propuso Marta.
- De
acuerdo, veámosla – concedió él.
El
contenido del telefilme no era otro que un asunto relacionado con alguien que
había desaparecido misteriosamente y, por más que los investigadores
intentaban, no lograban encontrar pista alguna que indicara si el desaparecido
estaba o no vivo, más bien parecía que se lo había tragado la tierra o bien que
se había evaporado y, al parecer, llevaban ya más de treinta capítulos según le
explicó Marta.
- ¿Tú
no has visto ningún capítulo de esta serie? – preguntó ella cuando terminó la
emisión.
- No,
en casa de mis padres no tenemos parabólica y ésta se emite en un canal de pago
– respondió Germán. - ¿Y cómo es posible que tengáis parabólica y no tenéis
teléfono móvil?
- Es
que aquí no hay cobertura para los móviles – explicó atropelladamente la chica
– incluso tenemos que producir la electricidad con placas solares que tenemos
en el tejado de la casa.
- Sí,
lo que es de sol estáis bien servidas – bromeó él haciendo referencia al golpe
de calor que había sufrido cuando caminaba.
-
Bueno, ya está bien de charla – dijo Marta adoptando una pose maternal – vamos
a la cama que estás aún muy desmejorado y tienes que reponerte.
- Sí
mamaíta –se burló Germán haciendo un gesto de obediencia. - Me iré a la cama a
soñar con los angelitos y, quien sabe si con alguna “angelita” también.
- ¡Hale!,
a la cama y no digas más tonterías o se lo diré a mi madre – terminó ella en
tono jocoso.
Germán
se dirigió al dormitorio y se acostó rápidamente, en realidad estaba más
cansado que de costumbre y necesitaba dormir para reponerse como le había dicho
Marta pero el sueño no acudía a su cita. Pensó en sus padres que ya estarían
tranquilos después de que los hubiese llamado Andrea y en Carla, su hermana
pequeña, cuando acabase su trabajo estival en la excavación volvería con su
familia para dar las gracias a Marta y a su madre. Seguramente Carla haría
buenas migas con Marta pues eran casi de la misma edad. Cuando estaba en estos
pensamientos le sorprendió el sueño y se quedó dormido como un tronco hasta
que, a la mañana siguiente, le despertó la voz de Andrea que hablaba por
teléfono con alguien. ¡Por teléfono! ¡No podía ser! Si no había teléfono ni
cobertura ni nada según le dijeron la tarde anterior. Se quedó en la cama
haciéndose el dormido y afinó el oído para tratar de enterarse del contenido de
la conversación telefónica.
- “… es
que mi hija no se encuentra bien y necesitaría faltar al trabajo hasta el lunes
para ocuparme de ella. Como vivimos en un lugar tan aislado no quiero dejarla
sola…” – decía Andrea a su interlocutor – “¡Gracias! La próxima semana
recuperaré las horas perdidas” – continuó – “De acuerdo, hasta el lunes pues”
Germán
se levantó silenciosamente y atisbó por la ventana. Vio a Andrea junto a su
coche que guardaba el teléfono móvil en el bolso y se disponía a entrar en la
casa. La costumbre de dormir con la ventana abierta le había permitido saber
que algo se escondía detrás de la amabilidad exquisita con que le trataban
madre e hija. Cerró la ventana y encendió el aire acondicionado como estaba
cuando fue a acostarse la noche anterior y, sin hacer ni el más mínimo ruido se
volvió a la cama para hacerse el dormido mientras pensaba en lo que acababa de
descubrir
Marta
apareció a los pocos minutos con una bandeja en la que humeaba una taza de
chocolate acompañada de unos bollos.
-
¡Despierta, dormilón!, hoy vamos a dar un paseo por el jardín antes de que haga
calor – dijo.
- ¿Qué
hora es? - preguntó Germán simulando que
se acababa de despertar.
- Son
las nueve y, como te acostaste a las once, ya llevas diez horas durmiendo y es
más que suficiente – aclaró ella – anda siéntate que hoy vas a desayunar en la
cama, pero no te acostumbres que mañana lo harás en la cocina como lo hacemos
las demás.
- ¿Ha
llegado ya tu madre? – preguntó él como si no lo supiera.
- Sí,
llegó hace un ratito y se ha echado para descansar. Ha tenido una guardia
movidita – contestó – Cuando acabes te duchas que te voy a traer ropa de mi
padre para que te puedas cambiar.
Germán
desayunó despacio tratando de ordenar sus ideas y decidió no comentar nada del
teléfono pero estaría atento a todo lo que ocurriese de ahora en adelante. Se
levantó de la cama y fue al baño para ducharse.
Mientras
se duchaba siguió elaborando la estrategia a seguir para que ellas no se dieran
cuenta de que sabía que le estaban engañando aunque no se explicaba el por qué.
-
¿Puedo pasar? – Preguntó Marta entreabriendo la puerta – te traigo una muda y
un chándal.
- Pasa,
- contestó desde dentro de la cabina de
la ducha – no te preocupes que no estoy visible.
- Te
dejo la ropa sobre el taburete, ¿vale? – dijo la muchacha y salió del baño
cerrando la puerta tras ella.
Germán
se vistió con el chándal que Marta le había llevado y salió en dirección al
dormitorio para dejarlo recogido, colgó la otra ropa en el armario y luego se
dirigió al salón donde Marta hojeaba una revista junto a una ventana.
- ¡Vaya!
No te queda nada mal – saludó ella entre risas porque la ropa le quedaba
bastante grande al chico – vamos al jardín, te quiero enseñar una planta
bastante rara.
- De
acuerdo – contestó él - ¿Le has preguntado a tu madre si hizo las llamadas
telefónicas?
- No,
la verdad es que no he caído en ello – se lamentó Marta – cuando se levante se
lo preguntaremos pero estoy segura de que no tienes porqué preocuparte, mi
madre es una persona muy organizada y no se olvida de nada.
Marta
abrió la puerta que daba al jardín y que estaba cerrada con llave y ambos
salieron al aire libre.
- Ven,
aquí tengo una planta que no es fácil de encontrar en un jardín – Dijo Marta
dirigiéndose a una zona del jardín.
- ¿Tan
rara es? – preguntó Germán interesado.
- Sí,
es una planta carnívora – replicó ella.
- Pero
no me comerá si me acerco – comentó el chico.
- No,
no te preocupes, sólo come moscas y otros insectos – explicó ella – de hecho se
llama atrapamoscas. Si la rozas verás que se cierra y atrapa lo que la haya
excitado. Luego segrega un líquido que digiere la presa y así se alimenta.
- Menos
mal que es pequeña, - dijo Germán – si no sería capaz de devorarme a mí.
- No te
preocupes – le quitó importancia la muchacha – eres demasiado grande para ella.
- ¿Y
hay otras cosas curiosas en tu jardín? – preguntó él.
- Sí,
tenemos muchas plantas aromáticas – respondió ella dirigiéndose a otra zona del
jardín.
- ¿Para
qué pueden servir las plantas aromáticas? – siguió Germán inquiriendo.
- Pues
para muchas cosas. Por ejemplo pueden servir para hacer infusiones, para
aromatizar el ambiente o como condimento para hacer salsas que den un sabor
especial al pescado o a las carnes. -
Explicó la chica. - Hay todo un mundo de sabores y aromas detrás de las
plantas aromáticas.
- ¿Y
qué plantas usaste para la salsa de anoche? -
preguntó Germán de improviso.
- Eso
es un secreto de familia, ya te lo he dicho -
contestó ella con decisión.
- Está
claro que no puedo pillarte, ¿eh? – aventuró él.
- En
ese aspecto no tengo puntos flacos – aseguró Marta.
Germán
comprendió que la conversación no le iba a reportar demasiadas informaciones y
cambió de tema sobre la marcha.
-
¿Tenéis árboles frutales en el jardín? – preguntó.
- Sí,
tres naranjos, un limonero, dos melocotoneros y un ciruelo – enumeró ella de
corrido.
- Pues
tendréis fruta para casi toda la temporada – se atrevió él.
- Sí,
para las dos tenemos de sobra pero, a veces, hay que comprar alguna porque
acabamos con la de nuestros árboles. – Explicó Marta.
- Ya,
comprendo, sandías o melón en verano, ¿no? – aventuró Germán.
- Sí,
eso y algunas más para variar como manzanas o peras que aquí no se dan bien por
el calor – completó ella.
-
Bueno, Marta, ¿y cuanto espacio tiene vuestro jardín? – inquirió el muchacho.
- Unos
mil metros cuadrados aproximadamente – respondió Marta.
- ¿Y no
lo tenéis cercado? – siguió preguntando – Lo digo por los que roban,
- Sí,
tenemos una cerca de más de dos metros de altura – explicó ella – Ven que te la
voy a enseñar. – Dijo dirigiéndose hacia un extremo del jardín.
Marta
le condujo hasta uno de los bordes del terreno que estaba protegido por una
tapia que tenía en la parte superior una doble protección de alambre de espino.
- El
alambre está electrificado para evitar que los intrusos puedan penetrar porque
este lugar está muy aislado y hay que protegerse de determinada gente, -
explicó la chica. - Nunca se sabe quién
puede querer entrar ni qué intenciones tiene.
- Ya,
lo comprendo, - dijo Germán – pero y la puerta, ¿qué seguridad tiene?
- La
puerta sólo puede abrirse mediante un mando a distancia programado
especialmente y que lo tiene mi madre escondido a buen recaudo. – explicó
Marta.
- Total,
- comentó él – que estáis prisioneras de vosotras mismas.
- Si tú
lo ves así… - dijo Marta – Pero para nosotras es una garantía de mantener
nuestra intimidad.
- ¿Y el
agua para regar de dónde la sacáis? – inquirió el muchacho – con este calor es
un milagro mantener un jardín como éste.
- Hay
un pozo, - explicó ella – hubo que profundizar mucho pero tuvimos suerte y
conseguimos un caudal suficiente para el riego y para beber. Tenemos una
pequeña depuradora para potabilizar el agua.
- Vamos
que se puede decir que sois autosuficientes en lo tocante al agua y a la
electricidad – comentó Germán.
- Pues
sí, sólo nos falta un huerto, un río con peces y un corral para completar –
dijo ella medio en serio medio en broma. – Bien, ya hemos paseado y es hora de
volver adentro que está empezando a hacer calor.
Volvieron
a entrar en la casa en el momento que Andrea salía del baño después de asearse.
- Ya he
hablado con tus padres, Germán, - dijo al verlos – estaban un tanto nerviosos
pero ya les he tranquilizado. Y el jefe de la excavación me ha dicho que te
recuperes totalmente antes de incorporarte al trabajo. Y, por cierto, la ropa
te queda muy requetebién – comentó riéndose.
-
¡Gracias, Andrea!, - manifestó Germán siguiéndole la corriente.
Sin
querer se estaba convirtiendo en un maestro del disimulo y la mentira pero
necesitaba saber cuál era la razón de que, tanto la madre como la hija, le
estuvieran engañando desde el principio.
Germán
se excusó para ir al baño y ellas dos se fueron al salón so pretexto de leer un
rato antes de dedicarse a preparar la comida para el almuerzo.
La
cabeza de Germán era un hervidero de ideas incontroladas que pugnaban por
solucionar el problema en que se sabía inmerso. No sabía qué camino tomar para
salir de allí y llegar a la excavación donde pensaba que estaría a salvo pero,
realmente, no sabía de qué tenía que huir ni cuál era el motivo de su
inquietud.
Al
volver al salón preguntó:
-
¿Tenéis algún libro sobre historia o arqueología para entretener el tiempo?, en
mi mochila llevaba varios pero como ha desaparecido…
- Mira
en la biblioteca, – dijo Andrea - ¿sabes dónde está?
- Sí,
gracias, iré a ver qué encuentro – comentó Germán.
Fue a
la biblioteca que era una estancia no demasiado amplia pero con estanterías en
las cuatro paredes que llegaban hasta el techo. Pensó que tenían una buena
colección de libros y se puso a la tarea de encontrar algo para hacer como que
leía mientras completaba su plan de acción. Los libros estaban organizados por
temas y no le fue difícil encontrar lo que buscaba: un libro que conocía casi
de memoria y del que podría hablar si le preguntaban por lo que había leído.
Volvió al salón y se sentó en un extremo del sofá en el que estaba sentada
Marta.
- Ah,
vaya, ya veo que has encontrado algo que te puede interesar: “Dioses, tumbas y
sabios”, es un libro que le encantaba a papá, ¿verdad? – dijo Marta
dirigiéndose a su madre.
- Por
supuesto – comentó Andrea con indiferencia y sin dejar de mirar su libro – debe
ser muy interesante.
Y sin
mediar más conversación cada cual se enfrascó en la lectura de su libro aunque
Germán en lugar de leer iba repasando las medidas de seguridad que había
observado en el jardín. Tenía decidido escapar en cuanto fuera posible pero
para ello necesitaba saber el escondite del mando que abría la puerta del
jardín así como localizar la llave de la puerta de la casa.
Al cabo
de un buen rato madre e hija se levantaron y dijeron que iban a preparar el
almuerzo y que, por ser un invitado especial, le iban a liberar de ese trabajo,
así que siguió simulando que leía pero agudizó el oído para escuchar la
conversación que ellas tenían en la cocina para ver si cogía alguna pista.
- No
voy a ir al hospital hasta el lunes – oyó comentar a Andrea – así podremos
prepararlo todo.
- ¿Estás
segura de que podremos entre las dos? – preguntó Marta.
- Es
cuestión de darle el tranquilizante con el chocolate del desayuno y no dará
ningún problema – explicó la madre.
- ¿Estará
mas tierno que papá? Porque si la carne se guisa durante mucho tiempo para
ponerla tierna se pierden sus propiedades organolépticas. – Dijo con
suficiencia la hija.
Germán
palideció y estuvo a punto de gritar de pánico. Estaban hablando de él, mejor
dicho, estaban hablando de su carne, pensaban comérselo como parecía que habían
hecho con el padre. Entonces la carne de la cena era carne humana. Le habían
convertido en un caníbal y además le iban a sacrificar como si se tratase de un
cerdo o de una vaca. Su cerebro se negaba a funcionar, estaba atenazado por el
miedo pero su salvación dependía en gran medida de que continuara disimulando
para que ellas cometieran algún error que le pudiera beneficiar a él. Tenía de
plazo hasta la hora del desayuno y había que buscar una solución.
Se
levantó del sofá procurando hacer algo de ruido para que ellas supieran que
había dejado de leer y podría oír su conversación. Se asomó a la cocina y
preguntó intentando que no le temblase la voz:
- ¿Cómo
va la comida?, desde el salón huele muy bien.
- No te
impacientes – respondió Marta en tono jocoso –
necesitamos tiempo para prepararla bien.
Germán
se dio media vuelta y se dedicó a recorrer la casa para buscar alguna salida.
Además de la puerta principal que daba al jardín, había otra puerta que también
estaba cerrada con llave pero era una cerradura que se podría forzar sin
demasiada dificultad. Fue al dormitorio y miró en el armario por si había algo
que le pudiera servir como herramienta. No había nada aparte de su ropa y una
manta. La levantó y, al hacerlo, algo metálico cayó al suelo. Lo pisó
rápidamente para que no hiciera ruido y miró: era la pequeña navaja que siempre
llevaba en el bolsillo del pantalón, seguramente que habían lavado la prenda
con la navaja dentro y luego, al meter la ropa en el armario, se había caído y
se quedó escondida entre los pliegues de la manta. Bueno, al menos tenía algo
para hurgar en la cerradura.
Desde
la cocina no se podía ver la puerta que él quería abrir así que, sin más
dilación, se puso manos a la obra pero sin olvidar estar atento a cualquier sonido
de pasos que pudiera indicarle que alguna de ellas se aproximaba. Hubo suerte y
en pocos minutos consiguió forzar el pestillo sin hacer ningún destrozo que le
delatase. Abrió la puerta y se encontró con un armario. Su gozo en un pozo,
aquella puerta no conducía a ninguna parte, pero cuando miró hacia abajo el
corazón le dio un salto: allí estaba su mochila, su querida y perdida mochila y,
dentro de ella, estaría su móvil. No perdió el tiempo y la abrió apoderándose
de su teléfono como si se tratase de agarrarse a un clavo ardiendo. Lo guardó
en el bolsillo del chándal y cerró la puerta procurando dejar el pestillo como
si nadie la hubiera forzado. Estaba tan excitado que le temblaba todo el
cuerpo. Fue al baño y se lavó la cara con agua fría para tranquilizarse cuando
oyó la voz:
- ¡A
comer!, Germán, la comida está en la mesa. – Era Andrea quien le llamaba. –
Lávate las manos.
- Estoy
en ello – respondió terminando de serenarse por completo.
Se
dirigió a la cocina donde Andrea y Marta ya le esperaban sentadas a la mesa. Ocupó
el lugar que la noche anterior le designó la chica y se dispuso a seguir
disimulando mientras almorzaban.
Comieron
arroz a la milanesa y un filete de pez espada con una guarnición de verduras que
le supieron a gloria porque estaba preocupado por si le volvían a poner carne.
Una tajada de melón y un café completaron el ágape.
Se
ofreció a recoger la cocina y lo hizo junto con Marta como la noche pasada y,
cuando terminaron, se excusó para ir al dormitorio so pretexto de echar una
siesta.
Andrea
y Marta también decidieron descansar un rato y la casa quedó sumida en un
silencio que a Germán le resultó abrumador.
Durante
toda la comida estuvo obsesionado con la posibilidad de que su teléfono no
tuviese batería suficiente para hacer una llamada que pudiera salvarle la vida
pero cuando llegó al dormitorio pudo comprobar que tenía carga bastante. Dudó
si hacer la llamada o esperar a la noche por si ellas estaban despiertas y oían
su voz pero al final marcó el 112 y esperó contando mentalmente las llamadas:…
una,… dos,… tres,…
-
“Teléfono de emergencias, dígame…” – dijo una voz al otro lado del teléfono.
Epílogo
La
policía llegó al cabo de algo más de una hora. Rompieron la puerta del jardín
y, a continuación, la de la vivienda sin dar tiempo ni a madre ni a hija de
reaccionar. Cuando acordaron estaban ambas esposadas y un par de subinspectores
comenzaron un interrogatorio que desembocó en saber que los restos del padre se
encontraban en un congelador que estaba en un casetón del jardín.
El juez
y el forense se llevaron lo que quedaba del cadáver al depósito con el fin de
realizar una autopsia aunque fuese parcial pues las vísceras habían
desaparecido y el cuerpo estaba descuartizado.
Andrea
y Marta no le quitaban el ojo de encima y se hacían cruces preguntándose cómo
había podido avisar a la policía. Algo había fallado en su elaborado plan para
asesinarle, el finísimo oído del muchacho y su ingenio habían dado al traste
con todo lo que ellas habían urdido para darse un festín a su costa.
Germán
había contado a la persona que cogió la llamada de emergencia lo que estaba
sucediendo. Al principio no le creyeron pero insistió tanto y con tanta
convicción que persuadió al telefonista para que avisara a la policía. Con los
datos que pudo aportar el muchacho, que no eran muchos ni demasiado exactos, la
policía siguió el rastro del teléfono móvil y consiguieron llegar a tiempo.
La
policía avisó a la familia del chico para tranquilizarles ya que llevaban
varios días sin tener noticias suyas.
Al cabo
de unas horas pudo abrazar a sus padres y a su hermana y saludar al arqueólogo.
Habían sido tantas las emociones vividas en aquellos días que decidió dejar el
campo de trabajo para el verano siguiente y volver a casa con su familia a la
que tenía muchas cosas que contar, no en vano había estado a punto de ser el
plato principal en un menú diferente.
Hola Jose Felipe,
ResponderEliminarMe gustó mucho tu historia "Un menú diferente".
Me paracó que hubo mucho suspenso.
Un abrazo a tú y Martina.
Vicente