Si no hubiera sido por su madre,
Adelardo habría terminado siendo un delincuente y eso no se cansaba nunca de
repetirlo cada vez que venía a cuento y también cuando no. La verdad es que
doña Adelaida, su madre, era una señora de armas tomar y le tenía más derecho
que una vela incluso ahora que ya frisaba la cuarentena porque Adelardito,
(como le llamaba cariñosamente su mamá), estaba soltero y entero y vivía con ella
y con la tata que le cuidó desde pequeño.
Adelardo trabajaba de mancebo en una
farmacia y desde hacía unos meses había observado que una clienta nueva acudía
cada semana para preguntarle sobre las medicinas que debía tomar para adelgazar.
Él, como buen profesional, derivaba las
preguntas al farmacéutico para que la aconsejara pero al poco tiempo observó que la clienta
procuraba entrar cuando el farmacéutico no estaba y así Adelardo no tenía más
remedio que tomar la voz cantante y abordar la situación como mejor le parecía
pero siempre haciendo la salvedad que sus consejos eran sólo fruto de la
experiencia y no de una titulación de la que carecía.
Cuando puso el asunto en manos de su
madre, ella le dijo:
─ Mucho cuidado con los consejos que le das que tú eres
capaz de crear un problema a la pobre señora y como yo me entere que es así,
vas a saber quien es tu madre.
Tan al
pie de la letra se tomó la recomendación de su madre que en cuanto la clienta
volvió por la farmacia, Adelardo la invitó a tomar café en la confitería de la
esquina y allí entre sorbo y sorbo y bocado de magdalena intercalado le pidió
que se fueran a vivir juntos. Ella, toda arrebolada, le confesó que también
sentía algo por él y Adelardo le lanzó de golpe:
─ No, si yo no quiero acostarme con Vd., lo que quiero es
vigilar que se tome correctamente las medicinas que le he aconsejado.
Adelardo como su nombre indica estaba alelado y gilipollas perdido!
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