Mi abuela Isabel era la madre de mi
padre. Estaba viuda porque mi abuelo Pepe murió bastante joven (con 53 años).
Había tenido cinco hijos, dos varones, mi padre y mi tío Luis, y tres hembras,
mis tías Isabel, Ángela y Pilar, pero su casa era punto de encuentro y pensión
de hermanos, tías y sobrinos. Con ella vivía desde siempre su hermano Antonio,
su madre (mi bisabuela Ángela) y su tía Carmen amén de su sobrino Marcelino que
salió de la casa para casarse y otros sobrinos y sobrinas que fueron turnándose
a lo largo del tiempo. En esta época la casa de mi abuela era de lo más
entretenido, había incluso una tertulia todas las semanas pues en el patio se
reunían las tardes de los sábados para merendar mi bisabuela, la tía Carmen, la
tía Ana, mi abuela y Doña Rafaela, una amiga que había sido institutriz en su
juventud y que hablaba francés.
Como ya he dicho en otro momento, mi abuela Isabel era una mujer un
tanto anómala para su época. Desde niña acompañaba a su padre en sus viajes
cuando era administrador de los
Marqueses del Salar y aunque había nacido en las postrimerías del siglo XIX
sabía leer y escribir y tenía una habilidad poco común para el cálculo mental.
Padecía del hígado e iba en el verano al balneario a tomar las aguas
pero no al de Lanjarón que estaba más cerca, no, ella iba al de Cestona en San
Sebastián, donde iba la gente de clase según decía.
Durante la guerra civil, como mi abuelo tenía una gestoría y había que
arreglar papeles en Sevilla, era ella quien se encargaba de ir a Capitanía
General o a cualquier otro sitio a resolver asuntos para que mi abuelo no
tuviera que abandonar el despacho y pudiera atender a los clientes. Tal vez
fuese, sin saberlo, la primera agente de negocios femenina de Andalucía.
Sus lecturas y, sobre todo, los relatos de sus andanzas y viajes la
hacían una extraordinaria conversadora que amenizaba los ratos que yo solía
pasar en su compañía. Me explicaba cómo era el Monte Igueldo en San Sebastián y
que había un carrito tirado por una cabra para pasear a los niños. Como la
cuestión económica de la casa se había venido abajo tras la muerte de mi
abuelo, ella jugaba todas las semanas a la lotería para, si le tocaba, llevarme
a aquellos sitios a los que había viajado pero nunca fuimos porque la suerte y
ella debían de estar peleadas.
Mi abuela sabía perfectamente la tecla
que tenía que tocar para tenerme en su presencia, me llamaba por teléfono y
decía: “Tengo croquetas y pimientos asados para comer”. Ante esta irrenunciable
convocatoria yo informaba a mi madre que me iba a almorzar a casa de mi abuela
que me esperaba con una fuente de croquetas hechas con carne del cocido y otra
de pimientos asados recién aliñados que estaban para chuparse los dedos.
Cuando mis tías se fueron a trabajar
fuera de Córdoba, se quedó sola con mi tío Antonio y, en el invierno, se venía
con ellos mi tía María para quitarse un poco del frío que hacía en Salar.
Mi tía María estaba sorda como una
tapia y, aunque tenía un sonotone, no se enteraba de nada de lo que le decían.
Como es de suponer mi abuela y su hermana hablaban a voces y se entendían a las
mil maravillas, es decir, cada una hacía lo que le daba la gana y así no había
discusiones.
Yo me lo pasaba estupendamente con
ellas dos viendo algún partido de futbol en la televisión. Era increíble lo que
le decían al árbitro cuando le hacían alguna falta a los jugadores de su equipo
(por supuesto el Real Madrid) y había que oír sus “comentarios técnicos” con
respecto al juego.
Después de que mi tío Antonio muriera y
dado que mi tía María ya no salía de Salar, se trasladó a Madrid con mis tías Ángela y Pilar.
Cuando nació mi hija ella estaba de
luto riguroso porque hacía sólo un mes que había muerto mi tío Luis. Al coger
en brazos a la niña, ésta se puso a llorar, le dijimos que a la niña le
asustaba el color negro y, automáticamente se puso una toquilla de color lila y
la niña dejó el llanto con lo que volvieron a ella la alegría y las ganas de
vivir.
Tenía la ilusión de celebrar su noventa cumpleaños rodeada de gente como
le había gustado vivir siempre pero se puso muy enferma tres meses antes, sin embargo
su cuerpo aguantó firme hasta que murió el mismo día que cumplió noventa años
después de haber sobrevivido a todos sus hermanos (era la mayor) y a dos de sus
hijos.
No me cabe la menor duda de que mi abuela Isabel fue alguien muy
importante en mi vida y su recuerdo me ha acompañado siempre. Era mi abuela
favorita.
Me encanta este relato que leo una detrás de otra jajjajj
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