A modo de introducción
Me pusieron José por mi abuelo paterno, a quien no conocí porque murió dos años antes de que yo naciera, y Felipe por mi abuelo materno.
He dedicado 42 años de mi vida a enseñar y no creo que mis alumnos y alumnas hayan aprendido más de lo que yo aprendí en el Valle a lo largo de las temporadas que allí pasé cuando era un niño, y es que lo que se aprende a gusto es lo que realmente se queda dentro de ti para el resto de tu vida.
Las cosas que voy a contar en las páginas siguientes son recuerdos que tengo de los primeros diez años de mi vida. Puede que el tiempo haya borrado otros, tal vez porque eran desagradables, tal vez porque yo era muy pequeño. Los que quedaron se grabaron con tanta intensidad en mí que siempre había querido pasarlos al papel pero nunca encontré ni el tiempo ni el lugar para llevar a cabo este deseo. Ahora que estoy jubilado y tengo algo más de tiempo libre y la tranquilidad necesaria para recrearlos, ha sido el momento en el que ha sucedido este “parto indoloro” que ha permitido el nacimiento de esta mínima autobiografía.
No he sido nunca demasiado proclive a contar mis cosas y mucho menos a escribirlas pero, por esta vez, voy a hacer una excepción y me voy a lanzar al ruedo y que sea lo que Dios quiera.
Estas humildes líneas quiero dedicarlas por una parte a la memoria de mi hermano Luis Manuel que compartió conmigo parte de este tiempo y por otra a los niños y niñas que disfrutan de vivir en contacto con la Naturaleza, cosa poco corriente en estos tiempos de televisión y videoconsolas.
1 El Valle
El Valle es una finca ubicada en el término municipal de Espiel a 8 ó 10 kilómetros de la población. Una buena parte de mis diez primeros años de vida transcurrieron en el Valle. Mi abuelo Felipe, el padre de mi madre, tenía arrendada la finca y algo más de tres meses al año nos íbamos allí mi madre y yo primero y mi hermano Luis Manuel después (era cuatro años menor que yo). Mi padre iba los fines de semana, que entonces sólo eran medio sábado y el domingo, y el mes de Agosto que le daban permiso.
Mi tío Felipe (hermano de mi madre) actuaba como encargado. Había un matrimonio con una hija que eran los caseros: José (que luego descubrí que se llamaba en realidad Romualdo), Josefa y su hija Loli que tendría tres o cuatro años más que yo. Los trabajadores de la finca eran: Perico, el aperaor, y cinco o seis “gañanes”, amén de Dámaso que era un hombre mayor que cuidaba de las bestias en las noches del verano.
El cortijo se alineaba a ambos lados del camino de forma que la casa y las dependencias de los trabajadores quedaban a un lado y las cuadras, el horno y el almacén al otro. La casa constaba de un comedor con chimenea, cuatro dormitorios, la bodega y la cocina. En la planta alta estaba la cámara y el palomar. Había un patio empedrado y al otro lado de éste se encontraban la vivienda de los caseros y la habitación de los gañanes.
Como ya he explicado, al otro lado del camino estaba la cuadra, con capacidad para diez o doce animales, el horno, donde se hacía el pan, y el almacén para el grano y los aperos de labranza. También había un hermoso gallinero y una conejera.
No teníamos luz eléctrica ni agua corriente. Cada tarde ayudaba a mi tío Felipe a llenar los carburos que luego nos alumbrarían por la noche. El agua para beber se almacenaba en cuatro cántaros que estaban en el comedor y la traía todos los días José (el casero), cargada en una mula (la Española), desde el pozo que estaba a unos cincuenta metros de la casa. También había dos bidones con agua para fregar y regar que se encontraban en el pequeño jardín que precedía a la entrada principal.
2 Los animales
En el Valle aprendí a convivir con los animales pues los había tanto domésticos como silvestres. Entre los domésticos había tres caballos de silla, dos o tres yeguas de vientre, un burro y tres yuntas de mulos aunque no todos los animales estaban a la vez. En la feria de ganado de Mayo mi abuelo compraba animales para la trilla y vendía parte de las yuntas que se usaron en las labores del otoño e invierno y en la feria de Septiembre hacía la operación inversa.
Las gallinas eran animales muy importantes por lo que aportaban para la alimentación, nunca ponían los huevos en el gallinero y todas las tardes había que recorrer los alrededores para buscar los “nidales” donde ellas habían depositado el fruto de cada día. Los perdigones de mi tío Felipe estaban en jaulas encima de la cornisa de la chimenea del comedor y tenían nombres relacionados con la fiesta de los toros, (Picaor, Banderillero, Maestro, Mozoespadas, etc, …), a la que era gran aficionado.
Las ovejas no eran de mi abuelo sino que venían de Soria andando por las cañadas y se comían los rastrojos a cambio de abonarlos con sus deposiciones (no sé si pagaban algo más). Los cochinos estaban a cargo de un porquero y se recogían en la zahúrda que se encontraba bastante lejos de la casa (supongo que para evitar el “perfume”).
Teníamos una cabra, la Rubia, que la compró mi abuelo para que los niños tuviéramos leche todos los días.
Y, por fin, los perros. Había tres mastines, o mejor dicho tres mastinas: Paloma, Leona y Lobita, un setter: Blas, y un podenco: Belmonte que como puede deducirse por su nombre era el compañero de cacería de mi tío.
Mis predilectas eran las perras y, sobre todo, la Leona de la que hablaré en otro momento.
En cuanto a los animales silvestres, los pájaros aprendí a distinguirlos por sus trinos gracias a Perico el aperaor que también me enseñó a distinguir las águilas y los buitres en vuelo. Las ranas, los sapos, las culebras y los galápagos eran los juguetes (dicho sea con todo el respeto) que yo tenía en el Valle.
Y aún quedan otros que me producían bastante temor: los lobos, sí, los lobos bajaban algunas noches buscando comida y se formaba un lío monumental, mi tío y el pastor disparando las escopetas al aire los perros ladrando y persiguiendo sombras y mi madre diciendo que no se nos ocurriera salir de la casa.
3 La Leona
Me dijeron que nació cuando yo tenía dos años y era hija de la Paloma. Su pelo era blanco y negro, tenía cortado el rabo y las orejas y llevaba un collar de púas por si se peleaba con los lobos. Era un ejemplar enorme, a cuatro patas era casi tan alta como yo que ya tendría unos siete u ocho años.
Aquella perra me adoptó y no me dejaba solo ni a sol ni a sombra. Era mi acompañante y cuidadora en los paseos que diariamente realizaba al arroyo, al pozo, a la huerta, a casa de Juan José (el vecino) o a cualquier otro sitio.
Un día tomé el camino en dirección al cortijo de Don Manuel (otro vecino) y me alejé bastante de nuestra casa, quizás un kilómetro o algo más, y perdí de vista a la Leona. De pronto distinguí a unos doscientos metros al zagal de las ovejas del vecino que me gritó para que me saliera de su terreno porque me había saltado la linde. Yo no hice ni puñetero caso y seguí mi camino cuando veo que me azuza el perro mastín que llevaba con él y el animal empezó a correr en mi dirección ladrando como una fiera. Se encontraba el perro a unos veinte o veinticinco metros de mí, que aguantaba haciéndole cara, cuando apareció de pronto la Leona que le cortó el camino y se le enganchó del lomo (la perra era bastante más grande) y si no se la quito de encima lo parte por la mitad. El perro salió aullando y se perdió de vista en dirección a su cortijo.
Cuando volví a la casa no conté nada temiendo que me prohibieran alejarme pero cuando llegó mi tío ya sabía el episodio porque se lo había contado el encargado de la finca vecina.
Curiosamente no me prohibieron seguir con mis andanzas pero sí me hicieron prometer que no me iría sólo por el campo, tenía que llevarme siempre a mi ángel de la guarda perruno.
La Leona fue mi mejor “amiga” durante estos años, jugaba conmigo, se tumbaba a mi lado cuando me sentaba a descansar, permitía que le quitara la comida y hasta me dejaba que me subiese encima de ella como si fuera un caballo. Lloré bastante cuando tuve que dejar de verla, pero ésa es otra historia.
4 La caída del caballo y la moto de mi padre
Para llegar a “el Valle” mi padre tenía que coger el coche de línea desde Córdoba hasta la casilla de Peones Camineros que había a tres kilómetros de Espiel. Allí mi tío le dejaba por la mañana un caballo de silla para recorrer el resto del camino hasta el cortijo.
Un día, mi padre iba tan tranquilo con el caballo cuando al llegar a una curva del camino, le salió un camión que había venido a cargar grano y el caballo se asombró, se alzó de manos y perdió pié en el borde del camino que daba a un terraplén de unos tres metros, de forma que caballo y caballero se fueron rodando por el terraplén hasta que pararon en una alameda que había al fondo.
Mi madre, mi hermano y yo estábamos esperando la llegada de mi padre y nos extrañaba que tardase más de lo que era habitual hasta que, entre dos luces, lo vimos aparecer a lo lejos. Venía andando y cuando llegó vimos que traía la ropa hecha polvo. Nos contó lo sucedido y que había dejado el caballo amarrado a un árbol. Estaba cabreadísimo con el camión, con el caballo y con todo el mundo. Le dolía todo el cuerpo pero, al parecer, no se había roto ningún hueso.
Mi tío mandó a alguien a recoger el caballo y mi madre de dio unas friegas con linimento del “Tío de los Bigotes” que nos tuvo apestada la casa toda la noche. Al día siguiente le habían salido cardenales por todas partes y era un puro dolor.
Los dos fines de semana siguientes no vino a vernos porque tenía que trabajar en la otra punta de la provincia y no le daba tiempo.
Cuando apareció la siguiente vez, se presentó en una moto Guzzi de 98 c.c. preciosa y reluciente que no tenía más de cien kilómetros. A partir de entonces ya no dejó de venir,… se había motorizado.
5 Felipe “el Viejo”
Era el apelativo con el que los gañanes designaban a mi abuelo Felipe puesto que mi tío era Felipe “el Joven”. Era un hombre alto y delgado pero fuerte y más derecho que un cirio, estaba calvo y por eso usaba siempre una mascota de color verde oscuro y en su mano izquierda llevaba siempre una varilla de bambú con un pomo en forma de pera. Vestía traje claro en verano y de color oscuro en invierno. Tenía la piel clara y los ojos grises como mi madre.
Mi abuelo llegaba al cortijo sin avisar y allí se ponía nervioso hasta el gato. Aparecía en el Renault Fregate y mandaba inmediatamente que le ensillaran el caballo, cosa que no era necesaria porque empezaban a ensillárselo en cuanto alguien escuchaba el ruído del motor del coche que se oía desde lejos.
Daba un paseo de una hora más o menos y cuando volvía se encerraba en el comedor con mi tío para pegarle una bronca de campeonato porque siempre encontraba algo mal hecho o, al menos, a él se lo parecía.
A continuación me buscaba, me cogía de la mano y me llevaba con él al patio donde ya esperaban el aperaor y los gañanes. Allí “ardía Troya” porque las voces y los improperios que profería causaban un efecto en aquellos hombres fuertes y curtidos por el sol que los hacía empequeñecer según iba aumentando el nivel del rapapolvo.
Una vez acabado el espectáculo me llevaba al comedor y me decía: “Esto hay que hacerlo siempre, pase lo que pase, porque si no, la gente se sube y no hay quien los meta en cintura”. Estaba iniciando mi “formación” como futuro “señorito” puesto que yo era el nieto mayor aunque, afortunadamente para mí, no se completaría esta educación. Luego me llevaba de la mano recorriendo todas las dependencias del cortijo y dándole órdenes a mi tío que nos seguía como un perro apaleado.
Después de comer, se echaba la siesta (todos dormíamos la siesta para no molestarlo) y, cuando se levantaba, llamaba al chófer (que ya estaba preparado), le daba un beso a mi hermano y otro a mí y se iba por donde había venido.
Cuando se perdía de vista y el sonido del motor dejaba de oírse, comenzaba la bronca de mi tío al aperaor y, luego, la de éste a los gañanes para cerrar el círculo y que todo volviera a la normalidad hasta la siguiente visita sorpresa.
6 Los vecinos
Teníamos dos vecinos que lindaban con el Valle, uno era Juan José y el otro Don Manuel Jiménez, supongo que el tal Don Manuel sería de una casta superior a Juan José y digo supongo porque yo no lo vi nunca ya que cuando pasaba de largo en su coche (un Citröen once ligero) llevaba las cortinillas echadas y no se veía nada.
Mi relación vecinal se reducía a Juan José que vivía con su familia en una pequeña casilla a unos quinientos metros de mi casa.
La familia de Juan José estaba compuesta por su mujer, Estrella, y sus dos hijos que eran algo más pequeños que yo: Juanito y Antonio.
La casa donde vivían tenía sólo tres piezas: la cocina que también era comedor, el dormitorio y la cuadra. Los cuatro dormían juntos en la misma cama, aquello me sorprendía mucho porque yo estaba acostumbrado a que cada uno tuviera su propia cama. Tenían una mula que se llamaba Caprichosa y un perro podenco que se llamaba Cabezón.
Junto a la casa de Juan José corría el arroyo del Valle que luego recorría de punta a rabo las tierras de mi abuelo, había una alameda preciosa donde anidaban los mojinos (luego me enteré que se llaman rabilargos) y los ruiseñores que cantaban hasta por las noches de luna llena.
De vez en cuando yo me iba a jugar con Juanito pero muchas veces tenía que volverme porque él estaba ayudando a su padre en las faenas del campo.
Otros “vecinos” que aún no he nombrado se presentaban de noche y sin previo aviso, iban en pareja y a caballo, eran la pareja de la Guardia Civil que patrullaba los montes quizás buscando a algún maquis (estábamos en 1956 ó 57) o simplemente porque era su obligación vigilar los campos. Dormían en la era o en la cámara y se iban muy temprano, tan temprano que yo nunca llegué a verlos marcharse aunque me levantase con las claras del día.
7 La era
La era estaba situada delante de la fachada principal de la casa. Era un terreno duro y empedrado sobre el que se extendían las gavillas de trigo o de garbanzos para trillarlos y separar el grano de la espiga.
Teníamos dos trillos pero sólo se utilizaba uno de ellos, el que tenía una banqueta para que quien lo manejase pudiera ir sentado. Primero se pisaba la parva haciendo que las bestias girasen pasando sobre ella durante un cierto tiempo (como si se les diera cuerda en un picadero), después se enganchaba una yegua al trillo y se continuaba la faena hasta que mi tío consideraba que ya se podía aventar.
No recuerdo cuando fue pero un día se presentó mi abuelo en su coche seguido de un camión que transportaba un bulto muy grande cubierto por una lona. Cuando descubrieron el artefacto y lo bajaron al suelo resultó ser una máquina aventadora para facilitar la limpieza del trigo y hacerla más rápida y eficiente. Lo malo del asunto residía en que aquella máquina significaba la pérdida de dos puestos de trabajo y mi abuelo se encerró con mi tío y con Perico para decidir quiénes serían los designados para abandonar el cortijo. Al final de la semana dos de los más jóvenes liaron el petate y se fueron andando camino del pueblo aunque, según les dijo el aperaor, volverían a trabajar cuando empezasen las labores de la arada y la siembra.
El aparato funcionaba con un motor de gasolina que, a veces, costaba un buen rato hasta que lo arrancaban (decían que la bujía hacía perla pero yo no sabía aún lo que era eso). Dos hombres iban echando el material trillado a la parte alta de la máquina y el artilugio tiraba la paja por un lado y el grano salía por dos conductos donde se amarraban sendos sacos hasta que se llenaban y eran sustituidos por otros vacíos. Yo me pasaba las horas imaginando qué sería lo que ocurría entre las tripas de la máquina para que el grano se desprendiese de la paja y saliese el trigo tan mondo y lirondo.
De los trabajos de la era a mí lo que me gustaba era montarme en el trillo y dar vueltas y más vueltas machacando la parva hasta que un día se volcó el trillo y se acabó para mí el divertimento, ya solamente me subía en él con mi tío.
Las noches de mucho calor, los hombres se iban a dormir a la era y yo, por mucho que lo intenté, nunca lo conseguí. Decían que había alacranes y me podrían picar.
12 Las peras de San Juan
En una de las laderas que bordeaban la finca había una plantación de diez o doce perales. Yo nunca había llegado hasta allí porque estaba bastante lejos de la casa pero aquél día la Leona había visto u olido algo de forma que salió como un tiro en aquella dirección y yo detrás de ella.
Estuvimos recorriendo el lugar durante un buen rato (yo no sé qué buscaba la perra) hasta que me cansé y me senté a la sombra de uno de los perales.
Entonces ví que estaban cargados de peras pequeñas y amarillas y pensé que podría colaborar llevando unas peras para el postre. Sin mediar más me quité la camisa, le amarré las mangas e hice con ella una especie de bolsa, tal como había visto hacer al porquero para llevar la merienda, y la llené de peras. Eché todas las que pude porque como eran pequeñas harían falta bastantes.
Tomé el camino de vuelta más contento que unas pascuas y llegué a la casa con una sonrisa de oreja a oreja pensando en la alegría que les iba a dar a todos llevándoles un postre diferente al melón o a la sandía que era lo habitual.
¡Estas peras están verdes!, exclamó la casera cuando se las dí, y corrió a enseñárselas a mi madre como si yo hubiera cometido el peor de los pecados, ¡estas peras no se cogen hasta San Juan! Al parecer me había cargado la mitad de la cosecha y, además, los perales no eran nuestros.
Pues aún después de bastantes años yo seguía sin comprender por qué decía que estaban verdes si era clarísimo que tenían color amarillo.
13 El aguardiente con pepino
En la alacena del comedor había, entre otras muchas cosas, una botella de aguardiente que tenía un pepino en su interior. Decían que era bueno para el dolor de barriga de las mujeres pero a mí eso me sonaba a chino. Lo que me preocupaba era cómo habían metido el pepino dentro de la botella.
Mi tío, que era bastante bromista, me explicó muy serio que el pepino estaba vacío por dentro y se inflaba con el aguardiente. Yo, en mi candidez de niño y, con la admiración que sentía por mi tío Felipe, me tragué la bola pero no dejaba de pensar en sacar el pepino de la botella para ver cómo lo habían vaciado.
Un día observé que a la botella le quedaban tres dedos de aguardiente y decidí que, a la hora de la siesta cuando todos dormían, sería el momento de hacer el experimento.
Cuando consideré que ya debían dormir, me levanté sin hacer ruído para no despertar a mi hermano que dormía en la misma habitación y me puse manos a la obra. Vacié el aguardiente en un jarrillo de lata y observé con preocupación que el pepino no salía ni a la de tres. Mi tío me la había pegado y yo había tragado el anzuelo como el pez más tonto del río. Busqué un embudo para volver el líquido a la botella pero no lo encontré por ninguna parte. El tiempo pasaba y no ví otra solución que beberme el aguardiente y así lo hice, no con poco esfuerzo porque aquello quemaba la garganta de mala manera. Dejé la botella en su sitio y me fui como pude a la cama.
Ahí empezó lo peor, con el calor y la borrachera empecé a sudar y a vomitar con tanto jaleo que desperté a medio mundo. Cuando dejé de vomitar me empezó un sudor frío que me ponía los pelos de punta y mi madre decía: “A este niño le ha sentado mal el pepino porque el aliento le huele a pepino agrio”, y ahí quedó la cosa aunque yo no he podido volver a probar ni el aguardiente ni el pepino.
Lo que sí aprendí después fue cómo meter un pepino en una botella, me lo enseñó Juan José, el vecino.
14 Los cuentos de Dámaso
Como ya he apuntado antes, Dámaso era un hombre bastante mayor y que padecía de insomnio por lo que mi abuelo lo empleaba en el verano para que vigilase las bestias (caballos, yeguas y mulos) durante las noches con la certeza de que no se dormiría.
Dámaso no vivía en el cortijo sino en Espiel y llegaba al atardecer montado en su burra que tendría casi tantos años como él. Llevaba una mascota vieja de un color indefinido, una manta cuartelera (según él había hecho la guerra con ella) y una escopeta del doce con un solo cañón.
La cena del personal se hacía en el patio y solía consistir en un ajo blanco con sopas de pan “asentao” que José, el casero, cortaba parsimoniosamente mientras su mujer freía torreznos para completar.
A mí me gustaba cenar con ellos en el patio y muchas veces lo conseguía, sobre todo cuando no estaba mi padre. Mientras se hacían los honores al ajo blanco por el sistema de “cuchará y paso atrás”, nadie abría el pico si no era para comer, pero, cuando se terminaban los torreznos, la cosa cambiaba y empezaba la parte de la cena que a mí me encantaba. Se contaban chismes del pueblo traídos por algún visitante, se cantaban jotillas como una que recuerdo vagamente y que decía más o menos:
Eres más fea que un cuco
Y más negra que una graja
Y tu cuerpo parecía
Una saca llena e paja
También se contaban chistes como uno que a todo el mundo le hacía mucha gracia y que yo no entendía en absoluto… creo que terminaba diciendo algo así como:
“¿… y a usté quien l’ha mandao enderezar jigos tuertos?”
Luego venían los cuentos de miedo (que a mí, de tanto oírlos, ya no me daban miedo) y, por fin, entraba en escena Dámaso y contaba aquello del “lagarto de las nubes” que venía a ser, sobre chispa más o menos, la siguiente historia:
“El lagarto de las nubes nace en las montañas del fuego y sale lanzao por el aire hasta que lo recoge una nube de las más negras y lo lleva en volandas hasta nuestros campos. Aquí, cuando hay tormenta, el lagarto de las nubes cae con la lluvia y se esconde entre los árboles y las matas. Es de color amarillo pero está tiznao por casi todo su cuerpo y es muy venenoso”.
Aquella historia me impresionaba y, cada vez que había tormenta, cuando terminaba, yo buscaba al lagarto de las nubes entre los árboles de la alameda pero nunca lo encontré.
Cuando estudié Ciencias Naturales encontré al célebre “lagarto de las nubes” que resultó ser la salamandra, un anfibio habitante de los bosques que suele hacerse visible después de las tormentas de verano. Tiene color amarillo con manchas negras y no es peligrosa en absoluto pero la imaginación popular que Dámaso nos transmitía oralmente había hecho una descripción mucho más creativa del animalejo.
También conocía Dámaso muchos refranes y fábulas amén de infinidad de dichos populares. Uno que me traía por la calle de la amargura era el que decía:
“Si la víbora viera y la alicántara oyera,
No habría hombre que al campo saliera”
Y describía a la tal alicántara como una bicha gorda como el brazo de un hombre y con cerdas en el lomo, era venenosísima y sólo tenía el defecto de que era sorda como una tapia y no te podía oír cuando caminabas por el campo pero si te la encontrabas de frente…, había que poner pies en polvorosa lo más rápidamente posible.
Por cierto, por más que la busqué, nunca ví a la tal alicántara ni a ninguna serpiente con pelos en el lomo.
15 Mi última visita a “el Valle”
Era Diciembre de 1959 y yo tenía diez años. En el ambiente de la casa de mis abuelos maternos flotaba algo raro que yo no conseguía averiguar. Me enteré de que la matanza había que hacerla antes de fin de año y yo no entendía el porqué puesto que siempre se hacía cuando se acababa la bellota y eso podía ser a finales de Enero o, incluso, en Febrero. Algo gordo pasaba pero todos hablaban con medias palabras y yo no pillaba nada.
Para ver si me enteraba de algo empecé a insistirle a mi padre en el sentido de que me dejara ir al cortijo para la matanza porque yo estaría de vacaciones de Navidad. Mi padre dijo que sí pero a los dos días mi madre dijo que de ninguna manera, y yo me quedé a medio vuelo. No obstante, continué insistiendo, esta vez a mi abuela y a mi abuelo y, al final, se decidió que fuera.
Íbamos en un taxi con transportines (el coche del abuelo había desaparecido), mi abuela, mi tía Pilar, la Tata, Josefa, la cocinera, mi tío Felipe y yo. Al llegar a la Casilla de Peones, el taxi paró y nos cambiamos todos y el equipaje a un carro con una yunta de mulos con el que Perico, el aperaor, nos estaba esperando.
De lo que sucedió durante la semana que estuve en el Valle no recuerdo gran cosa pero el último día me enteré de lo que pasaba: los negocios de mi abuelo no iban bien y tenía que dejar la finca porque no podía pagar el arrendamiento. Se me cayeron los palos del sombrajo, ¿y ahora cómo iba yo a estar sin mi cortijo, sin mis paseos por el campo y, sobre todo, sin mi Leona? Lloré durante todo el día y gran parte de la noche hasta que me rindió el sueño. El día amaneció con un manto de nieve blanca cubriéndolo todo y comenzaron los preparativos para la marcha. Una vez todo cargado en el carro, me escondí con la Leona para que no me llevaran pero el animal, cuando lo llamó mi tío, acudió noblemente y descubrió mi escondite. Llorando me subieron al carro, llorando fui todo el camino, llorando se despidieron mi abuela y mi tía de los caseros y de Perico, … Creo que no he llorado tanto durante el resto de mi vida y eso que soy bastante llorón.
Prometí que algún día volvería y aún no he cumplido mi promesa pero sé que, más tarde o más temprano, volveré.
8 El pozo y la alberca vieja
El pozo estaba situado a un centenar de metros de la casa pero, pera llegar a él, había que bajar una pronunciada cuesta que luego debía de subirse con los cántaros llenos de agua. Por esta razón José (el casero) aparejaba todos los días a la Española con una albarda y las “aguaeras” con lo que podía llevar cuatro cántaros en cada viaje.
Tenía junto a si un abrevadero para que las bestias bebieran agua cuando acababan su trabajo diario. Era un espectáculo que nunca me perdía. Los animales bajaban la cuesta en tropel y frenaban al llegar al abrevadero. Era un pilón de unos tres metros de largo donde podían colocarse tres o cuatro animales por cada lado. Normalmente los caballos y las yeguas bebían en primer lugar y, a medida que se iban retirando, los mulos, las mulas y el burro ocupaban su lugar. Mientras todo esto sucedía, uno de los gañanes (casi siempre Antonio “Tronchapinos”) iba sacando cubos de agua del pozo y echándolos al abrevadero para que las bestias bebieran agua limpia aunque no exenta de un pequeño bichito llamado sanguijuela que, de cuando en cuando, se enganchaba en la boca de alguno de los cuadrúpedos y, cuando engordaba y se hacía visible, Dámaso (el mulero) se encargaba de quitarlo con una maña que rayaba en la delicadeza.
A unos metros del pozo y en una hondonada había un manantial donde nacía un arroyo que corría paralelo al del Valle para desembocar en él a la altura de la huerta. Un poco más allá, había una cerca de piedra que rodeaba un melonar de una media fanega aproximadamente (digo lo de la fanega porque recuerdo habérselo oído decir a mi tío Felipe).
En una de las esquinas del melonar se encontraba la alberca vieja que no tenía agua porque una de sus paredes estaba derrumbada. Allí solía guardar yo mis tesoros: Una navaja vieja y mohosa, una moneda de 25 céntimos (un real) que ya no estaba en circulación, dos o tres clavos de herradura y una caja de zapatos donde guardaba los cigarrones que capturaba y que pretendía alimentar sin suerte (sobre todo para ellos). Los niños de entonces disfrutábamos con poca cosa y aquellas posesiones me parecían suficientemente preciosas como para no decirle a nadie dónde las tenía escondidas.
9 El gallinopolín
Yo no sé quien se inventaría el nombre pero así es como llamaban a una especie de jaula hecha con tela metálica y que se ubicaba junto a la pared del gallinero.
En su interior había un comedero y un bebedero de zinc que se iban rellenando solos y servía para tener a los polluelos que empezaban a emplumar hasta que se ponían suficientemente grandes para que los gallos no supusieran un peligro para ellos.
Algunas veces se metían allí alguna gallina herida o alguna pava, a la que no dejaban comer los demás animales del gallinero, para que se repusieran.
A mí me encantaba entrar en el gallinopolín y colaboraba con Loli (la hija de los caseros) cuando lo limpiaba. Rellenaba el agua del bebedero y el grano del comedero así como el afrecho que se ponía en otro comedero para que los pollos crecieran más deprisa según decían.
Una vez metieron en el jaulón a una pava que estaba clueca y que debía incubar dos docenas de huevos. Para que tuviera más calor e incubara con más eficacia, Josefa, la mujer del casero, le hacía tragar a la fuerza habas secas y algún grano de pimienta todos los días. El caso es que la cosa resultó bien porque sólo se le estropearon tres huevos. Los pisó la muy pava.
En otra ocasión se murió una gallina que tenía ocho pollitos recién nacidos y hubo que meterlos dentro de un celemín y, por la noche se les tapaba con un trozo de manta para que no pasasen frío.
De alguna manera el gallinopolín era, más o menos, la enfermería del gallinero.
10 En la conejera
Yo no era un niño travieso pero sí bastante curioso y esa curiosidad me trajo algún que otro problemilla que bien podríamos llamar aventura o aventurilla.
En el cortijo ya he dicho que había una conejera, era una especie de casa sin techo (seguramente alguna antigua dependencia que habían dedicado a este menester) y tenía el suelo terrizo de forma que en él había varias madrigueras. Era una idea de mi tío Felipe para tener conejos sanos cuando la mixomatosis estaba haciendo estragos entre los conejos del campo.
Un día se me ocurrió la feliz idea de entrar en la conejera para coger los conejos y ponerles un lazo para luego poder distinguirlos. Dicho y hecho, cogí unos pedazos de cintas de colores del costurero de mi madre y me metí en la conejera. La cosa parecía fácil pero los conejos decidieron no colaborar y no había forma humana de cogerlos. Pensé en una solución y se me ocurrió tapar con tejas todas las madrigueras menos una y allí aguardar a que fuesen saliendo los conejos para realizar la operación de “marcado”. La cosa no fue tal como yo la había pensado porque en dos o tres horas sólo conseguí ponerles lazos de colores a tres conejos y ya era tarde. Para que no se me escaparan los restantes conejos, tapé también la madriguera que estaba descubierta y me fui a cenar y a dormir hasta el día siguiente. Por la mañana decidí continuar con mi tarea pero, después de destapar la madriguera y esperar infructuosamente durante más de dos horas sin que asomase conejo alguno, comprendí que algo raro estaba pasando y yo no sabía el qué.
Por la tarde me enteré del motivo por el que mi tarea se había interrumpido, el casero se presentó con un conejo que tenía un lazo verde y que lo había encontrado cerca del pozo. Los conejos, como no podían salir por las madrigueras que yo había tapado, habían escarbado en sentido contrario y se habían escapado de la conejera.
Ni que decir tiene que se descubrió quien era el culpable porque no podía ser otro que yo.
11 Salvando galápagos
En una de mis frecuentes visitas a la huerta se me ocurrió levantar la tabla que cerraba la alberca con la idea de limpiarla porque ya en las postrimerías del verano no se utilizaba y el agua estaba bastante sucia. Sin más preámbulos tiré de la tabla y el agua comenzó a salir como Pedro por su casa corriendo como loca hasta desembocar en el arroyo. Cuando la alberca quedó vacía comprendí que limpiarla era una tarea que yo no podía hacer por la cantidad de cieno que tenía en el fondo. Entre el cieno observé tres galápagos que debían vivir allí y a los que yo había condenado a una muerte segura. Para resolver el problema, intenté cerrar la salida del agua y llenar de nuevo la alberca pero eso era más fácil pensarlo que hacerlo y con mis pocas fuerzas era imposible cerrar de nuevo la salida del agua. Después de darle cien vueltas al problema, decidí coger los galápagos y llevármelos conmigo a la casa.
Cuando llegué a la casa con mi carga en una esportilla, no se me ocurrió otra cosa que meter los galápagos en uno de los bidones del jardín que se usaban para fregar y limpiar.
Durante la siesta no dejaba de pensar en la que se iba a liar cuando alguien fuese a por agua y se encontrara a los galápagos en el bidón. La solución se me ocurrió en seguida: había que llevar los galápagos al arroyo que nacía junto al pozo. Con una sensación de alivio me dormí y desperté a eso de las cinco de la tarde. Me puse manos a la obra y empecé el rececho de los galápagos para pillarlos cuando subían a la superficie para respirar. Con los dos más pequeños la cosa fue razonablemente fácil y, en menos de media hora, ya estaban en la esportilla pero el más grande se negaba a colaborar y no subía ni a la de tres así que tuve que inventar algo. Empecé a vaciar el bidón llenando todos los cubos que pude encontrar en el cortijo pero con esto sólo pude vaciar la mitad. Se me ocurrió meterme en el bidón y cazar al bicho y así lo hice pero el problema era salir y, cuando estaba a punto de conseguirlo, se volcó el bidón y el agua se fue corriendo que se las pelaba.
Después de devolver al bidón el agua que tenía en los cubos me fui sin hacer más ruído del imprescindible y llevé los galápagos al arroyo, les había salvado la vida pero la hija de los caseros se llevó una bronca de su padre por haber malgastado el agua al fregar.
El pozo estaba situado a un centenar de metros de la casa pero, pera llegar a él, había que bajar una pronunciada cuesta que luego debía de subirse con los cántaros llenos de agua. Por esta razón José (el casero) aparejaba todos los días a la Española con una albarda y las “aguaeras” con lo que podía llevar cuatro cántaros en cada viaje.
Tenía junto a si un abrevadero para que las bestias bebieran agua cuando acababan su trabajo diario. Era un espectáculo que nunca me perdía. Los animales bajaban la cuesta en tropel y frenaban al llegar al abrevadero. Era un pilón de unos tres metros de largo donde podían colocarse tres o cuatro animales por cada lado. Normalmente los caballos y las yeguas bebían en primer lugar y, a medida que se iban retirando, los mulos, las mulas y el burro ocupaban su lugar. Mientras todo esto sucedía, uno de los gañanes (casi siempre Antonio “Tronchapinos”) iba sacando cubos de agua del pozo y echándolos al abrevadero para que las bestias bebieran agua limpia aunque no exenta de un pequeño bichito llamado sanguijuela que, de cuando en cuando, se enganchaba en la boca de alguno de los cuadrúpedos y, cuando engordaba y se hacía visible, Dámaso (el mulero) se encargaba de quitarlo con una maña que rayaba en la delicadeza.
A unos metros del pozo y en una hondonada había un manantial donde nacía un arroyo que corría paralelo al del Valle para desembocar en él a la altura de la huerta. Un poco más allá, había una cerca de piedra que rodeaba un melonar de una media fanega aproximadamente (digo lo de la fanega porque recuerdo habérselo oído decir a mi tío Felipe).
En una de las esquinas del melonar se encontraba la alberca vieja que no tenía agua porque una de sus paredes estaba derrumbada. Allí solía guardar yo mis tesoros: Una navaja vieja y mohosa, una moneda de 25 céntimos (un real) que ya no estaba en circulación, dos o tres clavos de herradura y una caja de zapatos donde guardaba los cigarrones que capturaba y que pretendía alimentar sin suerte (sobre todo para ellos). Los niños de entonces disfrutábamos con poca cosa y aquellas posesiones me parecían suficientemente preciosas como para no decirle a nadie dónde las tenía escondidas.
9 El gallinopolín
Yo no sé quien se inventaría el nombre pero así es como llamaban a una especie de jaula hecha con tela metálica y que se ubicaba junto a la pared del gallinero.
En su interior había un comedero y un bebedero de zinc que se iban rellenando solos y servía para tener a los polluelos que empezaban a emplumar hasta que se ponían suficientemente grandes para que los gallos no supusieran un peligro para ellos.
Algunas veces se metían allí alguna gallina herida o alguna pava, a la que no dejaban comer los demás animales del gallinero, para que se repusieran.
A mí me encantaba entrar en el gallinopolín y colaboraba con Loli (la hija de los caseros) cuando lo limpiaba. Rellenaba el agua del bebedero y el grano del comedero así como el afrecho que se ponía en otro comedero para que los pollos crecieran más deprisa según decían.
Una vez metieron en el jaulón a una pava que estaba clueca y que debía incubar dos docenas de huevos. Para que tuviera más calor e incubara con más eficacia, Josefa, la mujer del casero, le hacía tragar a la fuerza habas secas y algún grano de pimienta todos los días. El caso es que la cosa resultó bien porque sólo se le estropearon tres huevos. Los pisó la muy pava.
En otra ocasión se murió una gallina que tenía ocho pollitos recién nacidos y hubo que meterlos dentro de un celemín y, por la noche se les tapaba con un trozo de manta para que no pasasen frío.
De alguna manera el gallinopolín era, más o menos, la enfermería del gallinero.
10 En la conejera
Yo no era un niño travieso pero sí bastante curioso y esa curiosidad me trajo algún que otro problemilla que bien podríamos llamar aventura o aventurilla.
En el cortijo ya he dicho que había una conejera, era una especie de casa sin techo (seguramente alguna antigua dependencia que habían dedicado a este menester) y tenía el suelo terrizo de forma que en él había varias madrigueras. Era una idea de mi tío Felipe para tener conejos sanos cuando la mixomatosis estaba haciendo estragos entre los conejos del campo.
Un día se me ocurrió la feliz idea de entrar en la conejera para coger los conejos y ponerles un lazo para luego poder distinguirlos. Dicho y hecho, cogí unos pedazos de cintas de colores del costurero de mi madre y me metí en la conejera. La cosa parecía fácil pero los conejos decidieron no colaborar y no había forma humana de cogerlos. Pensé en una solución y se me ocurrió tapar con tejas todas las madrigueras menos una y allí aguardar a que fuesen saliendo los conejos para realizar la operación de “marcado”. La cosa no fue tal como yo la había pensado porque en dos o tres horas sólo conseguí ponerles lazos de colores a tres conejos y ya era tarde. Para que no se me escaparan los restantes conejos, tapé también la madriguera que estaba descubierta y me fui a cenar y a dormir hasta el día siguiente. Por la mañana decidí continuar con mi tarea pero, después de destapar la madriguera y esperar infructuosamente durante más de dos horas sin que asomase conejo alguno, comprendí que algo raro estaba pasando y yo no sabía el qué.
Por la tarde me enteré del motivo por el que mi tarea se había interrumpido, el casero se presentó con un conejo que tenía un lazo verde y que lo había encontrado cerca del pozo. Los conejos, como no podían salir por las madrigueras que yo había tapado, habían escarbado en sentido contrario y se habían escapado de la conejera.
Ni que decir tiene que se descubrió quien era el culpable porque no podía ser otro que yo.
11 Salvando galápagos
En una de mis frecuentes visitas a la huerta se me ocurrió levantar la tabla que cerraba la alberca con la idea de limpiarla porque ya en las postrimerías del verano no se utilizaba y el agua estaba bastante sucia. Sin más preámbulos tiré de la tabla y el agua comenzó a salir como Pedro por su casa corriendo como loca hasta desembocar en el arroyo. Cuando la alberca quedó vacía comprendí que limpiarla era una tarea que yo no podía hacer por la cantidad de cieno que tenía en el fondo. Entre el cieno observé tres galápagos que debían vivir allí y a los que yo había condenado a una muerte segura. Para resolver el problema, intenté cerrar la salida del agua y llenar de nuevo la alberca pero eso era más fácil pensarlo que hacerlo y con mis pocas fuerzas era imposible cerrar de nuevo la salida del agua. Después de darle cien vueltas al problema, decidí coger los galápagos y llevármelos conmigo a la casa.
Cuando llegué a la casa con mi carga en una esportilla, no se me ocurrió otra cosa que meter los galápagos en uno de los bidones del jardín que se usaban para fregar y limpiar.
Durante la siesta no dejaba de pensar en la que se iba a liar cuando alguien fuese a por agua y se encontrara a los galápagos en el bidón. La solución se me ocurrió en seguida: había que llevar los galápagos al arroyo que nacía junto al pozo. Con una sensación de alivio me dormí y desperté a eso de las cinco de la tarde. Me puse manos a la obra y empecé el rececho de los galápagos para pillarlos cuando subían a la superficie para respirar. Con los dos más pequeños la cosa fue razonablemente fácil y, en menos de media hora, ya estaban en la esportilla pero el más grande se negaba a colaborar y no subía ni a la de tres así que tuve que inventar algo. Empecé a vaciar el bidón llenando todos los cubos que pude encontrar en el cortijo pero con esto sólo pude vaciar la mitad. Se me ocurrió meterme en el bidón y cazar al bicho y así lo hice pero el problema era salir y, cuando estaba a punto de conseguirlo, se volcó el bidón y el agua se fue corriendo que se las pelaba.
Después de devolver al bidón el agua que tenía en los cubos me fui sin hacer más ruído del imprescindible y llevé los galápagos al arroyo, les había salvado la vida pero la hija de los caseros se llevó una bronca de su padre por haber malgastado el agua al fregar.
12 Las peras de San Juan
En una de las laderas que bordeaban la finca había una plantación de diez o doce perales. Yo nunca había llegado hasta allí porque estaba bastante lejos de la casa pero aquél día la Leona había visto u olido algo de forma que salió como un tiro en aquella dirección y yo detrás de ella.
Estuvimos recorriendo el lugar durante un buen rato (yo no sé qué buscaba la perra) hasta que me cansé y me senté a la sombra de uno de los perales.
Entonces ví que estaban cargados de peras pequeñas y amarillas y pensé que podría colaborar llevando unas peras para el postre. Sin mediar más me quité la camisa, le amarré las mangas e hice con ella una especie de bolsa, tal como había visto hacer al porquero para llevar la merienda, y la llené de peras. Eché todas las que pude porque como eran pequeñas harían falta bastantes.
Tomé el camino de vuelta más contento que unas pascuas y llegué a la casa con una sonrisa de oreja a oreja pensando en la alegría que les iba a dar a todos llevándoles un postre diferente al melón o a la sandía que era lo habitual.
¡Estas peras están verdes!, exclamó la casera cuando se las dí, y corrió a enseñárselas a mi madre como si yo hubiera cometido el peor de los pecados, ¡estas peras no se cogen hasta San Juan! Al parecer me había cargado la mitad de la cosecha y, además, los perales no eran nuestros.
Pues aún después de bastantes años yo seguía sin comprender por qué decía que estaban verdes si era clarísimo que tenían color amarillo.
13 El aguardiente con pepino
En la alacena del comedor había, entre otras muchas cosas, una botella de aguardiente que tenía un pepino en su interior. Decían que era bueno para el dolor de barriga de las mujeres pero a mí eso me sonaba a chino. Lo que me preocupaba era cómo habían metido el pepino dentro de la botella.
Mi tío, que era bastante bromista, me explicó muy serio que el pepino estaba vacío por dentro y se inflaba con el aguardiente. Yo, en mi candidez de niño y, con la admiración que sentía por mi tío Felipe, me tragué la bola pero no dejaba de pensar en sacar el pepino de la botella para ver cómo lo habían vaciado.
Un día observé que a la botella le quedaban tres dedos de aguardiente y decidí que, a la hora de la siesta cuando todos dormían, sería el momento de hacer el experimento.
Cuando consideré que ya debían dormir, me levanté sin hacer ruído para no despertar a mi hermano que dormía en la misma habitación y me puse manos a la obra. Vacié el aguardiente en un jarrillo de lata y observé con preocupación que el pepino no salía ni a la de tres. Mi tío me la había pegado y yo había tragado el anzuelo como el pez más tonto del río. Busqué un embudo para volver el líquido a la botella pero no lo encontré por ninguna parte. El tiempo pasaba y no ví otra solución que beberme el aguardiente y así lo hice, no con poco esfuerzo porque aquello quemaba la garganta de mala manera. Dejé la botella en su sitio y me fui como pude a la cama.
Ahí empezó lo peor, con el calor y la borrachera empecé a sudar y a vomitar con tanto jaleo que desperté a medio mundo. Cuando dejé de vomitar me empezó un sudor frío que me ponía los pelos de punta y mi madre decía: “A este niño le ha sentado mal el pepino porque el aliento le huele a pepino agrio”, y ahí quedó la cosa aunque yo no he podido volver a probar ni el aguardiente ni el pepino.
Lo que sí aprendí después fue cómo meter un pepino en una botella, me lo enseñó Juan José, el vecino.
14 Los cuentos de Dámaso
Como ya he apuntado antes, Dámaso era un hombre bastante mayor y que padecía de insomnio por lo que mi abuelo lo empleaba en el verano para que vigilase las bestias (caballos, yeguas y mulos) durante las noches con la certeza de que no se dormiría.
Dámaso no vivía en el cortijo sino en Espiel y llegaba al atardecer montado en su burra que tendría casi tantos años como él. Llevaba una mascota vieja de un color indefinido, una manta cuartelera (según él había hecho la guerra con ella) y una escopeta del doce con un solo cañón.
La cena del personal se hacía en el patio y solía consistir en un ajo blanco con sopas de pan “asentao” que José, el casero, cortaba parsimoniosamente mientras su mujer freía torreznos para completar.
A mí me gustaba cenar con ellos en el patio y muchas veces lo conseguía, sobre todo cuando no estaba mi padre. Mientras se hacían los honores al ajo blanco por el sistema de “cuchará y paso atrás”, nadie abría el pico si no era para comer, pero, cuando se terminaban los torreznos, la cosa cambiaba y empezaba la parte de la cena que a mí me encantaba. Se contaban chismes del pueblo traídos por algún visitante, se cantaban jotillas como una que recuerdo vagamente y que decía más o menos:
Eres más fea que un cuco
Y más negra que una graja
Y tu cuerpo parecía
Una saca llena e paja
También se contaban chistes como uno que a todo el mundo le hacía mucha gracia y que yo no entendía en absoluto… creo que terminaba diciendo algo así como:
“¿… y a usté quien l’ha mandao enderezar jigos tuertos?”
Luego venían los cuentos de miedo (que a mí, de tanto oírlos, ya no me daban miedo) y, por fin, entraba en escena Dámaso y contaba aquello del “lagarto de las nubes” que venía a ser, sobre chispa más o menos, la siguiente historia:
“El lagarto de las nubes nace en las montañas del fuego y sale lanzao por el aire hasta que lo recoge una nube de las más negras y lo lleva en volandas hasta nuestros campos. Aquí, cuando hay tormenta, el lagarto de las nubes cae con la lluvia y se esconde entre los árboles y las matas. Es de color amarillo pero está tiznao por casi todo su cuerpo y es muy venenoso”.
Aquella historia me impresionaba y, cada vez que había tormenta, cuando terminaba, yo buscaba al lagarto de las nubes entre los árboles de la alameda pero nunca lo encontré.
Cuando estudié Ciencias Naturales encontré al célebre “lagarto de las nubes” que resultó ser la salamandra, un anfibio habitante de los bosques que suele hacerse visible después de las tormentas de verano. Tiene color amarillo con manchas negras y no es peligrosa en absoluto pero la imaginación popular que Dámaso nos transmitía oralmente había hecho una descripción mucho más creativa del animalejo.
También conocía Dámaso muchos refranes y fábulas amén de infinidad de dichos populares. Uno que me traía por la calle de la amargura era el que decía:
“Si la víbora viera y la alicántara oyera,
No habría hombre que al campo saliera”
Y describía a la tal alicántara como una bicha gorda como el brazo de un hombre y con cerdas en el lomo, era venenosísima y sólo tenía el defecto de que era sorda como una tapia y no te podía oír cuando caminabas por el campo pero si te la encontrabas de frente…, había que poner pies en polvorosa lo más rápidamente posible.
Por cierto, por más que la busqué, nunca ví a la tal alicántara ni a ninguna serpiente con pelos en el lomo.
15 Mi última visita a “el Valle”
Era Diciembre de 1959 y yo tenía diez años. En el ambiente de la casa de mis abuelos maternos flotaba algo raro que yo no conseguía averiguar. Me enteré de que la matanza había que hacerla antes de fin de año y yo no entendía el porqué puesto que siempre se hacía cuando se acababa la bellota y eso podía ser a finales de Enero o, incluso, en Febrero. Algo gordo pasaba pero todos hablaban con medias palabras y yo no pillaba nada.
Para ver si me enteraba de algo empecé a insistirle a mi padre en el sentido de que me dejara ir al cortijo para la matanza porque yo estaría de vacaciones de Navidad. Mi padre dijo que sí pero a los dos días mi madre dijo que de ninguna manera, y yo me quedé a medio vuelo. No obstante, continué insistiendo, esta vez a mi abuela y a mi abuelo y, al final, se decidió que fuera.
Íbamos en un taxi con transportines (el coche del abuelo había desaparecido), mi abuela, mi tía Pilar, la Tata, Josefa, la cocinera, mi tío Felipe y yo. Al llegar a la Casilla de Peones, el taxi paró y nos cambiamos todos y el equipaje a un carro con una yunta de mulos con el que Perico, el aperaor, nos estaba esperando.
De lo que sucedió durante la semana que estuve en el Valle no recuerdo gran cosa pero el último día me enteré de lo que pasaba: los negocios de mi abuelo no iban bien y tenía que dejar la finca porque no podía pagar el arrendamiento. Se me cayeron los palos del sombrajo, ¿y ahora cómo iba yo a estar sin mi cortijo, sin mis paseos por el campo y, sobre todo, sin mi Leona? Lloré durante todo el día y gran parte de la noche hasta que me rindió el sueño. El día amaneció con un manto de nieve blanca cubriéndolo todo y comenzaron los preparativos para la marcha. Una vez todo cargado en el carro, me escondí con la Leona para que no me llevaran pero el animal, cuando lo llamó mi tío, acudió noblemente y descubrió mi escondite. Llorando me subieron al carro, llorando fui todo el camino, llorando se despidieron mi abuela y mi tía de los caseros y de Perico, … Creo que no he llorado tanto durante el resto de mi vida y eso que soy bastante llorón.
Prometí que algún día volvería y aún no he cumplido mi promesa pero sé que, más tarde o más temprano, volveré.
*****
Preámbulo
Desde
los dos años de vida hasta los veintiséis mis vivencias estuvieron
relacionadas, además de con El Valle, con el barrio cordobés de la
Ciudad Jardín al que vi crecer junto a mí como si de un organismo vivo
se tratara.
Hoy
en día este barrio acoge en sus entrañas a bastantes miles de personas
pero en 1951, cuando mis padres decidieron cambiar de domicilio, no creo
que llegaran al millar los que habitaban en su dispersa geografía.
Había
algunas casas más o menos agrupadas formando dos calles paralelas al
Paseo de la Victoria y algunos edificios en el Camino Viejo de
Almodóvar, Un bloque de pisos de los militares junto al Arroyo del Moro
(frente a la Huerta de la Marquesa) y el bloque donde nosotros vivíamos.
Aquello
era, por así decirlo, la sucursal del campo y los amigos de mis padres
no se explicaban cómo se les había ocurrido cambiar su domicilio de la
calle Fray Luis de Granada, en pleno centro, por tamaños barrizales.
Había una explicación y era que la oficina donde trabajaba mi padre
estaba justo enfrente y él no quería sentirse controlado tan de cerca
por sus jefes.
No
obstante, para mí fue altamente enriquecedor el vivir en un lugar tan
poco urbano pero, a la vez, maravilloso en cuanto a posibilidades de
aprender cosas nuevas útiles e interesantes.
1 La calle de mi infancia
La
calle donde yo vivía en Córdoba, cuando era pequeño, no era lo que hoy
se entiende por calle. El portal del bloque de pisos estaba a una altura
mucho menor que lo que podríamos llamar el otro lado de la calle de tal
manera que aquella vía tenía dos alturas diferentes con un desnivel de
unos dos metros aproximadamente. No hace falta decir que era terriza,
con sus piedras, sus matojos y todo lo que sería normal en una vía
pecuaria que es lo que realmente era.
Por
supuesto tampoco tenía nombre (al menos durante varios años), las
cartas llegaban con la dirección: “Ensanche de Vista Alegre nº 3”. Lo de
Vista Alegre era el eufemismo con que el humor del pueblo cordobés
designaba a las cercanías del Cementerio de Nª Sª de la Salud (el nombre
también se las trae).
La
totalidad de lo que podríamos llamar la acera de enfrente la ocupaba
una tapia que rodeaba unos terrenos propiedad de la Diputación
Provincial y desembocaba en los Llanos de Vista Alegre que era el lugar
reservado a las ferias de ganado que se celebraban en los meses de Mayo y
Septiembre coincidiendo con las ferias de Córdoba.
En
la calle sólo había dos portales que, aunque estaban juntos, tenían
asignados los números 3 y 4 respectivamente. Cada bloque de viviendas
tenía planta baja y tres plantas más y, en cada rellano, dos vecinos con
lo que las familias que convivíamos allí eran dieciséis y las
relaciones interpersonales eran bastante estrechas dado que todos nos
conocíamos.
El bloque tenía otros cuatro portales pero daban a otras dos calles de aspecto parecido a la mía, eran los números 1, 2, 5 y 6.
Cerca
del extremo opuesto a los Llanos de Vista Alegre había dos calles que
sí tenían nombres: Marruecos y Capitán Cortés y otra a la que llamábamos
la calle de las tripas (no sé porqué) en la que sólo había una
carpintería.
Frente
a la calle de las tripas había varias cuevas habitadas por familias
gitanas que se dedicaban a hacer canastos y cristobitas (marionetas
articuladas) que luego vendían o cambiaban por botellas vacías, plomo o
chatarra.
Aquellos andurriales fueron el escenario de mis juegos y aventuras durante toda mi infancia.
2 Mis vecinos
Doña
Ana y su marido Don Francisco, que tenía un camión, vivían con su hijo y
sus cuatro hijas en el bajo izquierda. De pronto un día se fueron a
Madrid, según las malas lenguas porque ya no podía con las trampas.
El
bajo derecha lo habitaban Doña María Manuela y su hijo Timoteo que era
practicante. Timoteo nos ponía a todos las inyecciones cuando estábamos
enfermos. Se casó bastante mayor después de que su madre muriese.
Nuestro
piso era el primero derecha y en la puerta de enfrente vivía Doña
Trinidad que era viuda y tenía dos hijas solteronas pero que
consiguieron casarse ya mayorcitas. Cuando se fueron a Sevilla, vino a
vivir un militar, Don Francisco, y su mujer Doña Carmen que era matrona y
atendió a mi madre cuando nació mi hermano el menor, Rafael Carlos.
Tenían dos hijos y una hija.
Encima
de nosotros, es decir, el segundo derecha era la vivienda de Doña Pola y
Don Diego que trabajaba en un banco. Tenían dos hijos y dos hijas. Con
ellos vivía una criada que se llamaba Rita y que gritaba como una
condenada todo el santo día. Eran una familia bastante ruidosa. Don
Diego murió pronto y su hijo Paquito entró a trabajar en el banco como
era costumbre en esa época.
Frente
a Doña Pola vivían Don Enrique, bancario como su vecino, y Doña
Antonia. Tenían un hijo y una hija. El hijo, Enriquito murió de leucemia
cuando era un adolescente.
El
último piso lo compartían la familia del Capitán, nunca supe como se
llamaban pero recuerdo que eran gallegos y no tenían hijos. Y Ángelo
Francisco y Lola que eran los más jóvenes. El marido estudiaba las
oposiciones de Hacienda que, al parecer, eran dificilísimas y terminó
sacándolas siendo la admiración de todo el vecindario incluido mi padre
que nos decía que debíamos aprender de él para labrarnos un porvenir
cuando fuésemos mayores.
Entre
la gente menuda había bastantes de mi edad: Yeyi la hija de Doña Ana,
Bartolomé y Yeyi (otra Yeyi) hijos de Doña Pola y el pobre Enriquito que
nos abandonó demasiado pronto. Con el que más relación tenía por
motivos obvios era con Bartolomé al que todos conocían en el barrio como
“El Mé”.
3 Que llueva, que llueva
No
se trata de la canción infantil sino que tiene relación con lo que
ocurría cuando llovía un poco más de lo normal. Cuando esto pasaba, se
inundaba la calle porque, como era terriza, no tenía alcantarillas y el
agua llegaba hasta el cuarto escalón del portal, es decir, a una altura
de un metro más o menos.
Mi
padre y los vecinos que tenían que ir a trabajar subían a la azotea y
saltaban a las de los bloques colindantes para salir por el número uno o
por el seis que estaban a mayor altura y no se inundaban. A mi hermano
Luis Manuel y a mí no nos dejaban hacer lo mismo por que era bastante
peligroso y nos quedábamos en casa sin ir al colegio y jugando todo el
día. Cuando el tiempo venía lluvioso nos poníamos la mar de contentos.
Ahora se entiende que lo de “que llueva, que llueva…” era un deseo que
de vez en cuando se cumplía.
Al
cabo de varias horas venían los bomberos y sacaban el agua con una
bomba de achique porque, si seguía lloviendo se podrían inundar los
pisos de la planta baja.
Los
días que sucedía este “evento maravilloso” jugábamos a las carreras con
los tapones de las cervezas por el pasillo de la casa y, cuando
evacuaban el agua y mi madre ya estaba harta de que le estorbásemos, nos
mandaba a algún recado y procurábamos tardar lo máximo posible para ir
metiéndonos por todos los charcos. Al final llegábamos con los pies
chorreando aunque llevásemos puestas las botas katiuskas. Yo no sabía
por qué llamaban así a las botas de agua pero luego me enteré que tenía
algo que ver con la zarzuela de Pablo Sorozábal (con las botas de la
protagonista).
Hoy día ya no hay tantos charcos como antes pero los niños los siguen buscando para chapotear en ellos. ¿Será genético?
4 El ambiente de la calle
La calle era el espacio donde se desarrollaban los juegos y, por tal
motivo, era el escenario propicio para fomentar la socialización. La
calle era la mejor maestra para aprender conductas sociales, allí
aprendías a comportarte aunque fuese a base de trompazos.
Generalmente las niñas y los niños jugábamos a juegos distintos aunque a
veces, sobre todo a partir de los primeros años de la adolescencia,
jugábamos juntos por aquello de tener cerca al sexo contrario y poder
cogerse de la mano o bien dar y recibir besos sin que la censura social
pusiera trabas.
Había juegos estacionales como el juego de la lima que sólo se jugaba
cuando el terreno estaba blando. La lista de juegos era casi
interminable. El trompo, la tanga, las bolas, la comba, el látigo, la
cadena, el burro, el gallito inglés, la gallina ciega, los cromos, los
sansones, el escondite, tula, el corro, y un etcétera larguísimo
componían un sinfín de posibilidades de entretenimiento y aprendizajes
que hoy en día se han perdido por mor de la televisión y los videojuegos
amén de la falta de espacios “seguros” (antes el tráfico era
prácticamente nulo).
Durante el invierno la calle como escenario de juegos se acababa
temprano porque anochecía mucho antes y, además, sólo había una bombilla
en cada esquina y no se veía ni un pimiento.
En los llanos de Vista Alegre jugábamos al fútbol y, de vez en cuando,
nos asomábamos al Charco de la Pava (hoy Avda. de Vallellano) para ver a
las prostitutas haciendo trato con sus clientes pero en cuanto alguna
nos veía daba la voz de alarma y comenzaban a gritarnos y a arrojarnos
piedras para que nos largásemos de allí.
Otro entretenimiento que practicábamos eran las “pedreas”. Casi siempre
salía alguno descalabrado, una de las veces que me tocó a mí, llegué a
mi casa con una brecha en la cabeza por la que salía bastante sangre. Mi
madre se asustó muchísimo y me bajó a casa de Timoteo que me restañó la
herida en un santiamén con lo que mi madre pasó de la preocupación a la
“violencia nerviosa” y me dio una paliza con la zapatilla que la dejó
totalmente relajada y a mí llorando amargamente. Por supuesto que cuando
mi padre se enteró me largó un guantazo que me volvió a los brazos de
la Magdalena.
Pero no sólo era la calle un espacio lúdico sino que sufría un continuo
paso de animales pues, como ya dije en su momento, formaba parte de la
cañada real.
Unas veces pasaban rebaños de ovejas, otras eran piaras de cabras y,
cuando llegaban las ferias de ganado, eran caballos, mulos y burros los
que en tropel atravesaban la calle de punta a punta. El hecho de que los
llanos de Vista Alegre fueran un descansadero de la cañada hacía que el
flujo de ganado fuese muy frecuente en determinadas épocas del año,
incluso las reses de lidia pasaban delante de nuestras narices, eso sí,
el mayoral se adelantaba siempre para avisar y todo el mundo se quitaba
de en medio y cerraban los portales.
Los arrieros también debían tener cierta predilección por nuestra calle
porque su paso era tan corriente que ya casi no los mirábamos aunque
merecía la pena observar los cabezales adornados que llevaban los burros
y cómo el burro guía se sabía el camino de memoria sin que le tuviera
que dar órdenes el arriero que iba montado en el último burro de la
fila. Porteaban toda clase de materiales sobre todo para la
construcción, día a día se iban alzando más y más bloques de viviendas,
el barrio estaba creciendo a pasos agigantados.
Paralelamente y a unos trescientos metros de nuestra calle corría el
arroyo del Moro que venía desde la Sierra hasta desembocar en el
Guadalquivir. Era un arroyo bastante grande sobre todo en la época de
lluvias pero tenía muchas zonas de poca profundidad donde el agua se
remansaba y allí podíamos encontrar ranas, culebras de agua, galápagos y
peces.
Cuando
llegaba la primavera y las ranas empezaban a cantar íbamos al arroyo al
atardecer para cazar ranas macho que se distinguían de las hembras
porque a los lados de la boca tienen los sacos vocales que les sirven
para cantar y atraer a sus parejas. Las ranas macho las pagaban bien en
la farmacia porque se utilizaban para el test de embarazo, según decía
el Pituíllo, su hermano, que estudiaba para veterinario, le había
contado que “les inyectaban la orina de la mujer y al rato el rano
echaba semen” y eso quería decir que la mujer estaba embarazada. A mí al
principio aquello me sonaba a música celestial pero al cabo de algunos
años comprendí el significado de la frase.
En
el piso había una pila de lavar y en ella metía yo las ranas para
llevarlas al día siguiente cuando abría la farmacia. A mi madre no le
gustaba aquello ni poco ni mucho pero, como el hecho no sucedía todos
los días, (nos turnábamos para guardar las ranas entre los amigos), se
resignaba aunque haciéndome prometer que al día siguiente los bichos
desaparecerían de su vista.
Un
día se me ocurrió coger renacuajos con la intención de criar ranas y
ahorrarme el trabajo de cazarlas en primavera pero el experimento no
resultó porque, aunque los metí en una pecera para que mi madre no
protestara, los renacuajos se morían al cabo de unos días y eso que yo
les echaba de comer, pensé que seguramente no les gustaba la comida de
las personas. Lo intenté varias veces pero al final lo dejé por
imposible.
5 ¡Están arreglando las calles!
Eso fue lo que nos dijo mi padre uno de los fines de semana en El
Valle. Yo advertí que tal vez no fuera una buena noticia al menos para
los niños pero en seguida me olvidé de ello porque tenía otras cosas en
qué pensar aquel día.
Cuando volvimos a casa, después del verano, el espectáculo que apareció
ante mis ojos me hizo recordar de golpe el anuncio de mi padre.
Allí habría al menos veinte picapedreros que producían un ruído
infernal golpeando con sus martillos y cinceles sobre la piedra de
granito para cortar los adoquines que luego formarían el pavimento de la
calzada.
A su vez un nutrido grupo de albañiles desmontaban a base de pico y
pala el desnivel que la calle tenía. Los arrieros iban y venían
continuamente llevando tierra y piedras de un sitio para otro. Creo que
me recordó una peli de esas de los egipcios construyendo pirámides.
Día a día la obra de la calle avanzaba inexorablemente y, al mismo
ritmo, iban desapareciendo los espacios donde jugábamos unos meses
antes. Ya sabía yo que aquello de arreglar las calles no iba a ser tan
bueno como lo pintaba mi padre.
Mientras arreglaban las calles se produjo un nuevo acontecimiento
dentro del terreno de la Diputación que estaba rodeado por la tapia.
Comenzaron a allanarlo e hicieron un campo de futbol con sus porterías y
todo. Un día vinieron los niños del Hospicio y pintaron las líneas y el
domingo siguiente jugaron un partido para inaugurarlo, después cerraron
la puerta a cal y canto, le pusieron una cadena con un candado y de los
hospicianos nunca más se supo.
Todos los chavales del bloque nos reuníamos delante de la puerta y nos
devanábamos los sesos pensando la forma de entrar, cosa que los más
mayores resolvieron fácilmente: saltaron la tapia y ¡hala, a jugar al
fútbol!. Los demás nos fuimos con las orejas gachas como perros
apaleados pero cada uno seguía maquinando una posible solución al
problema.
La solución la encontró el Fernan que vivía en el número cinco. Les
birló un pico a los albañiles de una obra de la calle de las tripas y
comenzamos a resolver la cuestión del acceso al interior a base de picar
la pared de la tapia pero la cosa no era tan sencilla como nos habíamos
supuesto porque el pico pesaba lo suyo y la tapia la habían hecho a
conciencia. Tuvimos que machacar durante bastantes días hasta que
conseguimos un agujero suficiente para que los más delgados pudieran
pasar al otro lado y picar desde dentro.
Al fin, y después de tres o cuatro semanas, el agujero ya era
suficiente para que todos pudiéramos entrar al campo de futbol de
nuestros sueños. Ni que decir tiene que el agujero lo disimulábamos cada
día con piedras y matojos para que nadie lo viese desde dentro pero lo
vio alguien de la Diputación que pasó por la calle (ya pasaban los
coches) y a los pocos días había un par de albañiles tapándolo. Comenzó
así un periodo en el que cuando se iban los albañiles, volvíamos a abrir
el agujero ya que la mezcla estaba blanda y, al poco tiempo, lo volvían
a tapar y nosotros erre que erre hasta que se cansaron de taparlo y
nadie se volvió a preocupar del asunto. Desde entonces dispusimos del
campo de fútbol como si lo hubieran hecho para nosotros expresamente.
Cuando finalizó el adoquinado de la última calle de las que rodeaban
nuestro bloque, vinieron unos operarios con unos letreros grabados sobre
mármol que colocaron en las esquinas y dejaron tapados con unas telas
de color oscuro. Una pareja de guardias se encargó de la vigilancia
durante el resto del día y por la noche. Al día siguiente llegaron las
autoridades e inauguraron oficialmente las calles con los nombres de
Colina y Burón, Don Lope de Sosa y José María Valdenebro.
6 Navidad, Nochevieja y los regalos de Reyes
Pocos días antes de Navidad, mi padre se presentaba con una caja de
mantecados de cinco kilos y un surtido de turrones y frutas escarchadas
que serían la delicia de todos durante las fiestas y la pesadilla
durante los meses siguientes hasta que se terminaban las existencias.
Luego llegaban los regalos de parte de muchas de las personas que
tenían relación con mi padre: pavos, jamones y algún que otro detalle
para mi madre. Un año hubo tres pavos vivos y hubo que llevarlos a la
casera de un amigo de mi padre para que los matara porque en casa nadie
era capaz de hacerlo.
El Belén lo montábamos entre mi madre y yo y cada año lo íbamos
ampliando con nuevas figuritas que comprábamos en los puestos de la
calle Nueva o en la Papelería Cañete que estaba en una esquina de la
calle Concepción. Eran visitas obligadas el Belén del Hogar y Clínica
de San Rafael y la exposición de juguetes de los Almacenes Sánchez,
donde se podía ver en directo los juguetes soñados y que habíamos pedido
en nuestra carta a los Reyes Magos. Las vacaciones las pasábamos
esperando su llegada.
La Nochebuena cenábamos en casa de mis abuelos maternos y el día de
Navidad almorzábamos en casa de mi abuela paterna. De esta forma la
reunión familiar era completa. La comida de Navidad era más divertida
porque mis tías bailaban y mi tío Luis cantaba y tocaba la zambomba. En
casa de mi abuela Isabel siempre había gente agregada: sobrinos o
amigos de la familia que colaboraban a que la fiesta fuera más
variopinta y atractiva para mí.
En Nochevieja venían a cenar a casa mi tía Maruja y mi tío Anselmo con
mi prima Gloria. Mis tíos por aquel entonces eran lo más divertido de
la familia de mi madre. Comíamos, se contaban chistes, tomábamos la
uvas y se brindaba con champán (los niños con sidra), mi tío se
disfrazaba y nos lo pasábamos bastante bien aunque esto no duró muchos
años ya que con la ruina de mi abuelo Felipe la tristeza se instaló en
mi familia materna.
El día de Reyes nos levantábamos y, ni mi hermano ni yo nos atrevíamos
a entrar en el comedor, que era el lugar donde los Magos dejaban sus
regalos, hasta que mi padre nos llevaba de la mano y nos quedábamos
petrificados ante los juguetes. Recuerdo mi caballo de cartón (se
llamaba Sinforoso) que un día decidí lavarlo como hacían con los de
verdad y se deformó todo el lomo. Mi recuerdo más vívido fue cuando me
regalaron mi primera bicicleta, era azul y quizás un poco grande para mi
talla pero me dijeron que los Reyes la habían escogido así para que me
durase muchos años. Aquella mañana había venido mi tío Luis (el
hermano de mi padre) y él se encargó de ir conmigo y con la bici a las
casas de los abuelos para recoger más regalos. También se empeñó en que
yo montase sin “patines” y al final del día lo consiguió no sin
tenerme que levantar del suelo en más de una ocasión y curarme los
desollones. Mi tío Luis era el súmmum de la paciencia y el buen rollo,
nunca lo ví de mal humor.
7 El camino de casa al colegio
La distancia desde mi casa hasta el colegio era considerable. Había
que subir hasta el Paseo de la Victoria, cruzarlo y llegar hasta la
Plaza de la Compañía que estaba situada detrás de la Plaza de las
Tendillas. Aproximadamente tres kilómetros que, si se iba a buen paso,
se tardaba unos veinte o veinticinco minutos en recorrerla, sin
embargo, solíamos salir de casa con más de media hora de antelación y
así no había que darse demasiada prisa.
Una parada obligatoria era en el puesto de chucherías de Fidela que
estaba junto a la iglesia de Santa Ana, es decir, a cinco minutos del
colegio. Allí nos aprovisionábamos de todo lo necesario para romper la
monotonía de la clase pura y dura. Comprábamos chicles, almezas con su
canuto de caña para tirarnos los huesos en el recreo cuando no nos
veían los curas, polos que perdían el color y el sabor a la segunda
chupada, cromos de futbolistas, bolas de cristal (ahora las llaman
canicas) y, algunas veces, cigarrillos de matalahúva que nos solíamos
fumar en el camino de vuelta a casa.
En aquella época había clase por las mañanas y por las tardes,
incluidos los sábados (sólo se descansaba la tarde del jueves pero
había que ir al cole para actividades no lectivas) y la sesión de tarde
acababa a eso de las siete que, durante el invierno, era de noche.
Alguna vez, cuando llovía, iba mi padre a recogernos.
Mi hermano Luis era lentísimo comiendo cuando la comida no era la que a
él le gustaba y no era raro que se dejase el plato a medias. Mi madre
nos daba un plátano a cada uno como postre y nos mandaba a la carrera
para el colegio. La afición de mi madre por darnos plátanos venía de la
publicidad que de sus propiedades alimenticias hacían en la radio y
llegó a ser tan agobiante que, llegado el momento, se nos atravesaron
los dichosos platanitos y, en el momento en que volvíamos la esquina de
la tapia de enfrente, los plátanos volaban por encima de ella. Un día
que mi hermano se enfadó conmigo, se lo contó a mi madre y tuvimos
ración de zapatilla los dos.
8 Los domingos, la tele y mi hermano Rafael
Los domingos tenía que ir a misa de diez al colegio porque me habían
elegido para cantar en la escolanía y no se podía faltar por razones
que, en aquellos tiempos, eran obvias.
Después iba a esperar a mis padres que, con mi hermano Luis Manuel,
iban a la misa de doce a la iglesia de La Trinidad. Una vez reunida la
familia íbamos todos a un bar que había en la calle Concepción y que se
llamaba Florida. Allí mi ilusión era una tapa de ensaladilla rusa y un
refresco que se llamaba zarzaparrilla y que tenía un aspecto y sabor
parecidos a la coca-cola.
Luego de convidarnos, volvíamos todos a casa para almorzar y, después
de comer, mi hermano y yo íbamos a la sesión infantil del cine que
había en el barrio, el Cinema Cabrera.
En 1961 nació mi hermano Rafael Carlos. En casa los nombres iban por
parejas: en mi caso por mis abuelos, mi hermano Luis Manuel por los
hermanos de mi padre y de mi madre y el tercero, como ya no había más
nombres de varones en la familia, le pusieron Rafael por ser de Córdoba
y Carlos porque mi padre, según decía, era Carlista.
El día del parto nos mandaron a mi hermano y a mí a casa de nuestra
tía Maruja (era la hermana menor de mi madre) y allí estuvimos jugando
con mi prima Gloria hasta que, a media tarde, nos dieron la noticia de
que “había venido la cigüeña”. Fuimos a casa en el coche del tío
Anselmo y conocimos al hermanito que, dicho sea de paso, berreaba como
un poseso y estaba canijo a más no poder. Mis padres querían que
hubiese sido una niña pero la cosa salió con barbas. Los amigos de mi
padre, cuando iba con el niño en el cochecito, se acercaban y le
levantaban el faldón diciendo: “Mira los huevos que tiene la niña de
Pepe”. Porque mi padre estaba tan seguro de que iba a ser niña que se
apostó el bigote que llevaba desde que se casó y, por supuesto, tuvo
que afeitárselo.
Por aquellos días unos amigos de mis padres, Paquita y Pedro, se
habían comprado una tele y, los sábados por las tardes (que ya no había
clases) íbamos a su casa para ver la serie Sugarfoot y el programa
infantil de Herta Frankel.
En el 62, para ver los partidos del mundial de fútbol de Chile, mi
padre, mi hermano Luis y yo íbamos a la cafetería Costa Sol, que también
tenia televisor, y que puso, para la ocasión, una consumición mínima
de cinco pesetas.
Al poco tiempo mi padre nos convocó en la sala de estar para
proponernos un asunto de vital importancia: la compra de un televisor.
Teníamos que comprometernos a prescindir del cine de los domingo y del
cine de verano (en esa época ya no tenía mi abuelo la finca) amén de
las visitas dominicales al bar Florida para así colaborar en el pago de
las letras que había de firmar para comprar la tele que valía la
friolera de diecinueve mil pesetas de la época. Una vez que estuvimos
todos de acuerdo, al cabo de unos días llegó la “caja mágica”
acompañada de dos “técnicos” que, leyendo el manual, no consiguieron
hacer que allí se viera nada: se les olvidó la antena. Al día siguiente
aparecieron con la antena y, por fin, conseguimos ver la carta de
ajuste porque había una avería en el enlace de Guadalcanal, por
aquellos días la carta de ajuste era, por decirlo de alguna manera, el
“programa” de televisión más visto por los telespectadores pero, cuando
arreglaban lo del “enlace”, podíamos ver cosas tan interesantes como
“Mister Ed el caballo que habla”, el “Doctor Kildare” o “Noche del
Sábado” por nombrar algunos de los eventos que ofrecía la TVE (algunos
malintencionados decían que significaba Te Verás Entrampado).
9 Las visitas a Salar
Salar es un pueblo de la provincia de Granada situado a 8 ó 9
kilómetros de Loja en la carretera que une esta ciudad con Alhama de
Granada.
Por aquél entonces la población de Salar no alcanzaba los mil
habitantes y mi familia era muy conocida en la población. Mi abuela
paterna, aunque nacida en Córdoba, pasó allí su infancia y su juventud
hasta que se casó. Su padre era administrador de los Marqueses del
Salar y estuvo encargado de parcelar las fincas que ellos poseían en la
zona para venderlas o arrendarlas. Vivían en el Palacio de los Pérez
del Pulgar que está situado a unos treinta o cuarenta metros de la
Iglesia. El día que se casó mi abuela, como llovía, los Marqueses
mandaron poner una alfombra desde el Palacio hasta la Iglesia para que
no se manchase el traje de novia.
Las visitas de mi abuela a su hermana María, que vivía en el pueblo,
se convertían en acontecimiento importante para muchos salareños que
iban a visitarla como muestra de cariño y para rememorar sucesos
vividos en otros tiempos; mi abuela era una gran conversadora y una
mujer con mucha mundología y a los lugareños les encantaba oír de su
boca las historias de sus viajes. Yo la acompañaba cuando coincidía que
estaba de vacaciones y para todo el mundo era el nieto de Isabelita
“la del Palacio”.
Recuerdo que en una de mis visitas coincidiendo con la Semana Santa me sucedió algo que nunca podré olvidar:
En Salar era costumbre, durante los días de Semana Santa, hacer
magdalenas y tortas de manteca que cada vecina llevaba al horno que
había al final de la calle Real (era el único horno). Yo iba al horno
con mi tía Luisa, hija de mi tía María, y con Carmen que vivía en casa
de mi tía María desde que se quedó huérfana y hacía de “cuerpo de
casa”. Cuando llegábamos al horno había que esperar pacientemente hasta
que nos llegaba el turno para cocer los dulces. Durante esta espera, y
dado que yo era personaje importante por parte de abuela, todas las
vecinas que sacaban sus magdalenas y sus tortas recién hechas me
obsequiaban de tal forma que los dulces que consumí fueron tantos y,
sobre todo, tan calentitos que aquella noche se me desató el vientre de
forma que la pasé subiendo y bajando las escaleras que conducían al
water a una velocidad que podía haberme reportado algún record Guiness
casi con toda seguridad.
Otro suceso que me marcó para toda la vida fue que mi tío Julio me
regaló una escopeta de plomos y, para estrenarla estuve practicando el
tiro al blanco durante unos días hasta que decidí que ya podía emular
las gestas venatorias del tío Julio y, dicho y hecho, cogí la escopeta y
una caja de plomos de diabolo y me fui al huerto de una amiga de la
familia, Encarna Conde, donde los pajarillos abundaban como corresponde
a un lugar lleno de comida para ellos. Me escondí detrás de un granado
y, cuando ví que a unos diez o doce metros se posaba un gorrión,
apunté con cuidado, afiancé el pulso y, ¡ping!, disparé y el pájaro
cayó fulminado. Fui a cogerlo y entonces sucedió lo peor, el pájaro
todavía estaba vivo, pensé darle un porrazo contra el suelo pero no fui
capaz y me puse a llorar como si no hubiera llorado nunca (ya he dicho
que soy bastante proclive al llanto), me llevé el pájaro herido a casa
y traté de curarlo como mejor supe pero al rato el animal pasó a mejor
vida (es un decir) y yo a llorar en silencio como si se me hubiera
muerto alguien de la familia. Lo cierto es que cogí la escopeta y los
plomillos y se los devolví a mi tío y, desde entonces ni he cazado ni he
comido jamás un pajarito frito.
10 Los vendedores ambulantes
Durante los años cincuenta y principios de los sesenta, abundaban los
vendedores ambulantes amén de otros “profesionales” que también
practicaban la “visita a domicilio” para ofrecer sus servicios.
Como nos encontrábamos bastante lejos de los puntos de venta
normales, nuestra calle recibía periódicamente la visita de gentes
variopintas que voceaban sus productos o sus oficios según los casos y
así se podían escuchar pregones de lo más variado.
El vendedor de arena que también vendía estropajo de esparto cantaba más o menos como sigue:
“Niñas la arena,
niñas la arena
pa limpiar las sartenes
la traigo buena”.
El carbonero golpeaba una esquila y decía a voz en grito:
“Carbón de encina
pa la cocina.
Picón de olivo y orujo
pa los braseros”.
Había algunos que cambiaban garbanzos crudos por garbanzos “tostaos”,
dos medidas de garbanzos crudos por una de tostaos. Otros cambiaban
chatarra y botellas por globos de colores.
Estaban los “afilaores” que se anunciaban con su silbato de varias
notas y llevaban una bicicleta que les servía para hacer girar la
piedra de esmeril; vendedores de caña de azúcar, de “palodú” (raíz de
regaliz), de azufaifas, de algarrobas, de pipas y de “salaíllos”
(altramuces).
El sillero y el latonero eran, también, habituales visitantes de
nuestro barrio. El panadero y Juan “el de las tortas” venían todos los
días y, de cuando en cuando, el hortelano con su carro cargado de frutas
y verduras.
El que traía la barra de hielo y el sifón aparecía cuando empezaba el
calor y, durante el verano, el heladero con su carrito se convertía en
la atracción principal de los chavales y chavalas.
En un momento dado era posible encontrarse en la puerta del bloque al
sillero echando el culo de una silla, al latonero tapando el agujero de
una cacerola y al afilaor echando chipas al rozar la hoja de un
cuchillo con su piedra de afilar lo que componía una estampa de lo más
colorista que hoy en día no sería posible encontrar.
Por aquellos días la gente tenía que ingeniárselas para sobrevivir en
una sociedad donde el dinero no abundaba pero éramos felices con muchas
menos cosas.
Recuerdo que, hace poco más de año y medio (cuando yo aún estaba instalándome por los lares de Blogger), mi padre llegó y me tendió un papelito en el que leí la dirección de tu blog y una página en concreto, esta. Vine, te seguí, y la leí. De haber sabido cómo hacerlo, habría dejado un comentario (justo como estoy haciendo ahora, claro).
ResponderEliminarHe de decir, ya hablando del texto y no de cómo llegué hasta él, que el título que le has dado es más que apropiado. Quizá sea porque yo ahora lo leo con más capacidad y entendimiento, pero me gusta incluso más que un año atrás. Y ha sido precioso ver dibujada de esta forma tu infancia, Jotaefe.
Un beso,
Paco Montañez. (Más conocido por aquí como HTR.).
Gracias por tus palabras y espero que te siga gustando lo que escribo. Un abrazo.
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