Habían
pasado muchos años desde que Miguel abandonó su ciudad natal para ir a trabajar
a Bélgica. Allí había pasado su madurez y ahora, después de haberse jubilado,
volvía a sus orígenes o, al menos, eso es lo que pensaba. Metió la mano en el
bolsillo y acarició el manojo de llaves que había tenido colgado de un cáncamo
durante todo el tiempo que estuvo en tierra extraña. Su contacto le hizo
revivir los recuerdos de su juventud y de su infancia y un remolino de
sensaciones encontradas le turbó el ánimo de repente. ¿Y si ya no hay nadie
conocido? ¿Y si todos los amigos se fueron o se han muerto? Al fin y al cabo ya
tenía sesenta y seis años y la mayor parte de sus amigos de entonces eran
mayores que él y de su familia ya no quedaba nadie pues los que no emigraron
hacía tiempo que habían pasado a mejor vida.
El tren
se detuvo, Miguel cogió su maleta y bajó al andén. La estación no parecía haber
cambiado mucho desde aquél día en que subió al tren cuarenta años antes para
convertirse en un emigrante. La sala de espera si estaba bastante cambiada, la
atravesó y salió al exterior por la puerta que daba a la parada del autobús.
Había un edificio a la derecha que ya estaba antes y en frente una nave y una
especie de chalet habían sustituido a la casa de una huerta que sobrevivía en
su recuerdo.
Al poco
de llegar a Lieja se enamoriscó de una chica asturiana y, al final, se casó con
ella. Fue su compañera durante más de veinte años pero no fue capaz de quererla
como había querido a Matilde, su primera novia, a la que abandonó con la
promesa de escribirle y de volver pero que nunca cumplió. No quiso crearle
falsas expectativas cuando su vida en el extranjero no era nada que se pudiera
ofrecer a alguien a quien se amaba. Pasó hambre porque no aguantaba en ningún
trabajo, su carácter díscolo y rebelde le hacía chocar con todos los que
estaban a su alrededor. Luego su mujer y el tiempo le hicieron apaciguar su
comportamiento y había llegado a ser encargado de compras de la fábrica donde
trabajó los últimos treinta años.
Cuando
su mujer murió, como no habían tenido hijos, empezó a plantearse la vuelta a
casa y al final, movido sobre todo por la curiosidad de ver su pueblo después
de tantos años, vendió su casa, regaló su coche al hijo de su mejor amigo y
emprendió el viaje que ahora estaba a punto de terminar.
El
autobús tenía el motor en marcha y el conductor que estaba junto al vehículo
apagó el cigarrillo que acababa de fumarse y le dijo:
- Si va
a subir al autobús, nos vamos en seguida porque no hay más pasajeros.
Miró a
su alrededor y comprobó que era cierto lo que el chofer acababa de decirle.
Subió y ocupó uno de los asientos de la primera fila. Pagó al conductor el
precio del billete y se hundió de nuevo en el mar de sus recuerdos.
El
trayecto entre la estación del ferrocarril y la población se le pasó en un
instante, tal era su ensimismamiento, y, cuando el primer semáforo cerrado hizo
que el autobús se detuviera, volvió a la realidad y preguntó al conductor:
- ¿Dónde
es la primera parada?
- La
primera ya la hemos pasado pero le puedo dejar en la próxima que es la del
Parque.
- Está
bien, me bajaré en el Parque – contestó lacónicamente.
Aquella
avenida no estaba allí antes. A la izquierda el colegio de los Salesianos y a
la derecha un bloque de pisos que no le resultó conocido, sin embargo al frente
divisó la torre de la iglesia de la Asunción y comenzó a sentirse en casa. El
autobús se detuvo y abrió sus puertas, Miguel se levantó de su asiento, agarró
su maleta y bajó a la acera después de despedirse del chofer con un escueto “Buenos
días”.
Allí,
frente a él, estaba el colegio donde estudió la primaria. Se quedó mirando cómo
los niños y las niñas correteaban por el patio de recreo. Aquél morenillo le
recordaba a su amigo Antonio. ¡No!, ¡no podía ser!, ¡era un espejismo! ¡Aquél
era su amigo Antonio! Y… y aquel otro era su primo Manolito, y aquella de las
coletas y los lazos verdes… ¡Aquella era Matilde! Pero ¿qué estaba pasando?
¿Acaso no habían pasado los años o es que había vuelto para reinventarse de
nuevo y volver a vivir una vida en la que pudiese evitar los errores ya
cometidos?
Y aquél
niño canijo con las orejas de soplillo… ¡aquél era él mismo!
- ¡Eh,
oiga! ¡Levántese!... ¡Que alguien llame al 112 que este hombre parece que está
muerto!
- Yo le
he visto bajarse del autobús de la Estación hace un momento.
-
¿Alguien le conoce?
!! Que no estaba muerto !!, ni había venido en el autobus de la estación, vino andando y como a tantos otros del pueblo tropezo con un " bolardo" y ............ a igual que a J.F. SE ESCOÑO.
ResponderEliminarsaludos
mi teniente
Que no, que se murió de verdad de la de los cuentos.
EliminarEl final es un poco triste, pero recuerda a la película de "1 franco 14 pesetas"
ResponderEliminarNo he visto la película pero el final no es triste, es una ventana abierta al futuro.
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