Era
verano y el sol jugueteaba tras el horizonte antes de asomarse definitivamente
abrasador. Con los ojos hinchados por el sueño y el cuerpo bañado en sudor
debido a la calurosa noche que estaba a punto de acabar, Moisés se miró en el
espejo del cuarto de baño y se lavó la cara para terminar de despabilarse. La
verdad es que con el calor no había podido dormir mucho y le esperaba una larga
caminata para llegar al lugar donde se había citado con aquél ermitaño al que
conoció la tarde anterior.
Mientras
se iba vistiendo observó cómo el sol iba inundando de luz el entresijo de
tejados que veía por la ventana de su habitación.
─ Si no me doy prisa me voy a asfixiar de calor ─
pensó ─ ¿Quién me manda a mí citarme con un ermitaño en lo
alto de un monte en pleno mes de Agosto?
Salió
de su casa y enfiló la segunda calle a mano izquierda que le llevó a la salida
del pueblo. Después de seguir la carretera durante unos tres kilómetros, tomó
un estrecho camino que salía a su derecha y comenzó a ascender por la ladera de
un monte.
Al
principio la pendiente no era demasiado pronunciada y caminó a buen paso pero
poco a poco la senda se fue estrechando hasta convertirse en una angosta vereda
y el terreno se empinaba más y más hasta que tuvo que pararse a descansar porque
le faltaba la respiración (problemas del individuo típicamente urbano y del
tabaco que no conseguía abandonar, se dijo). Precisamente su conversación con
el viejo eremita giró en torno a su imposibilidad de abandonar la costumbre de
fumar y el anciano le sugirió que le visitase para mostrarle un remedio
totalmente eficaz.
El
ermitaño le dijo dónde vivía y, aunque era un lugar bastante alejado e
inhóspito, la curiosidad fue más fuerte que la lógica y por eso se había citado
para la mañana siguiente y se encontraba a medio camino ya del lugar de la cita.
Una vez
recuperadas las fuerzas prosiguió su ascensión e incluso tuvo que ir a cuatro
manos en más de un tramo del camino hasta que al fin coronó el monte e
inspeccionó el lugar tratando de ubicar la morada del ermitaño. Por más que
miró y remiró, allí no había nada que pudiese ser la vivienda del anciano y,
después de permanecer un buen rato esperando acontecimientos decidió volver
sobre sus pasos pensando que tal vez había equivocado el camino.
Cuando
llegó a su casa, completamente extenuado y al borde de la deshidratación, vio
un sobre que estaba pillado por la aldaba de la puerta. Penetró en el relativo
frescor de la vivienda y observó que su contenido era una cuartilla doblada por
la mitad en la que pudo leer: “Perdóneme que le haya hecho sudar de lo lindo
para no encontrarse con nadie. Eso es lo que debe hacer cada vez que le
apetezca fumarse un cigarrillo”.
Creo que hay métodos más fáciles para dejar de fumar. Claro que yo fumo poco tirando a nada y no sería capaz de esa caminata por perder un cigarro.
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