En el
Valle no había cuarto de baño ni nada por el estilo, nos bañaba mi madre en un
lebrillo enorme que había en el patio. Cuando tenías ganas de defecar tenías
que ir a la “alamea” del arroyo que estaba a unos cincuenta metros de distancia
y, después del evento, había que limpiarse con una piedra.
Como
quiera que mis abuelos se cambiaran de casa, en el piso donde a partir de ahora
iban a vivir no se podía hacer matanza y mi abuela no estaba dispuesta a ir al
Valle para hacerla si no había un cuarto de baño o, al menos un retrete.
De esta
manera, cuando llegamos al cortijo recorrí todas las dependencias buscando el
dichoso retrete y lo encontré en un rincón del patio. Era un habitáculo
cuadrado de metro y medio de lado con una puerta y un ventanuco. Dentro había
un pollete con un agujero que habían “decorado” con un dornillo vidriado sin
culo y, encima una tabla para sentarse sin miedo al frío.
Mi tío
Felipe estaba orgulloso de la “obra” y decía que tenía hasta sifón pero yo, por
mucho que miré y remiré dentro del agujero no encontré el dichoso sifón que
pensaba sería para lavar el retrete después de usarlo. Al cabo del tiempo
comprendí lo que era el sifón y que no tenía nada que ver con el artefacto para
echar agua con gas al vino.
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