Estaba
tan desesperado de no poder aprobar aquella dichosa asignatura, que me traía por
la calle de la amargura desde mi tierna adolescencia, que no dudé ni un instante
en tomar una aciaga decisión: meterme a ermitaño de por vida.
Aunque
mi determinación tenía mucho que ver con el celibato, no era menos cierto que
al tomarla también tenía esperanza de que me sucediese como al “Rústico” del
Decamerón y se presentase la ocasión de “castigar al demonio en el infierno”.
Llevaba
ya más de veinte años viviendo en una cueva alimentándome de raíces, moras,
bellotas y algarrobas, y aquél “oscuro objeto de deseo” seguía sin cumplirse y,
lo que es peor, martilleándome continuamente la sesera.
El
pelo y las barbas me llegaban hasta las rodillas cuando me presenté en la
peluquería de la mujer de mi primo para que me adecentara un poco porque ya me
había echado atrás de mi pintoresca decisión y quería dedicarme a algo más
interesante que la labor contemplativa que había llevado durante mis años de
eremita.
Mi
prima Petra se asustó sobremanera pues estaba irreconocible y sólo logré
calmarla a base de recitarle de corrido toda la parentela común con su marido para
evitar que ella llamase a la policía y me detuvieran. Al fin, me escondió en el
almacén y prometió arreglarme cuando ya hubiese cerrado la peluquería.
Más
de una vecina que me había visto entrar entró en el establecimiento por
curiosidad y terminó haciéndose la permanente amén de “interesarse” por quién
era el personaje, pero Petra las toreó divinamente contándoles los últimos
chismorreos de la calle.
Una
vez que se despidió la última clienta, Petra cerró, echó las cortinas y me fue
a buscar al almacén.
- No
sé cómo has podido convertirte en un fantoche horripilante. ¿Dónde has estado
metido durante tanto tiempo?
- Pues
ya ves, de ermitaño más de veinte años.
- Bueno,
ya me contarás que ahora tengo que concentrarme para no darte un corte con la
tijera…
Poco
a poco mi pelo fue cayendo alrededor del sillón hasta que mis facciones fueron
reconocibles y entonces ella se me quedó mirando y me dijo:
- Tú
no te has enterado de lo de tu primo, ¿verdad?
- No,
¿qué es lo de mi primo? – Dije preocupado.
- Pues
que hace ocho años se largó con una secretaria de su oficina y si te he visto
no me acuerdo.
- ¿Mi
primo? ¿Con lo guapa que tú eres?
- Pues
ya ves, me dejó mas tirada que el felpudo.
- Y el
muy canalla se casó contigo sabiendo que yo estaba coladito por ti…
- ¡Qué!
¿Tú? ¿Y por qué no me dijiste nada?
En
aquél momento algo se removió en mi interior y mi masculinidad se puso en pié
de guerra. Como llevaba como único ropaje una saya de saco, la “cosa” no hubo
manera de ocultarla y así comenzó aquella noche el examen definitivo para
conseguir lo que tanto había ansiado durante toda una vida…
Siempre la desgracia de unos son las bendiciones de otros
ResponderEliminarDe alguna manera hay que atravesar todas las pruebas...
ResponderEliminarSaludos,
J.
Algunos elegimos siempre el camino más difícil para conseguir nuestras metas. Como si el simple hecho de conseguirlas, no fuera ya lo suficientemente difícil.
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