Nunca sabré a ciencia cierta si lo que recuerdo es lo que
sucedió o es sólo fruto de mi imaginación que me ha jugado una mala pasada,
pero lo cierto es que, para mí, es lo suficientemente real como para haber
decidido contarlo después de tanto tiempo.
Las cosas sucedieron más o menos así:
Me dirigía en coche al pueblo donde vivía una tía mía y
que tenía un significado especial para mí por la amplia relación que había
tenido la población con mi familia paterna.
En un momento dado, las luces del vehículo se apagaron y
me quedé totalmente a oscuras (era noche cerrada) por lo que frené rápidamente
para evitar salirme de la carretera.
Bajé del coche y las piernas me temblaban por el miedo
que acababa de pasar. Miré el cielo que aparecía negro como un túnel y
tachonado de estrellas que, aunque tenuemente, alumbraban lo bastante como para
que me diese cuenta que me encontraba al borde de un precipicio de, al menos,
treinta o cuarenta metros.
Poco a poco me fui tranquilizando y mis piernas volvieron
a su ser. Volví a subir al coche y lo puse en marcha (seguramente se habría
calado a causa del frenazo que di) y, como si todo hubiera sido un mal sueño,
las luces se encendieron cuando el motor arrancó.
Sorprendido por el hecho, comprobé varias veces que tanto
el interruptor como el cambio de luces funcionaban a la perfección, y
reemprendí la marcha para llegar lo más pronto posible a mi destino.
Cuando entré en casa de mi tía, ella me dijo:
“Menos mal que ya ha vuelto la luz y podemos alumbrarnos
para cenar.”
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