viernes, 8 de junio de 2012

No por mucho madrugar…


“Algunos días es mejor no levantarse”. Es una frase que he escuchado muchas veces pero que nunca hice mía hasta que sucedió lo que jamás tenía que haber sucedido:
Aquella mañana, cuando sonó el despertador y me levanté de la cama, el Sol no había acudido a su cita diaria con la ciudad, tenía que haberse presentado a las ocho menos veintisiete minutos como correspondía al equinoccio de Otoño pero ya eran las ocho y cuarto y el astro rey brillaba por su ausencia. ¿Dónde se habría metido? ¿Habría sido secuestrado por alguna fuerza del Mal?
Como no encontraba respuesta a mis preguntas, salí a la terraza para tratar de localizarle, pero nada, no había ni rastro de nuestra estrella favorita, el cielo se mostraba de un negro profundo solamente iluminado por titilantes estrellas que parecían guiñarme desde el espacio sideral y por Oriente no se atisbaba la más mínima claridad que pudiera anunciar la presencia del Sol.
Era como si la película que proyectaba el Ser Supremo se hubiera parado en un determinado fotograma y no pudiese avanzar por sus propios medios, necesitaría tal vez un pequeño empujón para progresar y conseguir que el amanecer hiciera nacer un nuevo día.
Entonces fue cuando comenzó a vislumbrarse una tenue claridad por el Este. Lancé un suspiro de alivio y me apresté a contemplar el amanecer más deseado de mi vida y, en aquel momento, me quedé helado, quien asomaba por el horizonte no era el Sol sino la Luna llena que se levantaba majestuosa comenzando su reinado nocturno… ¿He dicho nocturno?... Sí, claro, de pronto lo comprendí y ahora todo tenía sentido: Me acosté tan cansado que me equivoqué al poner la hora en que debía llamarme el despertador, no me levanté a las ocho de la mañana sino a las ocho de la tarde y el Sol hacía ya media hora que se había ocultado por el Poniente.

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