“Algunos
días es mejor no levantarse”. Es una frase que he escuchado muchas veces pero
que nunca hice mía hasta que sucedió lo que jamás tenía que haber sucedido:
Aquella
mañana, cuando sonó el despertador y me levanté de la cama, el Sol no había
acudido a su cita diaria con la ciudad, tenía que haberse presentado a las ocho
menos veintisiete minutos como correspondía al equinoccio de Otoño pero ya eran
las ocho y cuarto y el astro rey brillaba por su ausencia. ¿Dónde se habría
metido? ¿Habría sido secuestrado por alguna fuerza del Mal?
Como no
encontraba respuesta a mis preguntas, salí a la terraza para tratar de
localizarle, pero nada, no había ni rastro de nuestra estrella favorita, el
cielo se mostraba de un negro profundo solamente iluminado por titilantes
estrellas que parecían guiñarme desde el espacio sideral y por Oriente no se
atisbaba la más mínima claridad que pudiera anunciar la presencia del Sol.
Era
como si la película que proyectaba el Ser Supremo se hubiera parado en un
determinado fotograma y no pudiese avanzar por sus propios medios, necesitaría
tal vez un pequeño empujón para progresar y conseguir que el amanecer hiciera
nacer un nuevo día.
Entonces
fue cuando comenzó a vislumbrarse una tenue claridad por el Este. Lancé un
suspiro de alivio y me apresté a contemplar el amanecer más deseado de mi vida
y, en aquel momento, me quedé helado, quien asomaba por el horizonte no era el
Sol sino la Luna llena que se levantaba majestuosa comenzando su reinado
nocturno… ¿He dicho nocturno?... Sí, claro, de pronto lo comprendí y ahora todo
tenía sentido: Me acosté tan cansado que me equivoqué al poner la hora en que
debía llamarme el despertador, no me levanté a las ocho de la mañana sino a las
ocho de la tarde y el Sol hacía ya media hora que se había ocultado por el
Poniente.
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