Andaba
pausadamente por el sendero que discurría a lo largo de la ladera de la montaña
casi paralelo al riachuelo que recorría el valle de norte a sur.
Un
cielo tachonado de estrellas y presidido por una luna llena majestuosa era el techo
que cobijaba su viaje nocturno.
El
silencioso vuelo de una lechuza le hizo detenerse por un momento y observar
como la sombra de la rapaz cambiaba de posadero. Sólo el sonido de los grillos
y el croar de las ranas del arroyo le acompañaban en su soledad marcándole el
ritmo que debía seguir su caminar.
La
vereda comenzó a ascender primero con poca pendiente pero aumentando a medida
que la iba recorriendo hasta que llegó a lo alto de una peña que dominaba todo
el valle.
El
viejo lobo observó el panorama que, alumbrado por la luna, se ofrecía a sus ya
torpes ojos plagados de cataratas: más pronto o más tarde no tendría fuerzas
para llegar hasta su mirador y lanzó un aullido quebrado y melancólico a la vez
para decir que aún era el rey de aquella sierra.
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