Todavía me siento ciertamente
preocupado por un hecho que me sucedió no ha mucho y que me tuvo intrigado
durante un tiempo.
Caminaba yo sin rumbo fijo por una
ciudad de Andalucía cuando, al pasar por delante de una ventana enrejada, escuché
un rugido sordo pero claramente audible que me hizo detener la marcha y atisbar
el interior aunque no pude ver nada pues la ventana tenía también una celosía
de esas que no permiten ver a quien tras ella se esconde.
Por ver si salía alguien de la casa y,
supuesto que yo no tenía prisa alguna, me aposté en la acera opuesta unas casas
más abajo pero la espera fue inútil por lo que volví a mi hotel pensando
continuar con mi vigilancia en cualquier otro momento.
El asunto comenzó a obsesionarme de tal
manera que a las tres de la madrugada, y visto que no me lo podía quitar de la
cabeza, me vestí y salí a la calle en dirección a la ventana del rugido como la
llamaba ya en mi fuero interno. Volví a pasar junto a la reja y el rugido se
escuchó de forma más queda que en la mañana anterior pero, aunque volví a
pasar, ya no se volvió a escuchar nada. Estuve vigilando la casa hasta las
claras del día en que me fui a buscar un bar que estuviese abierto para
desayunar y volver a continuación a mi observatorio.
Durante
los cuatro días siguientes apenas dormí un par de horas por noche y dediqué el
resto del tiempo a vigilar mi ventana repitiéndose cada vez que pasaba junto a
ella el peculiar rugido.
El día que hacía cinco, mientras estaba
comiendo un bocadillo sentado en el umbral de una de las casas de la calle en
cuestión, se abrió la puerta que había junto a la reja de mis desvelos y salió
un señor de unos ochenta años vestido de negro riguroso. Le seguí durante un
rato hasta que de pronto se volvió y me dijo sonriendo:
─ Oiga, joven, ¿se puede saber por qué me viene
siguiendo?
Yo que
no me esperaba el giro que había tomado la cosa le conté de punta a rabo todo
lo que había estado haciendo desde que escuché el primer rugido.
Él me
miró con gesto grave y me dijo:
─ Mire
Vd., le voy a contar un secreto pero debe prometerme que no se lo referirá a
nadie.
Asentí
invitándole a que continuara con su historia.
─ Los rugidos que cree haber escuchado al pasar junto a
la ventana no son sino los ronquidos de mi mujer que duerme en esa habitación.
─ ¿Y eso es todo? ─ Pregunté escéptico
─ ¿Y para eso tanta promesa de no contárselo a nadie?
El
anciano se encogió de hombros por toda respuesta y se dio media vuelta para
continuar su camino. Yo por mi parte volví sobre mis pasos y, cuando estaba a
unos cincuenta metros de la puerta de la casa, ésta se abrió dando paso a una bella
y escultural mujer vestida de negro que, con paso felino vino hacia mí
mirándome fijamente con sus preciosos ojos verdes y una enigmática sonrisa
adornando su boca perfecta. Se cruzó conmigo y justo al rebasarme volví a
escuchar el quedo rugido. Me volví sobresaltado pero a mi espalda no había absolutamente
nadie.
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