No
habían estrenado todavía la película “Tiburón” porque, si la hubiera visto,
seguro que me muero del susto.
Tendría
yo unos dieciséis años y estaba de veraneo en Estepona. Por las mañanas nos
íbamos unos cuantos chavales a pescar pulpos en un roquedo de unos tres metros
de fondo que estaba situado a ciento cincuenta metros de la orilla más o menos.
Había
una balsa anclada a setenta u ochenta metros del rompeolas que nos servía como
descansadero y para ir depositando allí los pulpos que capturábamos. Como es
natural sólo llevábamos gafas, snorkel y aletas amén de un garfio que nos
servía para atrapar la pesca.
En una
de las zambullidas, al salir a respirar, observé que la gente que estaba en la
balsa agitaba los brazos y gritaba algo que no podía oír bien (estaba a casi
noventa metros de ellos). Como llevaba ya dos pulpos en el garfio comencé a
nadar hacia la balsa donde los amigos seguían gesticulando y gritando:
¡Tiburón! (Ahora sí pude oírlo claramente). Miré hacia donde señalaban y,
efectivamente, allí estaba la aleta que demostraba la presencia del escualo. A
unos treinta metros de distancia y dando vueltas a mi alrededor. No podía
apreciar bien su tamaño pero me pareció lo suficientemente grande como para
aterrorizarme y casi quedarme paralizado. Solté el garfio con los pulpos y
comencé a nadar sólo con las aletas para no producir demasiado alboroto de
agua. ¿Alguno de vosotros ha sudado en el agua? No me refiero a la sensación
que da el agua calentucha de las playas de Alicante, no, me refiero a sudor
frío que me hacía casi tiritar mientras me dirigía rápidamente hacia la balsa
mientras el marrajo seguía girando en torno a mí. Cuando llegué al maderamen
estaba completamente agotado, no por el esfuerzo sino por el pánico. Yo no
quería ni mirar al bicho aunque sabía que allí no iba a pasarme nada. Al cabo
de un rato, que a mí se me hizo una eternidad, el animal puso pies en polvorosa
y se perdió de vista. La gente que estaba en la balsa conmigo saltó al agua y
nadaron hasta la playa pero yo no podía moverme atenazado por el miedo que
había pasado, de tal manera que tuvieron que recogerme con una barca porque, si
no es así, me hubiera quedado allí para los restos.
No he
vuelto a bucear, ni siquiera a bañarme en el mar porque, en cuanto la ola me moja
los pies, imagino al bicho esperando para atacarme. Sí, ya sé que puede parecer
una exageración pero incluso en la piscina miraba con desconfianza por si
estaba allí.
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