─
Tienes que ir a ver al tito Manolo ─ dijo mi madre y añadió ─ Te lo he dicho ya
más de cien veces y no me haces caso porque no te da la gana. Cualquier día se
muere y te quedas sin verle. ─ Apostilló.
La
verdad es que a mi madre no le faltaba razón pero a mí no me apetecía, en
aquellos años de adolescencia rebelde, ir a visitar a nadie y menos a una
persona que se estaba muriendo a chorros aunque fuera mi tío y el hermano mayor
de mi madre, pero al final me duché, me cambié de ropa y salí en dirección a la
vivienda de mi tío Manolo.
Le
habían diagnosticado una enfermedad renal que no parecía tener curación y los
médicos le habían desahuciado. Según mis padres, era la misma afección que se
había llevado al otro mundo a la famosa bailaora Carmen Amaya ese mismo año.
En
menos de un cuarto de hora estaba ante la puerta del piso y pulsé el timbre con
el deseo ferviente de que nadie lo oyera y así me volvería a mi casa sin pasar
el mal trago que me esperaba. No fue así y al momento mi tía abrió la puerta
con semblante triste y serio que me indicó que la cosa no iba mejor. Me miró,
me dio dos besos y me hizo pasar sin hacerme ni el más mínimo reproche.
─ ¿Cómo
está?
─
Igual, sigue igual… de mal ─ me informó y sus ojos brillaron aunque no asomó ni
una lágrima. ─ Pasa si quieres verle.
No
llegué a contestar pero ella me tomó del brazo y me llevó al dormitorio donde
mi tío se debatía entre la vida y la muerte.
─ Dale
un beso, ─ me dijo acercándome a la cama, y añadió dirigiéndose al enfermo ─
Manolo, que ha venido tu sobrino a verte, dale un beso ─ insistió casi
silabeando y tirando de mí hacia la cama.
No
recuerdo bien si le di el beso que ella solicitaba con tanto empeño o si sólo
me incliné sobre mi tío y lo simulé. El enfermo sudaba copiosamente y se
removió en el lecho aunque no estoy seguro de que notase mi presencia pues sus
ojos permanecieron cerrados.
Me
quedé como hipnotizado contemplándole mientras mi tía salía de la habitación
cerrando la puerta. De momento me quedé ciego por la falta de luz pero poco a
poco mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. Una cama de matrimonio
donde reposaba (es un decir) el enfermo, dos mesillas de noche, una a cada lado
de la cama, un tocador con espejo y un armario de cuatro puertas; una
descalzadora y unos cortinajes dobles que tapaban la única ventana. Los
cortinajes eran los responsables de la oscuridad que reinaba en el dormitorio
pero no me atreví a tocarlos, me senté en la descalzadora y, escuchando el
fatigoso respirar de mi tío Manolo me quedé esperando que alguien entrase en el
cuarto para poder salir pues no me atrevía a abandonar la habitación por si mi
tía se enfadaba. Así estuve durante no sé cuánto tiempo hasta que oí cómo
sonaba el timbre deseando que fuese una visita que me hiciese el relevo. A mis
catorce años la situación se me antojaba angustiosa y cada minuto se me hizo un
siglo hasta que la puerta se abrió dando paso a mi tía acompañada de un
matrimonio que venía a hacer la visita. Aproveché el momento y con un adiós
casi musitado salí a escape y no paré de correr hasta que llegué a la puerta de
mi casa. Aquella traumática experiencia me tuvo impresionado con el hecho de la
muerte durante muchos años.
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