Cuando Rogelio Miranda abrió los ojos se encontró con la
cara de Pedro, el cartero del pueblo, a unos centímetros de la suya, En lugar
de sobresaltarse, como hubiera sido lógico, parpadeó, tragó saliva y, después
de aclararse la garganta, vociferó:
─ ¿Qué pasa para que me mires con esa cara de besugo? ¿Es
que acaso pensabas que me había muerto?
El cartero sí dio un salto hacia atrás que le dejó
sentado en el suelo y con la boca abierta sin poder articular palabra.
─ Bueno, ¿me vas a decir lo que quieres o te vas a quedar
sentado ahí todo el día? ─ Volvió a preguntar Rogelio que, como era duro de
oído, siempre hablaba alzando la voz.
Pedro consiguió recuperarse del susto y balbuceó:
─ Es que te traigo una carta…
─ Una carta para mí, dices, eso debe ser una
equivocación. A mí no me escribe nadie ─ Le cortó Rogelio.
─ Pues en esta dice bien claro: “Don Rogelio Miranda del
Naranjo” y ése eres tú por muy cabreado que te pongas. ─ Se defendió el cartero
alargándole un sobre.
De mala gana Rogelio cogió el sobre y, sin siquiera
echarle una mirada, se volvió tumbar en la hamaca para seguir durmiendo la
siesta.
─ Pero, ¿es que no la vas a abrir? ─ Insistió Pedro. ─
¿Es que no te interesa lo que contiene?
─ Al que no le interesa es a ti, pedazo de cotilla. ─ Y
se dio la vuelta para volver a conciliar el sueño.
Llevaba más de veinte años sesteando a la sombra del
inmenso algarrobo que crecía delante de su casa y jamás nadie había osado
despertarle, sobre todo si sabía el mal genio que se gastaba Rogelio y es que
nuestro personaje vivía solo en aquella vieja casa que había heredado de sus
padres y era un individuo huraño aunque, cuando alguien conseguía traspasar el
muro que le defendía del resto de la Humanidad, encontraba a una persona amable
y cariñosa que, precisamente por ello, intentaba protegerse de los demás en
aquél caparazón de malhumor que espantaba a propios y extraños.
Rogelio Miranda del Naranjo era un hombre culto que,
aunque metido ya en la cincuentena, seguía estudiando y leyendo todo lo que
caía en sus manos. Había tenido una niñez feliz con unos padres que le educaron
con cariño pero no exento de una disciplina que atendía a normas siempre
explicadas razonadamente. Tenía una hermana a la que hacía ya mucho tiempo que
no veía pues se marchó a recorrer el mundo, según dijo, y aún no habría
terminado de recorrerlo porque no había vuelto y de eso habían pasado más de
diez años en los que sus padres habían muerto por culpa de un desgraciado
accidente y Rogelio, como no sabía dónde encontrarla, no había podido
comunicarle el luctuoso acontecimiento así que seguiría viviendo feliz y
contenta dondequiera que estuviese.
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