Se puso en pie y, con parsimonia, recogió la mesa. Puso
los platos en el lavavajillas y fregó a mano la copa de cristal que había
utilizado para la cerveza: no quería que se rompiese en el lavaplatos pues era
de un vidrio finísimo. Luego la secó bien con un paño blanco y la miró al
trasluz para observar si estaba perfectamente limpia. No le gustaba meter los
vasos y copas en la máquina porque el abrillantador les daba un sabor extraño
que se notaba al utilizarlos de nuevo.
Fue al dormitorio y, con la misma lentitud, se desnudó y
dobló la ropa antes de colocarla encima de una silla. Pasó al baño y se limpió
los dientes con minuciosidad pero sin prisas.
Miró el reloj de la mesita de noche y se tumbó en la cama
boca arriba y con las manos cruzadas sobre el pecho y pensó que, cuando las
pastillas hicieran su efecto mortífero, le encontrarían en una actitud relajada
durmiendo el sueño eterno.
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