Miró y
remiró pero, por más que forzó la vista, no pudo alcanzar a ver sino la
oscuridad más absoluta, y, no obstante, sabía que tenía que estar allí
esperando agazapada a cualquiera que osara entrar en su guarida.
Lo peor
del caso era que no sabía a ciencia cierta de qué clase de alimaña se trataba
porque nunca la había visto ni nadie había sabido describirla o bien las
descripciones que había escuchado eran tan diferentes y variadas que no le
parecían verosímiles.
Llevaba
ya bastante tiempo asomándose de cuando en cuando a la boca de la gruta pero
nunca se había decidido a traspasar el umbral, y eso que siempre iba armado
hasta los dientes y su condición física era inmejorable.
El día
que cumplió setenta años se dirigió a la cueva y, totalmente desarmado, penetró
resueltamente con una linterna como única compañía. Allí olía a fiera por todos
los rincones pero él estaba completamente seguro de que lo que hacía no
entrañaba peligro alguno…
Allí,
sí allí, al fondo de la guarida estaba lo que quedaba de su enemigo: su
osamenta pelada y medio destruida. Ya imaginaba que no podía ser de otra forma
porque el cuento de la fiera que habitaba la gruta se lo contó su abuelo cuando
él era pequeño.
Hay que enfrentarnos a las cosas que tememos...
ResponderEliminarMe ha gustado mucho.
Ya se sabe aquello de que tal vez no sea tan fiero el león como lo pintan.
Eliminar