miércoles, 5 de junio de 2013

Doce campanadas



Dang… Primera campanada. Una ráfaga de miedo cruzó su mirada y apretó el paso en dirección a su casa.
Dang… Segunda campanada. Torció a la derecha para tomar su calle pero el tumulto que venía en dirección contraria casi le arrolla cuando asomó por la esquina. Soltó una imprecación y se pegó a la pared para tratar de avanzar hacia su morada.
Dang… La tercera campanada del reloj de la torre llegó a sus oídos cuando sólo había podido llegar a menos de un tercio de la distancia que necesitaba recorrer.
Dang… El gentío le seguía impidiendo que progresara en su desesperado intento por llegar a lugar seguro.
Dang… Comenzó a sudar de forma copiosa sintiendo como los nervios le atenazaban la garganta impidiéndole gritar a la gente para que se apartara y le dejara libre el paso.
Dang… Estaba casi a la mitad del camino cuando tropezó y a punto estuvo de ser pisoteado por la turba.
Dang… Siete campanadas y aún estaba a casi cincuenta metros del pórtico.
Dang… Ocho y sus progresos eran mínimos.
Dang… Dang… La secuencia implacable de las campanadas era como un martillo que le aporreaba inclemente mientras pugnaba por acercarse a su destino.
Dang… Ya casi podía tocar la mocheta de la puerta. Se estiró como buenamente pudo y, en un desesperado intento, se lanzó hacia el interior pasando casi por encima de varios individuos.
Dang… El sonido de la duodécima campanada coincidió con el golpe de su cuerpo contra el duro suelo del zaguán. Sus ropas estallaron ante el inusitado crecimiento de su anatomía y, cuando quiso abrir la puerta que daba acceso al patio, le fue imposible manejar la llave con aquellas garras en que se habían convertido sus manos. Cerró de un empellón la puerta de la calle y se acurrucó en un rincón completamente extenuado.
La aurora le sorprendió desnudo y tiritando de frío. Así pasó su primer plenilunio como hombre-lobo.


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