En mis idas y venidas desde mi casa en Ciudad
Jardín hasta el colegio Cervantes en la Plaza de la Compañía (unos tres
kilómetros) sucedieron muchas cosas pero sobre todas ellas la anécdota que voy
a relatar fue quizás la más impactante:
Recuerdo que cuando tenía catorce o quince
años me gustaban las gabardinas aquellas que tenían muchos botones forrados de
cuero y que se les llamaba “trincheras”. Pues bien, una trinchera preciosa
llevaba el buen hombre que caminaba delante de mí a unos diez o doce metros
junto a la iglesia de la Trinidad. Yo que iba embelesado mirando aquella prenda
tan deseada, de pronto vi cómo el señor se encogía y, tanto su cabeza como toda
la preciosa gabardina, se llenaban de una sustancia blanquecina y pegajosa.
Ambos miramos al cielo buscando el origen del suceso y es que la cigüeña de la
iglesia había soltado su deposición junto al alero del tejado y hay que ver la
cantidad que cagó el pajarito porque el hombre estaba como para hacerle una
foto… Creo que desde aquel día se me quitaron las ganas de tener una trinchera.
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