Mientras la dorada luz de la tarde otoñal me
lleva de la mano inexorablemente hacia el crepúsculo, trato de ordenar mis ideas
para ponerme a escribir como hago día a día desde hace ya seis años.
Hay momentos en los que siento unas ganas irrefrenables
de apagar el ordenador y dedicarme a leer un rato o a mirar, sí digo mirar y no
ver, la televisión aunque no voy a encontrar nada en ella y sí en la otra, es
decir, en la lectura, donde puedo hallar “agua” con que llenar el pozo casi
seco de mis ideas.
Pero no, al final no opto por ninguna de ellas
y me tumbo en el sofá para intentar poner la mente en blanco y es entonces
cuando empiezan a aflorar los problemas que he tratado de ocultar bajo la capa
del tiempo pero que no se resignan a ser olvidados y ahora pretenden
martirizarme.
La verdad sea dicha, la vida del escritor es
un tanto más complicada de lo que yo me pensaba cuando decidí apostar por esta
profesión para ocupar los años de mi jubilación pero ¿qué profesión no es
complicada? Si alguien lo sabe que me lo diga.
Complicada pero gratificante. (Y eso que yo no soy escritor.)
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