Miraba
hacia atrás sin interrumpir su carrera y es que su perseguidor no le daba
tregua desde hacía ya bastantes minutos. Ángel era un chico de dieciséis años
que lo único malo que había hecho era coger una manzana del puesto de frutas de
la esquina, pero, cuando el dueño del establecimiento lo vio, salió corriendo
tras él gritando como un loco aquello de “Al ladrón, al ladrón”.
Cruzó
la calle raudo como una centella y esquivando a duras penas los vehículos que
circulan por ella a esas horas de máxima densidad de tráfico. Su perseguidor no
se arredró y se zambulló también entre el tráfico rodado arrancando una nueva
sinfonía de bocinas igual a la que había producido su predecesor.
En
medio del vértigo de la persecución, la mirada del muchacho se encontró con la
de Laura, una chica a la que estaba cortejando en el Instituto desde hacía unas
semanas sin éxito aparente. Ángel detuvo su carrera al llegar a la altura de la
chica y, gentilmente, le ofreció la manzana que ella acogió con una sonrisa que
casi hizo que el joven se derritiera.
El
frutero estaba ya a punto de alcanzar al muchacho cuando éste volvió la vista
atrás y, sin despedirse siquiera de la chica, continuó su carrera con renovadas
energías desapareciendo de la vista de su perseguidor al escabullirse entre una
grupo de japoneses que, cámara en ristre, fotografiaban todo lo que se ponía al
alcance de sus objetivos.
Ángel
respiró tranquilo mientras iba relajando poco a poco el ritmo de su carrera:
Laura y la manzana estaban a salvo de su perseguidor.
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