Aquél
maldito reloj le estaba volviendo loco con sus campanadas… pero, ¡era imposible
que diese campanadas porque era un triste reloj de oficina de los que funcionan
con pilas!… bueno, su madre había tenido uno en la cocina que daba las horas
con cantos de pájaros, pero campanadas no, eso no era posible en un reloj de
ese tipo… pero entonces ¿por qué escuchaba aquellas campanadas cada vez que se
cumplía una hora? o quizás sería mejor decir cada vez que se descumplía una
hora pues le iba quedando menos tiempo.
¿Sería
que ya se había vuelto loco de remate y estaba sufriendo alucinaciones
auditivas? ¿Estaba esquizofrénico acaso? No, pero sí estaba aterrado,
completamente aterrado, cada minuto que pasaba le hacía sentirse más seguro de
ello y es que no tenía salida… aquello era el fin, su fin y no podía hacer nada
para remediarlo, ni esperar ayuda de ninguno de sus amigos porque, realmente,
no tenía amigos… se había dedicado a aprovecharse de todos ellos y ahora
engrosaban el ejército de sus enemigos, los mismos que le llevaron ante el
tribunal y le acusaron de crímenes que había cometido e incluso de los que no
había cometido y le condujeron a una condena de muerte que debía cumplirse al
amanecer del siguiente día y para eso sólo faltaban… ¡OH, Dios! ¡Cada vez
faltaba menos tiempo!... y, ahora que volvía a sonar el reloj,… una hora menos.
No lo
hubiera creído si alguien le hubiera dicho que iba a suceder aquello pero la
verdad es que él lo tendría que haber previsto. Un abogado de su experiencia no
podía dejar cabos sueltos a la hora de preparar un caso y aún menos “su caso”
pero lo cierto es que se confió a su capacidad de influenciar al jurado con su
oratoria y he ahí las consecuencias de la improvisación. Ahora sólo le quedaba
dar la talla y no perder los papeles a la hora de ir al cadalso,... bueno, a
donde fuera que se fuese a cumplir la sentencia… El ruido de las llaves al
abrir la cerradura de la puerta le sacaron de su soliloquio.
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