El
sonido del teléfono interrumpió el ominoso silencio que reinaba en la vacía sala
del diario “El Clamor Matutino”. Alguien que no conocía la noticia debía estar
intentando ponerse en contacto con la redacción del periódico y telefoneaba periódicamente
desde hacía casi tres horas, agotaba el número de timbrazos (diez) y volvía a
la carga al cabo de un cuarto de hora exactamente como si de un autómata se
tratase.
La siguiente llamada encadenó el sonido
del teléfono del Jefe de Redacción con el del que había en la mesa del redactor
encargado de noticias culturales. A continuación, y sin hacer pausa alguna, fueron
sonando todos y cada uno de los teléfonos que había en la sala y esta sinfonía
telefónica se fue sucediendo durante más de cuatro horas con espacios de quince
minutos exactos, pero nadie estaba allí para atender las llamadas.
El
noticiero había cerrado hacía ya tres días por falta de anunciantes pero el
anónimo comunicante desconocía este extremo pues representaba a alguien que había
fallecido la semana anterior y había legado cien millones de euros para anunciar
su óbito ocupando todos los espacios publicitarios del rotativo durante cien
años.
El
albacea testamentario, que se encontraba en otra ciudad, colgó el teléfono
malhumorado por haber desperdiciado su jornada laboral sin obtener éxito:
− Tal
vez este periódico no tiene ganas de recibir un encargo de publicidad necrológica
que le mantenga de por vida, − pensó.
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