La
noticia corrió por el pueblo como un reguero de pólvora. Nadie sabía la
identidad del agraciado o la agraciada en el sorteo de la lotería pero
aseguraban que vivía en el lugar y hasta allí se habían desplazado los medios
de comunicación encabezados por las televisiones y las emisoras de radio,
seguidos de los reporteros y fotógrafos de todos los periódicos del país.
Según
había planteado un sesudo contertulio de un programa de radio, la cosa no se
presentaba demasiado difícil porque el censo de la minúscula población apenas
rozaba el centenar de personas y, al parecer, el poseedor o la poseedora del
billete completo del número premiado residía en la localidad.
Los
representantes de los mass media se agolpaban en la barra del bar donde se
decía que se había vendido el premio gordo, tres millones de euros, que ahí es
nada con la crisis que el personal estaba padeciendo desde hacía ya unos años.
Todos los micrófonos se tendían hacia el dueño del local, las cámaras estaban
pendientes del más pequeño de sus gestos y los reporteros afinaban el oído para
no perderse ni una coma de lo que iba a decir el feliz hostelero que mostraba
una sonrisa de oreja a oreja y hacía gestos con sus manos para tratar de
acallar la algarabía reinante.
Por
fin, paulatinamente, el silencio se hizo en el salón y el dueño hizo ademán de
que iba a comenzar su declaración:
─
Señores y señoras de la prensa, radio y televisión ─ empezó diciendo con mucha
solemnidad ─ Queridos convecinos y convecinas, me maravillo al ver como un
suceso de este calibre ha conseguido lo que mi familia y yo no habíamos
conseguido antes…
No le
dejaron terminar, estaba claro que él era el poseedor del tesoro buscado y, en
un arranque de fervor colectivo le arrebataron de detrás de la barra y le
llevaron a hombros hasta la puerta del Ayuntamiento vitoreándole a voz en grito
mientras recorrían las cuatro calles de la villa. Al llegar a la Casa
Consistorial el Alcalde le recibió con un fuerte abrazo y le condujo, protegido
por los tres municipales del pueblo, hasta el balcón que presidía la fachada
del consistorio. Una vez que se calmó el alboroto y empezaron a menguar los
flases de los reporteros gráficos, el hombre pudo dirigirse de nuevo al
auditorio:
─ …
como había empezado a contaros, sólo un suceso como éste ha logrado lo que mi
familia y yo llevamos deseando desde hace unos años, es decir, hemos conseguido
llenar el bar pero yo no he vendido ningún billete de lotería…
El
murmullo de decepción que recorrió la plaza fue seguido de una retirada rápida
y ordenada de los vecinos y de los medios de comunicación. En menos que canta
un gallo el hombre se vio solo pues el Alcalde y los municipales también
tomaron las de Villadiego.
─ La
verdad sea dicha ─ dijo sin que ya nadie le escuchara ─ es que yo no lo he
vendido sino que lo he comprado.
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