─ Luego
no me digas que no te avisé ─ dijo y, a continuación, colgó el teléfono.
Anduvo
pensativo el resto del día, tanto que casi ni almorzó, el asunto le tenía
francamente preocupado y no conseguía quitárselo de la cabeza por más que lo
había intentado. ¿Por qué regla de tres había tenido que enterarse él de aquel
asunto? ¿Por qué guardó tanto tiempo el secreto que él mismo se había impuesto?
¿Por qué se lo había contado a su amigo para avisarle? Y, sobre todo, ¿por qué
había pronunciado la dichosa frasecita: “Luego no me digas que no te avisé”?,
como quien le tira a otro un carbón ardiendo y, encima, pretende que lo coja al
vuelo y con las manos desnudas.
No,
decididamente no estaba bien lo que había hecho, y sabía que se iba a
arrepentir con creces de su insensata acción. ¡Valiente amigo! Para ser amigo
de esa manera, mejor hubiera sido ser enemigo y no estaría comiéndose el tarro
de esta forma.
Eran
las diez de la noche y, después de tomarse un huevo pasado por agua y un par de
piezas de fruta, decidió salir y tratar de despejarse. Condujo sin rumbo fijo
y, al final, se detuvo en un bar de copas que sólo estaba a tres calles de su
casa, aparcó y se metió de cabeza en el local para ahogar en alcohol el
problema que le corroía por dentro.
Al
principio no les vio porque tardó un tiempo en adaptar sus ojos a la penumbra
del pub, pero cuando se acercó a la barra se los encontró de manos en boca y lo
peor de todo es que ya le habían visto y no podía dar media vuelta para volver
por donde había venido sin que se dieran cuenta de su presencia. Como la barra
era en forma de “U” y él se había acercado por uno de los lados, a ellos les
tenía totalmente frente a sí. Observó cómo tanto ella como él le saludaban con
una sonrisa de felicidad que no les cabía entre los labios. ¿Por qué había
tenido que decirle que ella estaba loca por sus huesos? Ahora ya se había
quedado solo en el maldito club de los solteros aburridos.
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