Cuando mi madre se empeñó en que
mantuviera la boca cerrada al salir de casa no me imaginaba cuánta razón tenía
al aconsejarme, pero yo, como buen hijo desobediente, no le hice el más mínimo
caso y así me ha ido desde entonces.
Primero fue lo de mi prima Carlota. Me
enteré de sus devaneos con el vecino del primero izquierda y, si hubiera
mantenido la boca cerrada, no me habría llevado el bofetón que me largó el
vecino el primer día que me encontró por la escalera.
Luego vino lo del tío Ricardo que
decían que se las traía con la modista del cuarto derecha y yo, inocente de mí,
pregunté a su hija qué es lo que se traían y la susodicha por poco no me saca
los ojos con las tijeras cuando fui a su piso para recoger el vestido de mi
hermana (que podía haber ido ella, ¿no?)
Pero lo más gordo ocurrió cuando me
enteré del asunto de cuernos que había entre la vecina de enfrente y el que
decía que era su marido (que no lo era) y, por un comentario que se me escapó
en el estanco, tuve que emigrar a casa de la abuela para que el fulano no me
abriera en canal y me sacara los hígados como había dicho a voz en grito en el
descansillo de la escalera para que se enterara bien todo el vecindario del
bloque.
Decididamente lo mío es crónico. Según
dice la abuela es que tengo el muelle de la lengua flojo y eso, al parecer, es
bastante difícil de curar por las buenas. (Pues por las malas tampoco se me ha
curado, al menos de momento).
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