Si
hubiera sido sordo como una tapia seguramente que me habría ahorrado un montón
de problemas, pero como no es el caso pues me encuentro en un atolladero que
vaya Vd. a saber cómo me las arreglo para salir del paso sin dejarme el pellejo
(es un decir) en el envite.
Sucedió
anteayer y desde entonces estoy en un sin vivir. Me encontraba desayunando en
un velador del bar de enfrente cuando ellas vinieron a sentarse en la mesa que
estaba junto a mí. Eran dos vecinas de mi bloque y para no dar nombres, diré
que una era rubia y otra morena, bien parecidas y vestidas con ropa deportiva
que habían salido a hacer footing y, al terminar su ejercicio, se disponían a
desayunar como estaba haciendo yo mismo.
─ La
verdad es que mi marido todavía no lo sabe ─ disparó una de ellas nada más
tomar asiento.
─ Pues
anda que el mío ─ respondió la morena ─ si supiera lo del lechero…
─ ¿Pero
no sabe lo del lechero? ─ se escandalizó la rubia.
─ Lo
cierto es que hace ya diez días que no le veo.
─ ¿A tu
marido?
─ No, hija,
que pareces tonta, al que no veo es al lechero.
─ No me
extraña ─ abundó la rubia ─ tú es que no eres constante en nada.
─ Pues
tú no eres precisamente lo que se dice un modelo de fidelidad, y si no
acuérdate del que dejaste plantado la semana pasada ─ se defendió la morena.
─ Vamos
a dejarlo que viene el camarero y no quiero que le dé tres cuartos al
pregonero.
El
camarero se acercó y les preguntó por lo que deseaban desayunar y, una vez tomó
nota, se alejó para pedir la comanda en el mostrador.
─ Pues
a mí ─ dijo con displicencia la morena ─ me importa un pimiento que se entere
todo el barrio, … ¡qué digo el barrio!,
como si se entera medio país, a mí plim.
─
¡Hija, eres de lo más valiente! Pero a mí me importa que se sepa lo del
panadero, sobre todo porque es amigo de mi marido.
Decidí
que no debía seguir escuchando porque la cosa se estaba poniendo peliaguda y a
mí no me interesan los trapos sucios de nadie así que llamé al camarero, la pagué
la cuenta y salí pitando para mi casa.
El
cartel de averiado me recibió cuando quise tomar el ascensor y me disponía a
subir por las escaleras cuando se abrió la puerta del mismo y una señorita
vestida como las azafatas de congresos salió de él, quitó el cartelito que
seguramente había puesto para que no le quitaran el ascensor y se dirigió a mí
con una sonrisa que estuvo a punto de derretirme:
─
Estamos haciendo una promoción del nuevo súper de la esquina …
─ ¿Ah,
sí? ─ fue todo lo que fui capaz de articular sin quitarme la cara de estúpido.
─ Le
ofrecemos, entre otras ofertas, dos barras de pan y una caja de leche por dos
euros. Si hace el pedido hoy se lo traemos a casa durante un mes sin cargarle
nada. ¿Qué le parece?
Por
supuesto que firmé y dejé colgados al panadero y al lechero de toda la vida.
Entré en mi apartamento y volví al asunto de las infidelidades de mis vecinas
que me trae por la calle de la amargura.
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